“Duele quedar afuera después de haberlo dado todo en la cancha y luchar hasta el último minuto. No se nos dio, pero este equipo demostró carácter, entrega y corazón. Gracias a nuestra hinchada por estar siempre, alentar sin parar y hacer que cada partido sea especial. Ahora toca mirar hacia adelante y enfocarnos en lo que viene. Felicitaciones al Real Madrid por la clasificación. Y es cierto, lo reconozco y pido perdón. Le di dos toques al balón: con el pie derecho y con la punta del nabo”
Julián Álvarez
El pasado miércoles me auto-prescribí un severo aislamiento en el rincón más apartado de mi domicilio (puerta cerrada, auriculares inalámbricos al máximo volumen y música relajante), mientras se disputaba el encuentro de vuelta de octavos de final de la Copa de Europa en el Metropolitano. Mentiría si dijese que, de forma esporádica, en periodos cada vez más prolongados, no eché el menor vistazo a la pantalla del ordenador, donde las imágenes del partido encontraban una silla vacía al otro lado. Fue en uno de esos fugaces momentos cuando me topé con el sorteo previo (portería y turno) a la tanda de penaltis. Sorprendido en un lance tan excitante como agónico, opté por esperar al primer lanzamiento, que con eficaz maestría ejecutó Mpaté de foie gras. Con la misma, me volví a la cueva de Asterión, resignado y abatido, a la espera de desenredar el ovillo de los minutos de la impaciencia y de aguardar que, en cualquier instante, hiciese su aparición el Teseo de turno (en este caso, calvo y polaco, para más señas) y cercenase de certero tajo de mi cabeza un puñado de ilusiones (acaso, qué es si no la vida: frenesí, sombra y ficción), para que luego, como en el cuento de Borges (no confundir con Forges), el héroe se presentase ante la chica y pronunciase esas últimas palabras: “¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió”.
Lamentablemente, esta peculiar (y espléndida) versión del mito coincide de pe a pa con la actitud pusilánime, cobarde, servil y lacayuna mostrada por la dirección del Club Atlético de Madrid después de sufrir uno de los atracos más bochornosos y escandalosos que se recuerdan en el fútbol contemporáneo. Con la indignidad de una furcia vejada y ultrajada, que no tiene el menor respeto por sí misma, tanto los dirigentes como el entrenador (que, si bien en primera instancia, y en rueda de prensa, ante un coro de muertos de hambre que venderían a su madre por un plato de lentejas, montó un número, entre ridículo y valleinclanesco, en lo que parecía una parodia sin gracia del episodio evangélico de la lapidación de la mujer adúltera, alzó su voz sin voz a un precipicio sin eco para, horas después, desaconsejar que se presentase la justificadísima impugnación porque ésta iba a caer en saco roto y en oídos sordos) han preferido pasar página y seguir con su hoja de ruta, que es el embaucamiento permanente a una multitud de hinchas, furiosos, indignados, humillados, que son tratados, sistemáticamente, por unos (los que se suponen nuestros) y por otros (todos los demás) como auténticos deficientes mentales.
Es hora de que esta muchedumbre, que es una verdadera legión, entusiasta, estoica, entendida y apasionada como casi ninguna, diga basta y se desvincule de una puñetera vez de los delincuentes que se apropiaron de la entidad y que la han hecho fuente de su increíble riqueza (porque nunca tipos tan mediocres y miserables pudieron amasar tanto a costa de tantos tontos y tontas) y que, por otro lado, abandone la siniestra dependencia deportiva y, sobre todo, emocional de Cholostalin (gracias, Míguel, por el hallazgo), quien, como todos los tiranos, no ha sabido irse a tiempo.
Al igual que la ciudadanía de este desdichado país no puede esperar a que le saque las castañas del fuego absolutamente nadie, salvo ella misma, organizada en torno a juristas, economistas e intelectuales de prestigio y de indiscutible honestidad e independencia, dispuestos a traer una república de hombres y mujeres libres e iguales, soberana y fuera del alcance de las zarpas y garras de vendepatrias, psicópatas, incompetentes, puteros, criminales, demagogos, mercaderes, testaferros y mercenarios sin escrúpulos, la afición del Atlético tendría que asumir que tan solo de ella despende el destino de su equipo y aprehender, para siempre jamás, que la humanidad solo ha progresado cuando ha entendido aquello que decía John Donne: “Ningún hombre es una isla”. Y mucho menos -añado- si quienes son llamados a liderarnos son habitantes entusiastas de la Isla de las Felaciones.
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