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El callejón
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Encuentro con Emilio Lledó

Nacido en Sevilla, en 1927, Emilio Lledó Íñigo cursó estudios de Filosofía y Filología clásica en Madrid y Heidelberg. Ha sido profesor en las universidades de La Laguna, Barcelona, Heidelberg y Berlín y ha impartido cursos en centros universitarios de Leipzig, Saarbücken, Hamburgo, Nápoles, Venecia, México, Lima y Washington. Miembro de la Real Academia Española, en 1997 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de La Laguna. Autor de numerosos ensayos (Filosofía y Lenguaje, La memoria del Logos, El epicureísmo, El surco del tiempo, El origen del diálogo y de la ética. Una introducción al pensamiento de Platón y Aristóteles, Elogio de la infelicidad), en 1991, recibió el Premio Nacional de Literatura por El silencio de la escritura y el pasado año obtuvo el Premio Nacional de las Letras Españolas, concedido por el Ministerio de Educación, en reconocimiento a su trayectoria.

            El pasado viernes, en el teatro Campoamor de Oviedo, el profesor Lledó recibió de manos del rey Felipe VI el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, por  concebir "la filosofía como meditación sobre el lenguaje y subrayar la tendencia natural del ser humano hacia la comunicación. De este modo, hace suya la razón ilustrada a través de un diálogo que impulsa la convivencia en libertad y democracia".

            Con anterioridad, el galardonado había pronunciado este discurso de aceptación:

Una experiencia incesante, la vida. Vamos aprendiendo a mirar, a asombrarnos de la naturaleza que nos rodea: los árboles, las nubes, la luz, el mar, la tierra, los frutos de la tierra. Fueron los primeros filósofos los que nos iniciaron en ese asombro y empezaron a especular, a "teorizar", -que es una forma de mirar- sobre lo que llamaron stoijeia, los "elementos", los principios fundamentales de la vida: el agua, el aire, la tierra.  

No podríamos imaginar en nuestro mundo tecnológico -fruto, en sus orígenes, de la ciencia, de la pasión por conocer- que, de pronto, nos dijera algo así como: mañana no habrá aire, mañana, nunca más habrá agua. Nos sobraría ya todo, no habría prodigio técnico capaz de compensarlo. Y también la luz: esa posibilidad de experimentar el asombro y, en él, la unión con el mundo en el que estamos, y transformarnos en esa luz interior, en la que nos vemos y en la que somos. 

Pero esta luz interior, este descubrimiento del "gozo de los sentidos (aistheséom agápesis)", estuvo determinada por una nueva forma de mirar, y unos nuevos objetos "ideados", "mirados", que la tradición latina llamará conceptos, o sea algo concebido por la mente y que habrían de forjar un nuevo universo de palabras "elementales". Palabras que ya no indicaban el mundo entorno, que no señalaban la realidad: la dureza de la tierra, el soplo del aire, el contacto fluyente, viviente, del agua. 

En esa constelación de significados se hizo presente algo que no podíamos tocar, no podíamos percibir con los sentidos, sino con esa luz interior, nacida en el corazón del lenguaje y que nos ha hecho comunicación y humanidad, que nos ha transformado en palabra. Esos elementos se llamaron  "Verdad", "Bien", "Belleza" (Alétheia, Agathón, Kalón). Puras voces, puro aire semántico que nada señalaban fuera de sí mismo, pero cuya mismidad empezó a hacerse tan imprescindible como el aire o el agua. 

Los elementos de la cultura irradiaron hacia un horizonte ideal de la vida humana y están, por ello, en el origen de ese también sorprendente concepto: Humanidades. Un término que se nos ha hecho familiar, y que, por esa misma familiaridad, podríamos resbalar, sin darnos cuenta, por el fecundo territorio de sus significados. 

Aunque no es el momento de adentrarnos por ese dominio semántico, y descubrir algo de su historia y de su aliento, me gustaría anticipar que esa palabra, llena de vida, las "humanidades", es fruto de un largo proceso cultural. Es un ideal en la memoria colectiva y, sobre todo, resultado no sólo de la "teoría", de la mirada, sino que es fuerza, dinamismo, riqueza para la sociedad. Las humanidades se aprenden, se comunican. Las necesitamos para hacernos quienes somos, para saber qué somos y, sobre todo, para no cegarnos en lo que queremos, en lo que debemos ser.  

