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El callejón
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Obispo de Roma

“Somos un arca, pensó, hostigada por el diluvio cada vez más feroz de la discordia”

Robert Harris, Cónclave

Mientras del interior de la chimenea más célebre del planeta (si exceptuamos la mencionada por el hoy cuasi centenario Dick Van Dyke en la canción de Mary Poppins, original de los hermanos Richard y Robert Sherman, y versionada por John Coltrane, lo que demuestra el enorme atractivo melódico de la pieza) salía la humareda blanca, señal inequívoca de la designación del nuevo obispo de Roma, cuatro décadas después (por motivos estrictamente docentes) volvía a acompañar a Santiago Nasar por el laberinto de callejuelas, cantinas y prostíbulos de Barranquilla que este recorre al final de Crónica de una muerte anunciada como un fantasma demente a la búsqueda de su destino aciago antes de que los gemelos Vicario lo destripen con utensilios herrumbrientos de matarife.

Aunque se tratase de regresar a la conocida geografía imaginaria de un relato urdido con precisión de relojero por uno de los embaucadores más portentosos de la lengua castellana, la inmersión en esta (re)lectura absorbente e hipnótica, como toda ficción que se precie de ser la única verdad sobre tantas mentiras, se vio proyectada o más bien desdoblada en la realidad externa (la del sujeto lector, en mi caso) por el hecho de que tanto en la novela que terminaba por segunda vez como en el presente físico circundante un suceso venía a alterar el devenir cotidiano de los personajes (enclavados para siempre en la eternidad de poco más de un centenar de páginas) y de los millones de seres humanos que nos sentamos ante el televisor: en ambos escenarios, en ambos mundos, el foco principal de atención tenía como protagonista a un prelado: de visita en barco de vapor a un muelle del río Magdalena, en primer término, y el duocentésimo sexagésimo sexto sucesor de Pedro, en el segundo.

A diferencia de su predecesor, Robert Francis Prevost Martínez optó por presentarse ante su feligresía (la que llenaba el recinto al pie del balcón y la que lo observaba a través de la lente microscópica vía satélite) con todo el boato que se le impone al Sumo Pontífice desde un tiempo que se pierde en el tiempo. Con el rictus serio pero sonriente, bajo un evidente nerviosismo y sometido a una palpable tensión emocional, reflejada en el temblor de labios y manos, León XIV pronunció sus primeras palabras parapetado tras una timidez casi solemne y una humildad que, a fuerza de mucho autocontrol, parecía incluso sincera.

A estas alturas, quienes militamos en una fe con más dudas que certezas y profesamos una suerte de “agnosticismo esperanzado” (término que le tomo prestado a Luis Alemany, en paz descanse) nos conformamos con que este hombre trate de ser lo más coherente que pueda con esa primera impresión de sí mismo, con esa máscara que subyace en el significante de la palabra persona y que, con mayor frecuencia de la debida, acaba ocultando el único significado de quien la adopta como su auténtica identidad para ignorar o tal vez olvidar quién era o quién fue y ya no es ni será.

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