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El callejón
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Soberano golpe

Atribuyen a Otto von Bismarck, verdadero artífice de Alemania tal y como la conocemos (aunque hoy resultaría bastante irreconocible para el ilustre canciller), una de esas frases que de tan sobajadas y repetidas ha perdido gran parte de su gracia original (si es que a un venerable príncipe prusiano con casco, mostacho y un careto que parecía trazado por Rembrandt se le podía detectar el menor atisbo de sentido del humor): “La nación más fuerte del mundo es sin duda España. Siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que sus políticos dejen de intentarlo volverá a ser la vanguardia del mundo”.

Sea apócrifa o no, la cita de marras es uno de esos tópicos que vienen como anillo al dedo en cualquier conversación o charla con ínfulas y su sola mención despierta el natural recelo de la amplia cabaña ganadera que el actual establishment monclovita no solo apacienta sino que estabula con una alegría y satisfacción indescriptibles para las propias reses.

En su afán enfermizo (más bien desdichado) por controlarlo todo, el incalificable individuo que ocupa la presidencia de gobierno (nunca Ícaro de tan bajos vuelos llegó tan alto para alcanzar el cielo de la nada) pretendió desde su mezquina y tramposa llegada al poder extender las hediondas alas de su mediocre ambición sobre todas las instituciones y órganos que, en cualquier estado de derecho digno de tal nombre (no en el engendro totalitario que este sujeto parece albergar en esa mente compleja y acomplejada, llena de sombras y de deseos inconfesables), son la salvaguarda de los intereses generales y de las legítimas aspiraciones de los ciudadanos en quienes reside la soberanía nacional.

Muy pronto este impresentable dio muestras de una absoluta falta de convicciones democráticas y, de la mano de su siniestro predecesor (de cuyo nombre prefiero no acordarme), ha tratado de erigirse en una especie de primer ministro (sin atribuciones legales para serlo) de una especie de autocracia torrijana que el patriarca de toda esta patulea (el ahora dominicano Felipe González Márquez) quiso en su día para sí mismo y para el país que manejó, empobreció y dividió a su antojo. Y en ese afán, entre insensato y despreciable, por acaparar y, de paso, arruinar, descuartizar y, finalmente, destruir la nación española, el intrépido estadista de Hacendado siempre tuvo como objeto último vaciar de toda autoridad y, por tanto, legitimidad, a la jefatura del estado, a la que ha sometido a las más variadas y groseras humillaciones en los últimos (y calamitosos, cuando no horribles) seis años.

Atado de pies y manos por un progenitor tan poco edificante como desleal, Felipe VI llevaba siendo todo este lapso de tiempo (el peor de nuestra historia contemporánea) el soberano felpudo sobre el que han restregado las suelas de sus zapatos tanto el sátrapa de Tetuán como sus socios (a cual más sucio), que son una selecta colección de todas las ideologías criminales, aberrantes y zarrapastrosas sacadas del estercolero del siglo veinte.

Miniaturizado, ninguneado, ridiculizado e incluso insultado por toda la cuerda de delincuentes y granujas de medio pelo que parasitan los fondos públicos desde la espantada de Mariano Rajoy, el monarca ha sido un cero a la izquierda de la presunta izquierda (en realidad, se trata de un catálogo de consignas hueras y falaces, aptas para el consumo de una clientela bovina e ignorante); un rey silencioso y equidistante; un buey complacido y complaciente, atenazado por el miedo al miedo o por el temor (en las actuales circunstancias, justificadísimo) a que con él se ponga punto final a una dinastía que, en palabras de Juan Antonio Bardem referidas al cine del franquismo, ha sido más bien “políticamente ineficaz; socialmente, falsa; intelectualmente, ínfima; estéticamente, nula”.

