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El callejón
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Cuando la realidad envejece peor que el cine

En la sobremesa del pasado viernes, mientras mi pesada anatomía reposaba entre el sopor de un almuerzo copioso y el cansancio de quien sobrevive semana tras semana al bochorno de este verano interminable, el desocupado rastreo por los canales de televisión (actividad a la que solo me entrego durante el finde, como dicen mis alumnos y alumnas) me llevó a dormitar con obscena profusión de ronquidos en el desenlace de ¿Qué fue de Baby Jane? (macabro guiñol, orquestado con cierta saña por el muy denostado aunque más que meritorio Robert Aldrich, con la escalofriante complicidad de dos antiguas estrellas del firmamento cinematográfico devenidas en hermanas siniestras a cual peor, en un extraordinario duelo interpretativo) hasta el comienzo del siguiente pase: El tercer hombre, cuyo relato seminal leí con un entusiasmo casi pletórico siendo un niño, en lo que -sin saberlo- fue el principio de un idilio con su autor que se ha prolongado el resto de mi existencia, y película que habré visto no menos de una decena de veces, incluso una de ellas en el curso de un ciclo dedicado a Orson Welles por la Filmoteca Canaria, allá por la lejana década de los noventa.

A diferencia de nuestra realidad, que es una especie de permanente delirio guerracivilista azuzado por un cochambroso clan de matones sin escrúpulos y -lo que es peor- sin la menor cultura, la fascinante ficción de la pantalla sigue siendo el retrato perfecto de la Europa en escombros de la mitad del pasado siglo: un mundo al borde de la desaparición, reemplazado por el nuevo viejo orden de siempre, donde los criminales campan a sus anchas (más o menos como hoy) y hacen negocio sin importarles un carajo las consecuencias (en el film lo hacían con medicamentos fraudulentos y hoy con la venta de armas, el narcotráfico o la trata de inmigrantes como si estos fuesen ganado). Por todo ello, no deja de resultar especialmente desolador que la fábula aquí recreada encuentre un encaje perfecto en cualesquiera de las tramas delictivas que en la actualidad ovillan al planeta ofreciendo el repugnante aspecto lovecraftiano de una crisálida procedente del espacio exterior.

El triste relato de esta intriga ambientada poco después del apocalipsis bélico guarda tal paralelismo con la desdichada suerte de nuestro país (putrefacto órgano necrotizado por la ineptitud, la sevicia y la mediocridad de sus dirigentes y por la mezquina indiferencia de la mayor parte de su ciudadanía: idiotizada, alienada y envenenada de sectarismo) que la última vez que lo traje a colación en esta página fue con motivo del encierro (tardío, inútil, ilícito) al que nos vimos condenados por decisión de la detestable ralea que continúa al frente de todo el tinglado.

Fue el 20 de marzo de hace ya cinco años, que con la percepción subjetiva del tiempo parecen ahora cinco siglos. Y titulé aquel texto: “Prohibido olvidar”. Decía así:

“En mi retorno al hogar, dulce hogar, en la tarde de ayer, obligado a romper el confinamiento por circunstancias que no vienen al caso, me convertí en una de las pocas sombras fantasmagóricas que ocupaban el vagón de un tranvía casi vacío. Fuera, en el centro de esta ciudad sitiada, atravesaba con paso lento, pesaroso, calles desiertas y comercios clausurados: un sobrecogedor paisaje urbano desprovisto de humanidad. Mientras, en sus casas, la gente parece aguardar, entre compungida y temerosa, el paso del Ángel Exterminador, ése al que trata de exorcizar cada tarde con aplausos cada vez más unánimes que se dirigen a una deidad agnóstica encarnada por los colegas (y toda la multitud de profesiones adyacentes) del doctor Bernard Rieux, el narrador invisible de La peste.

Esta Santa Cruz, espectral y melancólica, es el reverso amargo y cínico de sí misma: apenas hace un mes entregada a la orgía perpetua de las largas noche del Carnaval y ahora encerrada, a cal y canto, en una pesadilla de final incierto. En medio de un ruina similar, Graham Greene concibió una de sus intrigas más populares.

El productor Alexander Korda disponía del dinero y de los permisos pertinentes para rodar una película en una Viena repleta de fantasmas. Invitado por el director, Carol Reed, el autor de El poder y la gloria recaló en suelo austriaco con el propósito de perfilar, sobre el terreno, el guión de aquel film.

