A Francisco Jesús del Pino Pérez, in memoriam
Nunca piensas que estas cosas puedan suceder y, de repente, cuando un mal día ocurren, te cogen inevitablemente desprevenido, con la guardia baja, y la noticia te golpea el alma con un puñetazo seco, directo, que hace que, durante unos segundos largos, interminables, te balancees en el precipicio de una realidad envuelta en bruma, una realidad que confundes con la vigilia, con una pesadilla de la que te gustaría despertar y, sin embargo, no despiertas. Y una angustia atroz te estrangula la garganta y la boca se te seca como un alambre oxidado. Y te sumerges en un vacío que se agarra a las entrañas y el mundo entero se detiene en ese instante. Y eres incapaz de hacer nada, de decir nada. Porque un viejo amigo de la infancia acaba de llegar a tu casa y, en el pasillo, apenas con el tiempo justo para saludarlo, te comunica que un compañero del colegio murió hace dos días, de un infarto fulminante, cuando dormía en su cama, después de haber cubierto su turno de guardia en el trabajo. El niño de cuatro años advirtió a su madre que papá no se había levantado en toda la mañana, te dice. Pero no escuchas. No puede ser verdad. Treinta y ocho años, joder, qué putada, oyes. Pero tu mente se ha quedado detenida en un punto fatídico, en el que tratas de conseguir con rapidez que todo encaje para encontrar algún sentido al hecho increíble y evitar así caer al suelo. Y entonces te aferras a la vida porque no te queda otro remedio. Es como el boxeador que se arrima a las cuerdas y espera a que todo pase. Luego, sigues sintiendo el golpe y el dolor, que es algo bueno, porque significa que aún estás aquí, que respiras, que sufres con los demás, te arrastra, pese a que no quieras, a la remota tarde en que conociste a aquel chico despabilado, locuaz, risueño, que con desparpajo se presentó a sí mismo y quedó contigo para jugar a la guerra, después del primer día de clase en una escuela en la que no hablabas con nadie porque todos eran unos completos desconocidos, empezando por ti. Y en él tuviste al primer compañero, al primer amigo, al que seguirían otros. Y juntos recorrimos los eternos días del colegio hasta que los senderos se separaron y cada uno siguió su propio camino, sin volver la vista atrás, salvo ahora, que te lo acaban de contar y el espejo del tiempo se ha resquebrajado en mil pedazos y el presente se ha transformado en una triste evidencia poblada de recuerdos.
Estamos hechos de memoria y, en buena medida, gracias a ella mantenemos las dosis de cordura precisas para no caer en el pozo de la desesperación. Quizás debido a un instinto natural, que nos lleva a abrazar la creencia rousseauniana de que es la bondad lo que habita el corazón del hombre (y no las tinieblas, como proclama Joseph Conrad), por lo general pensamos que la vuelta al pasado nos permite recapacitar y recapitular sobre nuestros aciertos y errores, de manera que el futuro se nos presente como un abanico de segundas oportunidades y no como un cenagal de convicciones inamovibles. No obstante, determinadas experiencias, por brutales y terroríficas, pueden llegar a despojar de cualquier sentimiento de culpa o arrepentimiento a quien las sufre en carne propia. En tales casos, la mirada atrás no hace sino hurgar en la herida y atizar la llama eterna e inextinguible del odio.
Una desagradable, incómoda y desdichada sensación es la que queda en el cuerpo del espectador, tras contemplar el impresionante fresco sobre la turbulenta, contradictoria e indescifrable naturaleza humana que el realizador John Dower ha logrado plasmar en Thriller en Manila (2008), el conmovedor documental, producido para el Canal 4 de la televisión británica, en el que se recrea el tercer y último combate por el título mundial de los pesos pesados, disputado el 1 de octubre de 1975, en Quezon City, entre Muhammad Ali y Joe Frazier.
A sus sesenta y cinco años, Frazier, nacido en el profundo sur de los Estados Unidos e hijo de una familia numerosa, por lo que desde muy pronto se vio forzado a alquilar su extraordinaria fuerza bruta a cambio de modestos salarios en el desempeño de múltiples oficios, es hoy un anciano prematuro, de rostro inexpresivo y cubierto de cicatrices, que habla con ese susurro apenas perceptible que les queda a los que, como él, se han hecho un sitio a costa de recibir innumerables golpes en la cabeza.
La vida nunca es generosa con los boxeadores. En un mundo feroz y competitivo hasta la depravación, que por un lado aspira a la pacífica convivencia entre sus habitantes y por otro consagra los mayores esfuerzos y el mejor talento en tratar de destruirse a sí mismo, el boxeo es una depredadora práctica profesional que denigra al individuo y devuelve a la sociedad que lo tolera a la sangrienta arena del Circo romano. Estos modernos gladiadores se juegan su integridad física por unas ganancias que jamás pueden compensar los riesgos que corren ya que, una vez retirados, la inmensa mayoría ha de sobrellevar con resignada fatalidad toda clase de secuelas.
Los pocos afortunados que alcanzan la categoría de campeones y estrellas del deporte tampoco se libran de una vejez marcada por el dolor y la enfermedad. Una significativa y desgraciada prueba de ello es el quizás más legendario púgil de todos los tiempos, Muhammad Ali (antes llamado Cassius Marcellus Clay), reducido actualmente a una trágica sombra de sí mismo, debido a los devastadores estragos del Parkinson.
