A Luis Alemany y Antonio Arozena, in memoriam
Nunca antes había entrado en este bar. Alguien me había hablado de él en algún sitio. Alguien que como yo estaba cansado de ver siempre los mismos rostros, de la mala conciencia que te entra después de un tiempo; cuando crees de repente que alguna de esas caras que miran sin mirar puede ser la tuya. Entonces pagas la cuenta y te vas. Y ya no vuelves.
Buscas otro rincón donde esconderte cada noche, olvidándote del trabajo, de ti, de que el mundo existe y de que, lo quieras o no, estás en él.
El vestido me llamó la atención porque me recordaba un paisaje: flores color naranja sobre fondo blanco. Sin embargo, tú eres un foco apagado. Llevabas la tristeza escrita en los labios, en la yema de los dedos con los que coges el cigarrillo para llevártelo a la boca mientras pasaba un segundo. Eres como nosotros. Ya no esperas nada, pensé. Eres como yo.
Me senté a tu lado. Ni me miraste. A lo mejor hago el pollaboba, me dije. Por eso no recurrí a lo consabido: a un limitado juego de gestos y señales. A veces funciona. Sólo a veces. Dudaba. Preferí el anonimato: uno se desenvuelve bastante bien en esa invisibilidad. Los problemas empiezan justo al decir hola; dices hola y se te caen las incertidumbres encima, por toneladas. Luego ya no sabes cómo quitártelas de encima. Se te pegan a la piel como pulgas.
Por eso pedí una copa de vino. Aquello te extrañó tanto que me preguntaste si entendía de añadas. Soy muy ecléctico, no tengo prejuicios, creo que contesté. O algo así. Sólo sé que te hago gracia porque puedo verte sonreír. Una sonrisa como ésa merece la pena, hasta que Troya arda hasta los cimientos. ¿Ves? Has sido tú quien dijo hola. Tomé nota, para otra vez.
Tenemos cosas en común. No resulta ningún hallazgo. Los bares como éste están repletos de oportunidades perdidas.
Ta caí simpático. Me di cuenta cuando te reías de mis chistes. Son tan malos. No recuerdo a nadie a quien le hicieran gracia. Todo encaja tan bien que empiezo a mosquearme. Estúpidamente. Es curiosa la mentalidad del macho: conoces a una mujer interesante y en cuanto hablas un cuarto de hora con ella enseguida piensas lo peor. Me avergüenzo. No sé si lo notas.
Creo que fui yo quien te propuso una última copa en casa. Te niegas. Al final, me parece que tú decides. Presiento que prefieres llevarme a la tuya.
Es un estudio muy coqueto. Me gusta. Sobre todo la decoración, las plantas, los libros, ya sabes, todas esas cosas que cuesta ordenar para que nadie se dé cuenta. Hay mucha clase en el apartamento: por todas partes; se puede percibir, incluso se puede saborear.
¿Pones un disco? Respiro la música, entra por mis oídos, desciende por mi laringe, baja por mis alvéolos pulmonares mucho antes de que llegue al reactor nuclear de mi sistema límbico, justo bajo la parte derecha de mi cráneo.
¿Bailas? Tu espalda se deja acariciar con dulzura. Te beso. Quería hacerlo desde hacía siglos. Todo es lento, armonioso. Me encanta este ir sin rodeos, sin prolegómenos. Que no sobre ni falte una palabra. Es como esa grabación de In a sentimental mood: Duke Ellington y John Coltrane. Creía que jamás se podría igualar tal perfección, que la belleza pareciese algo recién nacido, como si ese primer llanto de miedo atroz se transformase de pronto en una risa despreocupada, feliz. Eso pensaba hasta hace un momento, hasta este preciso instante en que hago el amor contigo.
Al despedirnos me quedé vacío, roto en alguna parte dentro de mí mismo.
Aunque te di mi número no me llamarás. Me cansaré de dejarte recados en el contestador.
Decidiré buscarte. Ya que en el bar no sabrán de ti, tendré que recorrérmelos todos, como un Orfeo insomne, condenado a errar en la nada.
Cuando por fin di contigo. En la otra parte del mundo. Iba a decirte que te quería, que borraras de tu mente mis miedos ridículos, porque no puedo seguir adelante sin ti, no puedo, ahora lo sé, pero un tipo conversaba contigo. Un tipo como yo. Ni me acerqué. Bebías una copa y sonreías.
Sería incapaz de estropear esa sonrisa.