cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

El hombre que no se quiso matar

En este fragmento de "Network", el presidente de la corporación dueña de la emisora UBS (interpretado por Ned Beatty) alecciona a su presentador estrella, el desquiciado Howard Beale (Peter Finch), para que cambie el contenido de sus soflamas.

El término anglosajón network se utiliza, en el argot televisivo, para designar a la red de emisoras que están suscritas a una determinada cadena de ámbito regional o nacional o que forman parte de ella. Éste es el caso, por ejemplo, de la archiconocida CNN (siglas de Cable News Network), especializada, desde su nacimiento en 1980, en la emisión y redifusión de noticias las veinticuatro horas del día.

Bajo este singular título, Network, en 1976, se estrenó una estupenda y controvertida película, dirigida por Sydney Lumet y escrita por Paddy Chayefsky: un realizador y un guionista que procedían, directamente, de los espacios dramáticos que, en la década de los cincuenta, habían contribuido a consolidar la llamada "edad de oro" de la televisión norteamericana. Así pues, ambos cineastas eran perfectos conocedores de los entresijos, zonas de penumbra, insidias e intrigas palaciegas de un medio en el que, veintitantos años después, empezaban a apreciarse indicios de una preocupante y peligrosa corrupción.

En España, recién estrenada la democracia, esta brutal y corrosiva sátira de alto voltaje, que con un oscurísimo sentido del humor advertía del riesgo de transformar el quizás más extraordinario modo de comunicación creado por el hombre en un monstruo depravado, capaz de alienar y aniquilar las conciencias (tal y como denunció en su día el Nobel egipcio Naguib Mahfuz), recreaba una realidad muy poco creíble y más bien alucinante que nada tenía en común con el pobre monopolio ejercido durante décadas por el ente público Radio Televisión Española.

Tal vez con el propósito de hacer más comestible el plato envenenado servido desde la gran pantalla por el productor Howard Gottfriend, quien convenció a United Artists y a la Metro Goldwyn Mayer para que cofinanciaran un film demasiado polémico, en nuestro país los distribuidores de Network recurrieron al tradicional método de no respetar el título original y añadieron al anglicismo que casi nadie comprendía el subrótulo de Un mundo implacable, en línea similar a otras curiosas metamorfosis que, en virtud de insólitas traducciones y en aras de una recaudación más prometedora, habían convertido Sunset Boulevard en El crepúsculo de los dioses o Paint your wagon en La leyenda de la ciudad sin nombre.

Sin embargo, a pesar de tan desatinada operación cosmética, Network: un mundo implacable, obtendría en España una taquilla discreta. Ese año, la palma (y los premios más importantes de la Academia) se la llevó la modesta y, en muchos aspectos, magnífica Rocky, una tierna y conmovedora historia de amor y de redención personal, diametralmente opuesta al pesimismo demoledor y terrible que, como la pestilencia de un cadáver, exhala el guión de Chayefsky, con toda justicia considerado por la crítica estadounidense entre los diez mejores libretos que se hayan escrito nunca para el cine.

Dicha farsa, contundente y despiadada, arremete con ingeniosa y penetrante crueldad contra un modelo de producción televisiva tiranizado por los índices de audiencia, reducido a la miserable condición de fábrica de efímeros y desechables sucedáneos de realidad y plagado de ruido, furia y toda clase de obscena pornografía sentimental que busca, con alevosía y premeditación, la satisfacción de los más bajos instintos entre una audiencia ávida de emociones fuertes y de crudo sensacionalismo.

La historia de esta ficción, desgraciadamente cada vez menos inverosímil y más parecida al horrendo escaparate de impostores y grotescos esperpentos que aparecen cada día ante nuestros ojos con sólo apretar el mando a distancia, arranca con el declive del presentador del informativo de la cadena UBS, Howard Beale (soberbiamente interpretado por Peter Finch, quien obtuvo el Oscar a título póstumo), que, tras recibir la noticia de su despido, interrumpe su telediario para anunciar que la semana siguiente se levantará la tapa de los sesos, en vivo y en directo, para regocijo de los espectadores.

El inesperado incidente protagonizado por Beale dispara la audiencia la UBS y, entonces, el respetable editor de informaciones termina convirtiéndose en un histriónico y desquiciado telepredicador cuyo nuevo programa de variedades capta la atención de millones de ciudadanos insatisfechos con su vida mediocre y que, como él, también gritan contra el sistema que "están furiosos y no piensan soportarlo más".

Despojado de toda dignidad y víctima de su propia locura, Howard Beale acaba siendo un personaje caricaturesco, un títere manipulado desde arriba por los propietarios de la compañía y por una productora sin escrúpulos, Diana Christensen (escalofriante composición de Faye Dunaway, por la que logró el Oscar), que le dictan los límites a su discurso incendiario y populista.

Cuando hace diecinueve años la primitiva Antena 3 repuso Network como complemento cinematográfico a una emisión de La clave (emblemático espacio cuya fugaz andadura en la televisión privada fue un inquietante presagio de los nuevos e insoportables tiempos que habrían de llegar), a los pocos días mantuve una discusión en clase con la profesora Olga Álvarez de Armas, que impartía la asignatura de Teoría y Técnica de la Comunicación Audiovisual, en la facultad de Ciencias de la Información de la universidad de La Laguna, y que tildaba la película de "excesiva" y "exagerada". Naturalmente, yo opinaba lo contrario, ya que, con toda su sobrecarga ficticia, barruntaba que el largometraje de Lumet auguraba determinadas tropelías y atrocidades que, finalmente, han sido cometidas y exhibidas en la caja tonta por mero afán alimenticio. Sin ir más lejos, el falso (anunciado y debidamente publicitado) intento de suicidio por parte de Coto Matamoros prueba que algunas de las premoniciones antes apuntadas eran completamente certeras.

De momento, el truculento y patético montaje, orquestado por tan sospechoso e indeseable individuo y perpetrado con la complicidad y el dinero de ciertas productoras de televisión, queda tan sólo en anécdota, en remedo chusco y chabacano de la afable bufonada que Wenceslao Fernández-Flórez concibiera en su novela El hombre que se quiso matar, por cierto, llevada al cine en dos ocasiones por Rafael Gil, con el protagonismo estelar de Antonio Casal y Tony Leblanc, respectivamente.

Mentiras repugnantes y ficciones proféticas aparte, lo cierto es que la degradación del medio televisivo parece no tener fin y, en buena medida, de nosotros depende que el trágico y espantoso desenlace de Network no se reproduzca en la realidad. Todavía estamos a tiempo de evitarlo.

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad