A mi madre, que, entre otros muchísimos dones, me ha legado su amor imperecedero por el cine, por las buenas películas y por los grandes intérpretes
Creo recordar que fue en 1980 o en 1981. Lo sé porque sólo a partir de 1982 empezaron las emisiones en Canarias del segundo canal de Televisión Española, con motivo del campeonato mundial de fútbol celebrado en nuestro país; aquel mundial inolvidable de Naranjito, Camerún, el Brasil de Sócrates y Zico y del eterno verano azul de Chanquete, El Piraña, Tito y Paolo Rossi, enésimo "Il bambino d"oro". Hasta ese momento y durante varias décadas nos habíamos tenido que conformar con una única cadena que, a pesar de todas las limitaciones técnicas y cortapisas ideológicas, ofrecía programas de bastante mayor calidad e interés que los que podemos encontrar en medio del fárrago de subproductos inservibles que hoy exhiben las distintas emisoras.
Hace casi treinta años apenas ponían películas por la televisión. A lo largo de la semana la franja nocturna era ocupada por diversas series que los espectadores ahora rememoran con una pizca de melancólica añoranza (Starsky y Hutch, Vacaciones en el mar, Lou Grant, Dallas), mientras que los platos fuertes de la cartelera cinematográfica se concentraban el viernes, con Cine Club (donde se proyectaban filmes para un público más minoritario y donde descubrí las grandes obras maestras de Luis García Berlanga, gracias a la devoción que mi padre le profesa a don José Isbert) y, sobre todo, el sábado, con su doble sesión: de tarde, en la que proliferaban, como es de esperar, los clásicos del género de aventuras (aquí el Tarzán de Johnny Weissmuller sobresalía como rey indiscutible) y los westerns (confieso la profunda impresión que, con siete u ocho años, me causó el visionado de Murieron con las botas puestas) y, por último, la sesión de noche, para la que se reservaba el largometraje más importante de cada semana.
Por lo general, en Sábado Cine se estrenaban películas nunca vistas en la pequeña pantalla o cintas que, debido a su contenido, resultaban más apropiadas para adultos. Fue precisamente en uno de estos pases, muy a principios de los años ochenta, en el que descubrí al actor que más habría de admirar el resto de mi vida y que, a diferencia de otras grandes leyendas del firmamento cinematográfico de mi predilección (Errol Flynn, Spencer Tracy, Cary Grant, Gregory Peck, Marlon Brando, Steve Mcqueen), aún se mantenía en activo y todavía le quedaban por realizar un puñado de caracterizaciones memorables.
Por encima de sus notables aciertos (la excelente fotografía de Conrad Hall, el estupendo guión de Donn Pearce y Frank R. Pierson, la magnífica banda sonora de Lalo Schifrin, el soberbio reparto y la competente dirección de Stuart Rosenberg), casi tres décadas después de que la viera por vez primera, lo que creo que me cautivó (y me sigue atrayendo) de La leyenda del indomable (Cool Hand Luke) es la figura regia, blasfema, egoísta, rebelde y solitaria de su protagonista: un ángel caído, orgulloso e individualista, que encarna como pocos antihéroes en la historia del cine todo el espíritu arisco, disconforme y contestatario que los años sesenta dejaron para la posteridad.
"Era imposible odiarle. Era un tipo encantador que le caía bien a todo el mundo. Incluso cuando interpretaba a un hijo de puta, no podías evitar sentir afecto por el personaje", confiesa Stuart Rosenberg, un cineasta que trabajaría con Paul Newman en más de una ocasión y que lo dirigió en este drama carcelario que le mereció a su principal intérprete una de las nueve candidaturas al Oscar que cosechó en una extensa y formidable carrera, iniciada en 1954 con El cáliz de plata, sucedáneo bíblico de La túnica sagrada, que el propio actor consideraba "la peor película de la década" y por la que pidió disculpas a los espectadores (a través de un anuncio publicado en la prensa y pagado de su bolsillo) el día en que se repuso en la televisión norteamericana.
La leyenda del indomable, con la célebre escena de la apuesta, en la que Newman se come cincuenta huevos duros, fue la primera de las sorprendentes y fantásticas composiciones con las que me conmovió este artista ejemplar cuyo rostro, de una belleza fuera de lo común, era la máscara perfecta y simétrica que, a veces, ocultaba el mérito descomunal de quien alcanza el difícil don de la naturalidad, sólo tras una exhaustiva y laboriosa explotación de un amplio repertorio de recursos.
En sus últimos años, el mito que enamoró a generaciones enteras de mujeres y hombres paseó con elegancia una progresiva e inevitable decrepitud, impartiendo en cada nuevo film una completa lección de arte interpretativo, de cómo gesticular, de cómo mirar, de cómo sonreír y hasta de cómo andar delante de una cámara. El tiempo nos fue arrancando fotograma a fotograma, pedazo a pedazo, a este actor excepcional que ya forma parte de nuestras vivencias como espectadores y como individuos anónimos que también aprendimos a sobrevivir dentro y fuera de las películas, de sus películas.