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El callejón
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Setenta y cinco años después...

El Club Atlético de Madrid desarboló por completo a su ilustre vecino sin necesidad, en esta ocasión, de recurrir a una ofensiva de lujo (entonces, y, como ahora, en un escenario de idéntico nombre que no de ubicación, el equipo contaba con la llamada delantera de cristal:  Juncosa, Ben Barek, Pérez Paya, Carlsson y Escudero); le ha bastado derrochar las dos ‘ces’ que proclama el último verso de su himno: “coraje y corazón”.

Hasta el pasado miércoles, que es cuando el Atleti empezó a ganar el partido de ayer, el arranque del presente ejercicio había presentado a una plantilla de futbolistas que, a pesar de las siete incorporaciones o tal vez precisamente por ellas, mostraba un rendimiento desigual, titubeante, con una obvia incapacidad para aprovechar las ocasiones generadas y con una casi escandalosa fragilidad defensiva; tal y como de nuevo se puso de manifiesto en las dos únicas llegadas del máximo rival capitalino, que aprovechó sendos errores -técnicos, tácticos y físicos- para voltear un marcador que mediada la primera mitad anunciaba una plácida tarde para los merengues y una semana de escarnio para los colchoneros que deben convivir en toda clase de ámbitos (doméstico, escolar, laboral) con una verdadera multitud ingente de desaprensivos (por no usar términos más gruesos que sin duda merece esta turba de panathinaikistas desorejados).

Sin embargo, el cuadro local, espoleado por una muchedumbre de fieles que se toman esto del balompié como si se tratase de una misión evangélica en tierra de sarracenos, no dejó de intentarlo, o sea, de percutir por las bandas, por el centro y por lo que Luis llamaba los pasillos de seguridad, para tratar de llegar con peligro a la portería mejor defendida del campeonato.

Y ayer, al igual que el pasado miércoles frente a un buen Rayo Vallecano, el Atlético fue capaz de darle la vuelta a la tortilla con una mezcla de vértigo, calidad y amor propio que terminó por desnudar las carencias de su oponente (que parecía llegar al Metropolitano con la aureola de una legión invencible) y de su advenedizo entrenador al que las hordas mediáticas del nacionalmadridismo habían presentado como el nuevo Mesías de los banquillos y a quien un modesto servidor (que ni desea ocultar ni disimula sus filias y fobias) bautizó hace meses como ‘El Panoli’, en cuanto pisó el campo de entrenamiento de Valdebrevas (perdón, Valdebebas, aunque más exacto sería llamar a la citada ciudad deportiva como ValdeTebas).

De todos modos, lo que resulta a todas luces paradójico es que la peor versión de la escuadra liderada por Cholostalin (gran hallazgo literario de mi hermano Míguel) haya derrotado a su odiosa némesis con tanta claridad como contundensia (como le gusta decir al propio Simeone) con una formación surrealista, que arranca con el guardameta mejor pagado del mundo (récord absoluto de trofeos Zamora) y que ya no para ni los taxis; con un lateral izquierdo que vino como aguerrido y experimentado central; con un central zurdo del que se desprendió el Barcelona envuelto en papel de regalo y un lazo rojo; con un lateral derecho que es, sin lugar a dudas, el interior más imponente y rápido en la historia del fútbol español (en este caso de casta le viene al galgo: está emparentado con Paco Gento); con un centrocampista al borde de la jubilación (lo de Koke fue una clase magistral, como esos combates últimos de los grandes pesos medios: un recital de colocación, lentitud y precisión); con un extremo argentino reconvertido (desecho de tienta de la Juve y que es un derroche de profesionalidad, talento y compromiso); con el hijo del padre, torpe y atropellado con la pelota en los pies, pero un vendaval en los espacios abiertos y que es todo energía y temperamento y un ariete noruego, frío como un témpano, colosal como un fiordo y con la agilidad de un armario de IKEA de cuatro puertas. Con estas bazas goleó el Atlético al puto Panathinaikos. Bueno, con este selecto ramillete y la gran aportación de dos internacionales (LeNormand y Pavo Barrios) y, sobre todo, de su gran estrella, ese diminuto aunque prodigioso delantero que responde al apodo de ‘La Araña’, Julián Álvarez, que es único en su especie y en quien muchos sufridores rojiblancos queremos ver retazos, como en un retrato de simetría imposible, de antiguos ídolos: algo de Juninho por aquí, otro poco de Manolo por allá, los más veteranos recordarán a Collar y los no tan viejos a Leivinha (“al rico gol para el niño y la niña”) e incluso hay en él unos destellos de Juan Sabas, del bueno de Alfredo Santaelena y. cómo no, de Milinko Pantic.

Sí, ya sabemos que son tres puntos, que si la Champions, que solo nos da para ser terceros, que si bla, bla, bla, bla… Paparruchas, que diría Ebenezer Scrooge. Uno se hace del Atlético (más bien nace) para vivir tardes como la de ayer. Porque en el fútbol, como en la vida, las alegrías no son constantes, sino contadas, y cuando se disfruta de un júbilo inesperado y espectacular como el de este sábado la felicidad tiene un efecto duradero y maravilloso.

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