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El callejón
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Un cine cautivo

A Chari, con amor, ya que solo el amor perdona la monserga que le di antes, durante y después de la proyección de la película

Me resulta imposible aproximarme con ojos inocentes (a la sala de cine siempre se va con ingenuidad y limpia la mirada o más vale quedarse en casa o perderse por ahí de excursión, por los senderos isleños o por ese sur del sur donde el bueno de Tomás de Armas imaginó que también cabalgó don Quijote a lomos de su rocín y en compañía de su único y verdadero amigo) al último largometraje del muy hábil y oportunista (que no cervantista, ni cervantino, a pesar de que este cineasta de origen chileno tenga mucho tino y buen gusto para el encuadre) Alejandro Amenábar, el mismo Amenábar al que el muy senil (es un decir: Luis María Anson o Ansón lleva publicando en periódicos tanto tiempo que pudo perfectamente haber sido coetáneo del Manco de Lepanto y compañero de cautiverio en los presidios de Argel) ex director de ABC y fundador de La Razón (cuyo lema instituyó y sigue siendo el mismo en los actuales tiempos marhuendos: “La razón de la sin razón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece; que con razón me quejo de la vuestra fermosura”) ha comparado en artículo reciente con Charles Chaplin (los hay que por edad e indiferencia ya ni siquiera ocultan su absoluta falta de decoro), sin que en mi condición de espectador pese la admiración y gratitud infinitas que me merecen el protagonista de esta aventura apócrifa, su atribulada y desgraciada existencia y su imaginación portentosa que, por suerte o desdicha, sobrevivirá por los siglos de los siglos a académicos, hagiógrafos, charlatanes, imitadores y mediocres poetas (como es el caso de esta última ficción cinematográfica, con sus luces y sombras, aciertos -los más- y torpes estrambotes -por fortuna, los menos-) gracias a sus inolvidables criaturas: las concebidas de su puño y letra y las otras, la humanidad que, a través de la lectura atenta y devota de sus obras, nos vemos reflejados en ellas como solo pueden lograrlo la vida misma o la divina providencia mediante las sagradas escrituras. No obstante, uno llega a pensar y a dudar (acciones ambas sinónimas cuando no ambivalentes) si tal vez el propio Miguel de Cervantes no haya sido otra fabulación inserta en el libro de arena de nuestras efímeras vidas por un Dios compasivo que pretende aleccionarnos con su torturado y doliente ejemplo y darnos con todo ello una lección de dignidad, tolerancia y esperanza, a la vez que transitamos por este desierto valle de lágrimas y unas pocas sonrisas.

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