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El callejón
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"Brubaker, tenía razón"

En los actuales tiempos, en los peores tiempos, en la plenitud de la necedad y la locura (hija bastarda de la anterior), cuando se alcanzan cotas nunca vividas (al menos recientemente) de superchería, ignominia e incredulidad y las mentiras ocultan una verdad turbia y el tórrido verano de la incompetencia y la insensatez pasa el testigo al otoño del desengaño cuando no de la desesperación, el fallecimiento del casi nonagenario Robert Redford (atractivo icono de un pasado siempre mucho más apetecible, intenso y prometedor) nos deja el regusto amargo de una ausencia que casi nos duele como propia, ya que quienes vinimos a este inmundo lugar entre la década de los sesenta y los setenta y alimentamos nuestra afición por las películas (las buenas, las malas y las infames) en las salas de cine (y luego la prolongábamos en nuestras casas delante de las primeras televisiones en color en un país que solo conocía una cadena: hoy hay multitud y la mayoría de ellas conectan con el retrete) sentimos la muerte de Sundance Kid como la de cualquier otro compinche de fechorías, camarada de la infancia, compañero de armas en el recreo (donde no solo jugábamos al fútbol, comentábamos el largometraje de dos rombos que, de forma clandestina, habíamos visto esa misma noche, como El valle del fugitivo, por ejemplo) o colega dichoso de Paul Newman, el ídolo indiscutido e indiscutible para todos los que no perdíamos la ocasión de enzarzarnos en interminables discusiones bizantinas sobre la pelota y sus alrededores.

Para una generación de espectadores, Redford será siempre el tipo chachi, el bribón más waspo (y perdonen el chiste) del condado, el yerno ideal (si exceptuamos al ex de Sabiniano Gómez, que los supera a todos y todes), el reportero más audaz para el público más inteligente, el galán imperecedero, pero también el activista políticamente correcto y el cineasta eficaz y voluntarioso que supo crear de la nada (y las montañas de Utah son lo más parecido a la nada) no solo un refugio familiar (que le fue revelado por su primera esposa y madre de sus cuatro hijos, Lola van Wagenen, convertida a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que le ayudó a superar su precoz alcoholismo) sino también la sede corporativa del más importante festival de cine independiente pese a que hoy, como no podía ser de otra manera, tanto el certamen como su especialidad hayan sido fagocitados por las grandes productoras y/o plataformas audiovisuales.

Todo pasa y todo queda. Y, en el caso de Charles Robert Redford Jr, casi todo es bueno, muy bueno. ¿Quién da más por menos?

Es el momento de imitar al gran Yaphet Kotto y decir las tres palabras más emocionantes que nunca he escuchado al final de una ficción cinematográfica: “Brubaker, tenía razón”. Lo siguiente es aplaudir.

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