A partir de una anécdota que le había acaecido años antes -el reencuentro casual, en una estación de tren, con un amigo a quien creía muerto- Greene se inventó una trama policial en blanco y negro, enriquecida con el hormiguero de insidias, necesidades, contrabandos y traiciones en que había devenido la destruida metrópoli imperial, troceada entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

De todos los momentos memorables que conserva El tercer hombre, la conversación entre el protagonista y su viejo camarada, en el interior de una de las cabinas de la noria del Prater, sigue ejerciendo sobre mí una influencia oscura y recurrente, particularmente inquietante en una situación como la actual: con un gobierno, primero irresponsable y negligente hasta extremos increíbles, y hoy inoperante, incapaz de encarar con garantías de éxito un reto de proporciones descomunales y frente al que muestra una incapacidad desalentadora, aterradora más bien.

Pero volvamos a la citada escena de la noria, del relato original de Greene -que leí en una edición barata con catorce años-, en la que su antagonista, un criminal sin entrañas que trafica con penicilina adulterada, trata de convencer a su antiguo amigo, un escritor norteamericano de malas novelas del oeste, de que su papel en la trágica comedia de la vida no es el de simple testaferro del dolor ajeno, mientras señala a las personas que, en ese instante, pasean por la plaza, unas decenas de metros más abajo.

“¿Sentirías verdadera compasión si una de esas manchitas dejara de moverse para siempre? Si te dijera que voy a darte veinte mil libras por cada puntito que se quedara inmóvil, ¿me dirías que me guardase mi dinero sin titubear? ¿O te pondrías a calcular cuántos puntitos serías capaz de parar por ti mismo? Y libres de impuestos, amigo, libres de impuestos…”, le pregunta con absoluta naturalidad Harry Lime (Orson Welles) a un cariacontecido Holly Martins (Joseph Cotten); con la misma naturalidad con la que hace cuatro años el actual ministro de Derechos Sociales y vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, alentó a su partido a “politizar el dolor” para que se convirtiese en “propuestas para cambiar la realidad”. Sus palabras, pronunciadas durante la precampaña de las elecciones generales de 2016, tras la defenestración (lamentablemente provisional) de Pedro Sánchez a cargo de la entonces cúpula del PSOE, tuvieron una lógica y repulsiva continuidad en el mediodía de ayer, cuando este individuo infame compareció en rueda de prensa, ignorando de nuevo la cuarentena que debía guardar por prescripción médica, para publicitar, de forma infecta y sectaria, la estrategia que su formación política piensa desarrollar, dentro del ejecutivo del que es partícipe parasitario, en un intento vergonzoso de imponer una agenda política de clara vocación leninista: oposición a la monarquía constitucional, a las grandes empresas, a los propietarios de viviendas en alquiler y a la sanidad privada.

“¿Sentirías verdadera compasión si una de esas manchitas dejara de moverse para siempre? Si te dijera que voy a darte veinte mil libras por cada puntito que se quedara inmóvil, ¿me dirías que me guardase mi dinero sin titubear? ¿O te pondrías a calcular cuántos puntitos serías capaz de parar por ti mismo? Y libres de impuestos, amigo, libres de impuestos…”

De sobra sabemos qué respuesta darían a esa misma pregunta ciertos individuos. Todos los Harry Lime que negocian con la salud y la vida de otros. Los que fabrican armas, los que las compran y las venden; los que extorsionan y eliminan a quienes no piensan igual que ellos; los que arruinan el mundo por un puñado de beneficios; los que alteran los alimentos; los que especulan con la enfermedad y el sufrimiento desde la industria farmacéutica y los que miran a otro lado cuando deberían evitar que estas cosas ocurran. Y los que se encuentran en el origen de esta pandemia; los que tardaron en dar la voz de alarma a la comunidad internacional; los que minusvaloraron su importancia; los que no supieron o no quisieron reaccionar a la hora de afrontarla y los que, de manera vil y miserable, tratan ahora de sacar rédito político de ella”.

Releído a la luz de las tinieblas a través de las que empieza a vislumbrarse, mediante audios, capturas de pantalla e informes periciales, yo mismo me quedo asombrado de cuan cerca estaba entonces de la terrible verdad y, al mismo tiempo, de lo corto que me había quedado en la descripción del rebaño que, atenazado por una amenaza escasamente letal, se contentaba con aplaudir desde sus balcones en una muestra de extrema estupidez y, sobre todo, en la catalogación de la maldita piara de malnacidos y malnacidas, a quienes, en lo peor de la crisis sanitaria, les faltó tiempo para sacar sus puñeteras calculadoras y empezar a contar puntitos con sus hediondas pezuñas de puercos y puercas.

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