La verdad era fundadora de convivencia, estructura esencial en el comportamiento de la sociedad: un espejo que refleja en lo dicho la conformidad y el acuerdo del ser que lo decía. 

Pero el cielo ideal de las Humanidades está en la realidad lleno de nubarrones violentos. Basta abrir los periódicos o escuchar las noticias. Y esa oscuridad nos lleva a pensar si esa prodigiosa invención de las "humanidades" no se nos ha deteriorado y si, a pesar de los indudables progresos reales, el género humano no ha logrado superar la ignorancia y su inevitable compañía, la violencia, la crueldad. El "género humano", esa trivializada expresión, convertida en "desgénero humano", en una degeneración.

Hay otro concepto, en ese territorio ideal, en esos elementos inventados por la cultura y su lenguaje, que se llamó "Bien", "Bondad". Si analizamos los primeros textos donde aparece esa palabra, descubrimos que el Bien –tò agathón– la excelencia, la virtud, la conciencia moral y todo lo que se encerraba en la palabra areté, fue surgiendo y evolucionando desde el cobijo del clan familiar. El bien se levantó desde ese espacio de mutua ayuda y protección con que la naturaleza asimila, alienta y sostiene sus propios productos.  

Efectivamente el bien suponía, frente a la idea de un bien absoluto, una perspectiva humana. Una mirada, pero desde dentro de uno mismo. Un texto de la Ética aristotélica dice que todos los hombres buscan el bien; pero ese bien está determinado por la "apariencia" (phainómenon) con la que se nos hace presente. La apariencia es, pues, lo que ve nuestra mente, lo que siente nuestro corazón, lo que construye la mirada interior que forja la propia humanidad. Y ese bien, como la verdad, se aprende en la cultura que no es, en su origen, sino pedagogía, educación. 

No es extraño que la belleza fuera unida a la bondad (kalós kaì agathós). Todo ello implicaba el despertar, ante nuestros ojos, ante nuestros oídos de ese horizonte de las Humanidades. 

Una famosa intuición de la filosofía griega, atribuida a Protágoras, nos dice que "el hombre es la medida de todas las cosas". Y sabemos que es cierto, que nuestra intimidad es el misterio que oculta esa perspectiva con la que nos acercamos al mundo.  Pero ese homo mensura que manifiesta la esencia de nuestra personalidad, del ser que somos o que estamos llegando a ser, nos enfrenta a otras cuestiones sustanciales: 

¿Quién mide en nosotros? ¿Qué medimos? ¿Cómo medimos? 

Y en definitiva: ¿Quién nos enseña a medir? 

La educación, la paideía, inicia, ya en la infancia, ese proceso de construir el "quien" que mide en nosotros. Los reflejos mentales, los posibles reflejos condicionados que, como en el famoso experimento de Pavlov, inyecta en las neuronas el lenguaje de los medios de comunicación, de nuestros, digamos, educadores, determina, condiciona, esclavizándola o liberándola, nuestra vida y nuestra persona. Aunque lo importante no son tanto los medios, sino las fuentes, los orígenes, los manantiales de los que brota todo lo que esos medios "mediatizan". 

Estoy convencido de que los maestros, los profesores, son conscientes de ese privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de "humanidades". Ese anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la empresa más necesaria en una colectividad, en una "polis" y en su memoria. En ella, en esa educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el de la lucha por la igualdad, por la justicia, por la inteligencia.

Quisiera recordar en este momento un poema de Brecht que habla del nacimiento del libro de Lao-tsé cuando iba a la emigración. Al pasar una frontera, el aduanero le pregunta si tiene alguna cosa que declarar. Ninguna, dice. Y el joven que le acompañaba añade: "Er hat gelehrt". Ha podido hablar, comunicarse, enseñar, existir en las palabras. "Y así quedó todo claro".

