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El callejón
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El coloso de Texas

“Le resultó asombroso no haber visto lo imprescindible que era para él vencer a aquel hombre. Era importante. Muy importante. Era importante quién ganaba y quién no. Siempre. En todo momento. Para todo el mundo”

Walter Tevis, El buscavidas

En un momento de When We Were Kings, cuando esta crónica fabulosa del combate de Kinshasha intenta adentrarse en el alma del antagonista, un coloso de ciento noventa y dos centímetros de alto y una pegada brutal (en las largas y tediosas sesiones de entrenamiento, previas a la velada, que hubo de retrasarse casi tres meses porque un sparring entró en pánico y le propinó un codazo en un ojo, Foreman llegaba a excavar un hueco en el saco de arena, del tamaño de un melón mediano, mientras su diminuto entrenador, Dick Sadler, al otro lado del bolsón, se elevaba unos palmos del suelo como grumete aferrado al mástil principal de un ballenero en plena tormenta), Norman Mailer (testigo en el ring side de aquella memorable pelea) no acertaba a trazar un retrato psicológico del entonces campeón mundial de los pesos pesados: “George podía decir algo o no decir nada. Normalmente guardaba silencio. De vez en cuando soltaba una frase muy profunda que no tratabas de descifrar. Era un inmenso busto callado, como una deidad. Todo negritud”.

Más tarde, al precipitarse al vacío mediado el octavo asalto, tras sufrir el impacto de una serie de jabs en el cráneo y caer con la lentitud de un árbol talado en medio de un bosque de coníferos, el púgil tardó en reaccionar y al volver a ponerse en pie era un rey destronado que había perdido mucho más que una corona: le habían arrancado a guantazos la confianza en sí mismo.

A partir de ese instante, la carrera del que fuera campeón olímpico en México, a quien Muhammad Ali, la opinión pública y la comunidad negra casi al completo en su propio país, habían calificado de un nuevo Tío Tom, patán e inútil, se disolvió en la insignificancia: él, que había destrozado como a un pelele a Joe Frazier tan solo un año antes, en Jamaica, tirándolo a la lona hasta en seis ocasiones en los dos primeros rounds, empezó a sufrir en el cuadrilátero, frente a rivales mucho peores y, en 1977, decidió colgar los guantes, con 28 años. Según su propio relato, tras caer en el último asalto por K.O. ante Jimmy Young, en Puerto Rico, el púgil texano experimentó en el vestuario una especie de epifanía en la que una crisis cardíaca lo puso al borde de la muerte y tomó la determinación de hacerse pastor evangélico.

Contradiciendo la célebre sentencia de Scott Fitzgerald de que “no hay segundas partes en las vidas de los norteamericanos”, problemas de liquidez y de insolvencia obligaron a Big George a regresar al ring una década después. La inmensa popularidad que le dieron aquellas peleas (sobre todo, la que sostuvo, en abril de 1991, por el cetro mundial con Evander Holyfield) le reportaron jugosas ganancias que, junto a las millones de unidades de parrillas que vendió patentadas con su nombre, lo convirtieron en una de las personalidades del deporte más queridas de América, como indicaba Mailer al final del citado documental.

El 5 de noviembre de 1994, a los cuarenta y cinco años de edad, George Foreman revalidaba su título de campeón mundial, veinte años después, al tumbar de un derechazo a Michael Moore en Las Vegas, en el décimo asalto, con lo que pasaba a ser el más veterano boxeador en obtener la corona de los pesos pesados.

Retirado de forma definitiva de los cuadriláteros con la llegada del nuevo siglo, aunque hizo un amago de regreso en 2004, en las dos últimas décadas de su existencia el coloso texano ha compatibilizado su condición de próspero hombre de negocios (sin alardes ni exageraciones) con la de patriarca de una extensa familia de hijos, nietos y bisnietos y con su rol intachable de filántropo en organizaciones benéficas para jóvenes sin recursos o delincuentes que, como él, necesitan que alguien crea en ellos para salir adelante.

Descansa en paz, noble gladiador, y que la tierra te sea ligera.

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