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El callejón
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Veinticinco años después

Últimos minutos de la final olímpica entre España y EEUU, en Los Ángeles. Los comentarios corren a cargo del inolvidable Héctor Quiroga y de Pedro Barthe. El vídeo se cierra con la entrega de medallas a los miembros de un equipo irrepetible.

Al amigo Toño Paz Medina, palmero en el exilio, que también disfrutaba con aquellos míticos partidos de verano en la cancha de la OJE

Si hacemos caso del refranero popular, nadie dudará en ratificar el demoledor aserto de que el infierno está construido sobre las mejores intenciones. Aunque, en honor a la verdad, no es menos cierto que son muchas las veces en que las más nobles causas y los propósitos más loables sirven de respetables pertrechos desde los cuales se cometen las más indignas tropelías. Viene esto a colación porque la reunión celebrada por el Comité Olímpico Internacional, en Copenhague, para designar la sede de los Juegos de 2016 tiene tanto que ver con el deporte, en el sentido más coubertino de esta palabra, como la Curia Romana con el sermón de la montaña (Mateo, V-VII).

Para escándalo de quienes creen que la actividad deportiva no debe ser otra cosa que "el ejercicio físico o juego que se realiza, con o sin competir, con sujeción a ciertas reglas", tal y como señala el Diccionario de María Moliner, tan recomendable forma de invertir el tiempo de ocio ha derivado (o degenerado) en una colosal maquinaria concebida para y por el beneficio económico, engrasada con el talento, el esfuerzo y el sacrificio de los deportistas profesionales: especie de elite, más o menos privilegiada, por lo general, de bajo nivel académico e intelectual y de escasas o nulas inquietudes políticas, sociales, culturales o artísticas, que vive una corta y efímera notoriedad hasta su reincorporación a la vida cotidiana.

Nunca he sido deportista y conozco muy pocas personas que sean fieles al axioma de "mens sana in corpore sano", del poeta Décimo Junio Juvenal, sin que les paguen por ello. En ese sentido, mis dos hermanos (especialmente, el segundo) han sido infinitamente más deportistas que un servidor, que intentó sin suerte la práctica del fútbol y del baloncesto en unos tiempos en los que todavía se jugaba en la calle.

En aquel entonces, bien entrada la década de los setenta, las únicas instalaciones de uso público con que contaba Santa Cruz de La Palma se encontraban en el antiguo convento de San Francisco, convertida en la Ciudad Juvenil, por obra y gracia del Frente de Juventudes, cuya Organización Juvenil Española (OJE) asumía la gestión del recinto. Todos los sábados, por la mañana, una marabunta de chicos y chicas nos desperdigábamos por la cancha, a las órdenes de Roberto Estrello que, con ayuda de sus jóvenes y entusiastas ayudantes, trataba de adiestrarnos en los fundamentos básicos del básquet, disciplina creada en 1891 por el profesor de Educación Física canadiense, James Naismith, con el fin de que sus estudiantes de la Asociación Cristiana de Jóvenes de Springfield pudiesen ejercitar los músculos bajo techo, durante el crudo invierno con que Dios castiga habitualmente a Massachussets, región al noreste de Estados Unidos.

Roberto Estrello, que tenía la insólita habilidad de botar el balón con una mano mientras que con la otra echaba enérgicas caladas de un puro y nos aleccionaba con la fe del que no conoce el adjetivo "imposible", había sido uno de los más legendarios jugadores que despuntaron en las competiciones estivales que empezaron a disputarse, en la extinta cancha de la OJE, el 31 de julio de 1972. En el fragor de la rivalidad Buitres versus Ajax (algo así como una versión a escala doméstica del Celtics-Lakers) se forjó una magnífica cantera de baloncestistas palmeros (Carlos Bravo, Isidro Castro, Carlos Valcárcel, Alejo Cabrera, Emiliano Navarro, Simón Martín, Alonso Lugo, Guillermo Hernández, Víctor Acosta y Quique Álvarez, entre otros), algunos de los cuales dieron el salto al profesionalismo con notable éxito: Manolo de las Casas y Juan Méndez, en el Club Baloncesto Canarias, y Eduardo Aciego, en Real Club Náutico.

