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El callejón
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La irrealidad y el deseo

Lo que me fascina del fútbol es su capacidad casi hipnótica de superponerse a la realidad, de suplantarla, de reemplazarla. Como un nítido e inequívoco reflejo del mundo físico en el cual se desarrolla, lo que en no pocas ocasiones ha sido censurado por constituir una distracción con efectos disuasorios y narcóticos, el balompié no deja de resultar otro remedo de la vida: con su repertorio ilimitado de ilusiones y desengaños.

La naturalidad con la que esta semana el Club Atlético de Madrid encaró su retorno al escenario en el que hace año y medio vio frustradas sus legítimas aspiraciones al único título que falta en su palmarés (algo que en sí mismo fue una despiadada lección de realidad: la vida es arbitraria, indiferente y cruel, sobre todo, cuando peleas en inferioridad de condiciones) y la sobriedad y eficacia con la que solventó el trance, en el malhadado estadio Da Luz, donde sus jugadores compartieron idéntico vestuario que aquel infausto 24 de mayo, contrasta con el estado de permanente ensueño en el que pretende vivir su eterno (y encarnizado) antagonista, instalado en una suerte de realidad prefabricada y, acaso precisamente por ello, indolora, monocroma e insípida, en la que el éxito se compra caro y el fracaso y la asunción del mismo no existen: basta con repasar la sonrojante hoja de alegaciones que el magnate y máximo dirigente del Real Madrid pretextó para justificar lo injustificable, en el caso de la alineación indebida de uno de sus futbolistas en el partido de ida de la eliminatoria de Copa frente al Cádiz.

El desdén (desprecio más bien) que muestra Florentino Pérez a la hora de despachar a los periodistas (a muchos de los cuales ayuda a mantener en sus puestos de trabajo) parece cimentarse en la convicción, de la que participan la mayoría de los individuos de su calaña y que ocupan alguna esfera de poder (por mínima e irreal que ésta sea), de que la práctica totalidad de la ciudadanía somos pollabobas. El tiempo, la Historia, la vida misma, Manola, la vida, que no tiene vuelta atrás ni pica jamás en ardides de trilero, demuestran que tal planteamiento, que estos días aflora también en los rostros sonrientes y fotoshopeados de candidatos y candidatas que nos miran desde los carteles con rictus de Papá Noel, no sólo está completamente equivocado sino que además arrastra al olvido a tales ilusos, a todos ellos, ya que, tarde o temprano, sucumben en el precipicio, después de creerse sus propias mentiras.

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