*          *          *

            Estuve a punto de entrevistar a Emilio Lledó en diciembre de 1993, cuando en Santa Cruz de La Palma se celebraron unas jornadas sobre humanidades, a las que asistió José Luis López Aranguren. Lledó, que estaba invitado como conferenciante, se cayó del cartel a última hora, debido a una convalecencia. Tiempo después, la lectura de sus libros, de los que había hecho acopio para este primer encuentro con él, me resultaron de impagable ayuda en uno de esos periodos de zozobra en los que uno anda tan perdido como falto de cariño hacia sí mismo: en aquellos días, títulos como El surco del tiempo, Lenguaje e historia y, sobre todo, El epicureísmo, me sirvieron de brújula, de bálsamo y de firme apoyo en medio de la tempestad.

            Recuperadas las fuerzas y la ilusión, durante mi última singladura dentro del periodismo profesional, en la entrañable locura que era La Gaceta de Canarias, en la etapa final de Andrés Chaves como director de aquel desbarajuste, tuve por fin la oportunidad de encontrarme con el profesor Lledó. Ocurrió la mañana del 9 de marzo de 2001, en la terraza de la cafetería del hotel Mencey. Y no acudí solo. En la entrevista participó mi gran amigo (estupendo periodista y mejor persona) David Sanz Delgado, con quien tuve la fortuna de coincidir en la ya legendaria redacción de un periódico que, por desgracia, ya no existe. Al día siguiente, sábado, David renunció a su única tarde libre en toda la semana, para escribir los dos, a cuatro manos, un texto que leído ahora, catorce años después, me llena de una incómoda mezcla de orgullo y nostalgia, que es ese nudo que se te pone en la garganta al constatar que la vida se va demasiado deprisa.

*          *          *

            Desde que puso el pie en la Isla no ha dejado de hablar. Con la prensa, con sus antiguos alumnos, con sus amigos. Para este catedrático de setenta y cuatro años las palabras son algo más que signos con los que comunicarse. Son el mejor vehículo para contagiar "el interés, el amor y la pasión" que siente por los otros.

            Emilio Lledó no es un intelectual al uso. Ha hecho de la enseñanza un medio y, sobre todo, un modo de vida.

            "Soy un profesor de Filosofía. Pese a que me matriculé en Derecho, me decanté por esta carrera porque era la que me gustaba. Gracias a ella me he ganado la vida decentemente, sin llegar a ser un hombre rico. Aunque nunca quise serlo. A pesar de los sinsabores y del sufrimiento, he sido una persona feliz. Lo cierto es que, si naciese mil veces, escogería siempre el mismo camino".

            Al escucharle te hace partícipe de las ideas que transmite con su voz próxima, comedida, que lo mismo te invita, con insistencia, a desayunar que plantea cuestiones que afectan al destino de la Humanidad: la amistad como reto moral, el cuidado del lenguaje como una manera de amor hacia uno mismo y hacia los demás, la necesidad de tener presente la memoria del pasado…

            "A mí siempre me ha interesado mucho el lenguaje y pienso que fundamentar el estudio de la Filosofía en un análisis lo más riguroso posible de las palabras es un inmejorable medio de conocimiento y de reflexión de la realidad. Gracias a esa voz semántica que sale de la boca y queda impregnada sobre el papel, somos capaces de definirlo todo, de describirlo todo, de expresarlo todo. Como dice Nietzsche, el lenguaje es el único puente de unión entre seres eternamente separados. Poder dialogar con ese mismo universo de palabras que habita en la Literatura, en la Historia, en la Filosofía o en la Ciencia de todos los tiempos es algo que deberíamos agradecer como especie. No somos conscientes de lo que significa la suprema riqueza que supone dialogar con la escritura".

            Emilio Lledó ha ejercido la docencia durante más de cuarenta años. Catedrático de Historia de la Filosofía desde 1965, la Universidad de La Laguna fue el primer centro universitario en el que impartió clases ("Aquí yo me sentía querido por mis alumnos. Era un colega más"), dejando su peculiar impronta en numerosos discípulos, a los que legó, además del entusiasmo por el conocimiento, la necesidad de compartirlo.

            Ferviente partidario de la enseñanza pública ("Siempre he defendido la idea de que en una sociedad democrática la Administración ha de garantizar que no haya discriminación económica a la hora de acceder a los estudios"), el profesor Lledó apenas encuentra diferencias entre los alumnos de hoy y los que conoció en sus inicios.