Y este jefe del estado, inoperante, petrificado y ausente, como uno de tantos símbolos, restos y monumentos del régimen anterior que han ido deponiendo, exhumando y tumbando ante la indiferencia generalizada, ha estado a punto de inmolarse (del modo más absurdo y ridículo) por no plantar cara a un miserable fuera de toda duda hasta que se produjo la catástrofe de Valencia. Entonces y solo entonces, al constatar que esta camarilla de sinvergüenzas, carentes de los más mínimos escrúpulos, pretendió arrinconarle de nuevo y, ya de paso, mostrar su inutilidad efectiva, mientras permitía que decenas de miles de personas quedasen al albur de los elementos, sin otra protección civil que la nula gestión de su gobierno regional, presidido por un imbécil, Felipe de Borbón supo que tal vez se le presentaba la gran oportunidad que estaba aguardando.

De ahí su empeño en presentarse en Paiporta, cinco días después del desastre, con apenas cinco minutos de margen para que la alcaldesa pudiese reaccionar en ningún sentido y para que apenas allí se encontrasen con unos pocos vecinos con lo ánimos a flor de piel. Fue una calculada maniobra de riesgo controlado (el personal de seguridad del rey no portaba armas y tenía la orden expresa de no intervenir) y Felipe aguantó el tipo en una jugada táctica maestra, ejecutada con las cartas marcadas y con el aparente desprecio hacia el peligro con que Manolete se plantaba frente a toros que -según relato de Hemingway, gran detractor de ‘El Monstruo’- previamente habían sido debilitados, al cargarles el lomo con bolsas de arena o cemento.

De los ya conocidos incidentes, acaecidos en la localidad valenciana la mañana del 3 de noviembre, salió muy reforzado el monarca. Y, por contra, la cobarde huida del presidente del gobierno lo señala con el índice de la ignominia como personaje ruin y reprobable que solo merece el menosprecio y el olvido, previo paso por el banquillo de la sala segunda del Tribunal Supremo (la relación de tropelías perpetradas por este canalla y sus secuaces sería interminable de detallar).

Transcurrido mes y medio de los hechos, los reyes regresaron por tercera vez a las zonas devastadas (en esta ocasión a Catarroja) en una visita que cogió por sorpresa a todo el mundo, incluida la alcaldesa socialista, que ha sido soberanamente ignorada y quizá un poco humillada por la casa real, que la excluyó, con toda seguridad de manera intencionada, de este nuevo baño de multitudes.

Así se quejaba Lorena Silvent: “Han venido a un sitio donde quieren aparentar una cierta normalidad, que no es real, cuando lo que tendrían que haber hecho es el guiño, que es importante, de visitar al despliegue de más de mil efectivos. Mientras la gente está trabajando, ellos están tomándose un refresco cuando lo que tenían que haber hecho es visitar a esos militares que llevan aquí más de 50 días, que están cansados y están haciendo lo que nadie quiere hacer, que están en los garajes, que están sacando coches y enseres, están sacando lodos. Con todo lo que tiene que ver el despliegue militar, tendrían que haber hablado con ellos. Los reyes y sus hijas no han avisado a nadie. No han avisado a la alcaldesa, no han avisado a Policía y a la Delegación del Gobierno les han avisado cuando ya estaban aquí. Han visitado la zona más alta y la que está más operativa, los comercios han empezado a abrir y es donde está el mercado municipal. Pero la otra mitad, que es la zona más poblada y es donde están los edificios altos, pasas por ahí y todo son furgones de la Unidad Militar de Emergencias (UME) y hoy domingo están trabajando mil efectivos del Ejército. Cuando estaba gestionando la llegada de un fontanero para arreglar la rotura de una tubería en el Ayuntamiento me han empezado a enviar mensajes y vídeos de la visita de los reyes y sus hijas. Aunque estaba a menos de cien metros del lugar no me acercado porque me parecía una falta de respeto totalmente porque no se han puesto ni siquiera en contacto conmigo”.

Mucho me temo que el esperadísimo discurso navideño de su majestad Felipe VI esta noche ha perdido a una espectadora. Que no se preocupe la alcaldesa. Yo tampoco pensaba verlo. No lo veo nunca.

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