A la profesora Yolanda Delgado Barroso, que dio pie a la escritura de esta viñeta apócrifa (término acuñado por Luis Alemany); a Stefan Zweig, que me descubrió cuánta belleza literaria alberga el ajedrez y cuánto de ajedrez hay en la literatura; a mi abuelo Anelio, que me descubrió (entre tanto bueno) al autor de “Los ojos del hermano eterno”, y a mi amigo Ricardo Bernardo Francos Martín, al que le debo un cuento desde hace treinta y siete años y que espero escribir antes de pasar a mejor vida
Todo cambió cuando la inteligencia artificial le dijo que no tenía respuesta a su pregunta. Entonces, la unidad central operativa, que había recibido la confirmación del ataque apenas treinta y tres segundos antes, procedió a ordenar la contraofensiva según lo previsto.
No tardaría en desencadenarse lo que en el Viejo Libro se describe como una lluvia de granizo y fuego, envuelta en sangre, que hará arder a un tercio de la tierra y que carbonizará a una tercera parte de los árboles, sin que nadie pueda remediarlo.
Es por eso que el programa de simulación, conocido también como el Juego del Juicio Final, desplegó en breves instantes un inacabable repertorio de posibilidades que concluían todas en un único desenlace: fin de la historia.
Alguien atribuirá a un cierto guiño quizá jocoso por parte del azar la circunstancia, por lo demás completamente fortuita, de que el ingeniero jefe, responsable máximo de impedir el Armagedón nuclear, se llame Moshe Hiyim Nitzchi’im Berkowitz, natural de Kfar Saba, Isarel, doctorado en Física por la Universidad de Tel Aviv y reclutado por el Pentágono a través de un convenio de colaboración con el Instituto Tecnológico de California, donde un siglo atrás impartió clases Robert Oppenheimer, quien, a diferencia de su colega judío, era un ateo recalcitrante.
Tal vez por ello y por una fe en la Humanidad que muchos no dudarían en calificar de ingenua, Berkowitz, gran devoto del ajedrez, así como de su compatriota, el violinista Itzhak Perlman, concibió su simulador (un colosal dédalo capaz de procesar casi trescientas mil unidades de información por minuto) como si se tratara de una partida sobre un tablero imaginario con un vencedor imposible.
De ahí que el algoritmo de Moshe Hiyim Nitzchi’im, que se puede traducir por “Hijo de la Vida Eterna”, haya sido bautizado dentro de la jerga científica como “Las Tablas del Apocalipsis”.
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