            "El grado de interés por aprender es el mismo. Lo que ocurre es que la enseñanza no se puede reducir simplemente a la transmisión de unos conocimientos, también hay que comunicar el interés, el amor y la pasión por ellos. La docencia no sólo tiene que ofrecer al estudiante la posibilidad de entregarse a una actividad con la que ganarse la vida, sino que también ha de intentar que el alumno se entusiasme por el conocimiento. Ese lema de "Acaba estos estudios y te colocarás", que utilizan como reclamo muchas universidades privadas, es el indicio de un proceso de cretinización total".

            Ante el evidente desencanto que se aprecia en todos los sectores involucrados en el tejido educativo, Emilio Lledó reivindica la lucha contra dicha inercia.

            "Creo que habría que fomentar una utopía, que no es nada irreal, y que consiste en que los profesores han de despertar la pasión por el saber, si bien en la actualidad los verdaderos educadores son los medios de comunicación, ya que los valores se transmiten a través de ellos. Sin embargo, algunos de estos medios son esclavos del lucro. De un sistema de producción del que pueden surgir cosas positivas pero del que también nacen monstruos".

            Según Lledó, la figura del maestro se ha deteriorado mucho en nuestro país. "El magisterio consiste en comunicar un saber vivo, personal. Nacemos en el lenguaje y somos memoria. Como cada uno de nosotros tiene su propio y único lenguaje con el que vemos el mundo, la enseñanza debería partir de la relación personal que se establece entre el docente y el alumno".

            Si hay un terreno donde Emilio Lledó se desenvuelve con total soltura es en la cultura griega. De hecho, su línea de reflexión nace de la lectura de los clásicos (Platón, Aristóteles, Epicuro, Tucídides), a los que se acerca con una minuciosidad de arqueólogo para interpretarlos a la luz de las preocupaciones del mundo actual.

            "La Grecia Antigua era un mundo duro, con sus guerras y crueldades, pero los griegos crearon estructuras mentales insuperables y formas de belleza que aún nos sobrecogen. La Filosofía, la Física, la Matemática, la Poética, la Retórica, la Ética y la Política son la mejor prueba. Precisamente, los griegos se dieron cuenta de que la educación, la Paideia, es el instrumento esencial de la democracia: ésta no es posible si no hay desarrollo de las capacidades de los seres humanos para ilusionarse con ciertas ideas que trasciendan de la pura defensa del cuerpo, de la simple animalidad de tener, de ganarse la vida. Este planteamiento es el que está presente en el final del Fedón platónico: Pido a los Dioses que la riqueza que me lleve sea la que esté dentro de mí".

            La democracia, fórmula de regular la convivencia que nos legaron los griegos hace más de dos mil años, atraviesa una preocupante crisis de identidad, a raíz del descrédito de los partidos.

            "Hay que saber elegir a nuestros representantes, porque cuando se vota en realidad uno se está eligiendo a sí mismo. ¿Estamos educados para escoger? La mejor garantía de elección radica en un sistema educativo que forme ciudadanos y no perros automáticos. Una educación hecha a base de consignas y de lavados de cerebro es una educación siniestra. Es una falsa democracia de ciudadanos castrados mentalmente".

            Los índices de abstención aumentan sin cesar, pero Emilio Lledó no pierde su fe en el modelo de democracia participativa.

            "Hay que darles un voto de confianza a los políticos, aunque sepas que detrás está la decepción. La abstención es negar la condición del hombre como indigente, que necesita a la sociedad. El principio de solidaridad continúa siendo más fuerte que el de lobez", sentencia Lledó haciendo un guiño al célebre aforismo hobbesiano.

            Frente a la tan manida creencia de que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre, el profesor sevillano sugiere una propuesta más optimista para la vida en común.

            "Ser feliz no es tener, sino ser. Fue Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, quien crea la palabra Filautia, el amor a uno mismo, que no es egoísta. Porque para amarte a ti mismo has de luchar para que surja en tu interior una imagen de ti amable, deseable, querible. El principio de nuestras relaciones con los otros tiene su base en las relaciones con nosotros mismos".

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