Introducido en España por Eusebio Millán, un sacerdote escolapio que recaló en Barcelona a principios de los años veinte del pasado siglo, el baloncesto vino a nuestro país procedente de Cuba, donde rivalizaba en popularidad con el béisbol. El constante flujo migratorio entre la Perla del Caribe y el archipiélago canario explica la implantación del deporte de la canasta en las Islas y, más concretamente, en La Palma, que fue la primera en la que se disputó un partido con carácter oficial hace más de setenta años, como ya ha quedado demostrado con rigor y precisión por J. J. Rodríguez-Lewis(*).

Así pues, varios han sido los episodios ilustres que ha protagonizado el deporte palmero en esta disciplina olímpica: desde el subcampeonato de España alcanzado por el Canarias en 1947 (equipo fundado en Madrid, sólo cuatro años antes, por jóvenes estudiantes isleños, entre los que figuraban los palmeros Elirerto Galván, Sergio Pérez Escanaverino, Manuel Perera, Ramón Ramos y Mariano Rodríguez); pasando por el título regional obtenido por el Club Baloncesto La Palma en 1976, al alzarse con el campeonato de Tercera División; hasta llegar a la más moderna y brillante trayectoria del Unión Baloncesto La Palma, santo y seña del deporte insular, que en su momento estuvo a punto de lograr el ascenso a la ACB.

Pero este apresurado recuento de las páginas de gloria escritas por baloncestistas palmeros no estaría completo sin la mención al colegiado internacional Pedro Hernández Cabrera, recientemente galardonado con la Medalla de Bronce al Mérito Deportivo, concedida por el Consejo Superior de Deportes del Gobierno de España.

Serio, temperamental, vehemente, este árbitro audaz e irrepetible, se hacía respetar por jugadores y técnicos, ejerciendo sobre ellos un sentido de la autoridad que creó escuela tanto dentro como fuera de su país. Y, si no, repasen en su memoria la final de la Copa de Europa de 1983, disputada en Grenoble, entre Cantú y Milán, y en la que a Pedro Hernández no le tembló el pulso a la hora de expulsar con técnica descalificante al odioso y, sin embargo, fantástico Dino Meneghin.

El único partido que le faltó por pitar al referee palmero fue la final de unos Juegos Olímpicos. En Los Ángeles, en 1984, habría sido designado para ello. Pero, desafortunada y felizmente para él, no fue así. Ese día, a las tres de la mañana (hora canaria), en el Forum de Inglewood (mítico escenario que había asistido a la coronación de Wilt Chamberlain y Jerry West como campeones de la NBA y que entonces albergaba al quinteto más fabuloso que probablemente haya conocido este deporte: Earvin "Magic" Johnson, Kareem Abdul-Jabbar, James Worthy, Byron Scott y Michael Cooper), el baloncesto español tocó techo, bajo la dirección sabia y ambiciosa del inolvidable Antonio Díaz Miguel, gracias a una formidable generación de jugadores extraordinarios que han encontrado el relevo veinticinco años después.

Cuando el otro día asistí, en casa de un amigo, a la apabullante exhibición con la que Paul Gasol y compañía arrollaron a Serbia para superar "cum laude" la única asignatura pendiente que le quedaba a nuestro básquet, no pude evitar echar la vista atrás y acordarme de la OJE; de las indicaciones de Roberto Estrello, a pie de cancha, rodeado de una multitud de chiquillos; de una final Buitres-Ajax, en la que José Luis "Azucarera" firmó una actuación de libro; de los tiros en aquella eterna suspensión de Mirza Delibasic; del amarillo canarión del Maccabi de Tel Aviv, capitaneado por Miki Berkovich y Moti Aroesti; de la elástica y elegante potencia de Fernando Martín; de la canasta de Epi en los segundos finales contra la URSS, en el Europeo de Nantes, en 1983; o de la primera parte del primer España-EEUU, en Los Ángeles, en la que el equipo nacional (como le gustaba llamarlo a Díaz Miguel) apenas erró media docena de lanzamientos de campo.

Todos esos recuerdos, unidos a la alegría de la victoria, acudieron a mí con la agradable suavidad con que te acaricia la brisa del mar, al final de la tarde, mientras paseas por la Avenida un domingo cualquiera. Sientes que, después de todo, tal vez el mundo tenga sentido y que, ante la metafísica y demostrada improbabilidad de que el Atlético gane la Copa de Europa, uno ciertamente ya puede morir tranquilo.


(*) La mayoría de datos y referencias históricas que aquí aparecen han sido extraídos de varios artículos del blog El Bisturí, cuya amena e interesante lectura les recomendamos.

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