En 1967, Ali fue injustamente desposeído del cinturón de campeón mundial y de su licencia profesional, al declararse objetor de conciencia y negarse a ser movilizado por el Ejército de su país, con motivo de la guerra de Vietnam, alegando que sus convicciones religiosas y morales le impedían acatar dicho llamamiento: "No me iré a dieciséis mil kilómetros de aquí para ayudar a asesinar y matar a otra pobre gente, simplemente para continuar la dominación que los esclavistas blancos mantienen sobre la gente de color de la Tierra", gritó a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharle.
Durante cuatro años, este formidable atleta, miembro destacado de la Nación del Islam, fue condenado a una especie de forzoso exilio interior que hizo de él todo un adalid de la desobediencia civil frente a un sistema arbitrario y todo un símbolo de las corrientes más contestatarias y alborotadoras de la izquierda norteamericana que tenían en los campus universitarios su principal foro. Privado de su medio de vida, al boxeador de Louisville, Kentucky, no le quedó otro remedio que valerse de su insólita y provocadora locuacidad, materializada en sus célebres versos improvisados, que él mismo calificaba de poemas ("Me We"), y recorrer diferentes universidades en las que ofrecía multitudinarias charlas y arengas.
Agobiado por las deudas y abandonado a su suerte por sus hermanos musulmanes, Ali encontró respaldo moral y ayuda económica en Joe Frazier que, entretanto, se había hecho con la vacante corona de los pesos pesados. Frazier, que consiguió el título en 1968 y lo mantendría hasta 1973, cuando fue noqueado seis veces en los dos primeros asaltos por el campeón olímpico en Munich, el colosal e inexpugnable George Foreman, llegó incluso a prestarse a pelear con el sancionado Ali en Canadá, a fin de brindarle a su colega la posibilidad de recuperar el cetro que tan inaceptablemente le había sido arrebatado.
Sin embargo, la jovial relación entre estos dos hombres da un giro de trescientos sesenta y cinco grados a partir del momento en que el Tribunal Supremo de EE.UU. levanta la sanción impuesta al ex campeón mundial.
En un incomprensible e irracional cambio de actitud, Muhammad Ali decide declararle la guerra a quien hasta entonces había sido fiel aliado y había demostrado una notable generosidad con él e inicia una cruel y virulenta campaña de descrédito que termina llevando fuera de los límites de la contienda meramente deportiva. Al igual que hiciera con Foreman, cuando le arrebató a éste el título en Kinshasa, Zaire, en 1974, Ali ridiculizó sin piedad a Frazier, atribuyendo al púgil de Filadelfia el caricaturesco papel de negro servil y gregario, de Tío Tom al servicio de la racista elite blanca norteamericana. Así, en distintos momentos de Thriller en Manila, y antes de la definitiva pelea entre ambos, el primero insiste en calificar al segundo de gorila torpe y analfabeto y la mofa adquiere tintes difícilmente tolerables cuando Ali, empeñado en llevar su tercer combate con Frazier por los circenses derroteros de la lucha libre, sube al ring en los entrenamientos acompañado por un enorme peluche en forma de gorila al que zurra y humilla como si fuese su oponente de carne y hueso.
Tan desquiciada y desquiciante estrategia trajo consigo inevitables y temibles consecuencias. Los catorce asaltos que los dos púgiles mantuvieron en el interior del Araneta Coliseum, en medio de una humedad asfixiante, la mañana del 1 de octubre de 1975, probablemente sean los cuarenta y dos minutos más estremecedores en la historia de un deporte despiadado y salvaje.
Ambos boxeadores, que se sometieron a un castigo inhumano, demoledor, implacable, acabaron extenuados, agotados, flotando sobre la lona como dos fantasmas, como dos autómatas que, muy difícilmente, trataban de realizar movimientos mecánicos, un millón de veces repetidos, mientras sus músculos respondían penosamente a sus impulsos. En los minutos finales de esta película sobrecogedora, el espectador descubre con espanto que Joe Frazier, cuyos párpados aparecen monstruosamente hinchados en los últimos asaltos de la cruenta carnicería, alcanzó la cima del pugilismo con la visión de un solo ojo. La escalofriante circunstancia fue mantenida en secreto a lo largo de su carrera y sólo un pacto de silencio sellado con su entrenador, Eddie Futch, permitió a este hombre tuerto alzarse con la gloria efímera del campeonato mundial.
Sin embargo, antes del inicio del último round en Quezon City, el único ojo sano de Frazier se había cerrado casi por completo y el bravo e insensato púgil llevaba varios minutos lanzando sus puños, llenos de rabia y de furia, contra el vacío. Tras constatar que su pupilo era incapaz de ver, Futch detuvo el combate y el decimoquinto asalto nunca llegó a disputarse. Ali fue proclamado vencedor y segundos después cayó fulminado sobre la lona, víctima de la fatiga y de un castigo del que nunca se recuperaría del todo.
Su rival, a quien su entrenador había salvado la vida, tras asistir a la muerte en el ring de media docena de boxeadores en el curso de una brillante e intachable trayectoria profesional, masticaba la frustración de haberse rendido en contra de su voluntad, moviendo la cabeza de un lado a otro, en señal de negación, como un toro a punto de ser abatido.
Treinta y tres años después de aquello, Joe Frazier sonríe desde el rencor de quien no olvida ni perdona. Al contrario, se enorgullece del daño infligido ("Ya sabes quién lo ha dejado así -dice su contestador en el móvil-. Fui yo") y sólo lamenta que ese día Dios no hubiese atendido su plegaria, pronunciada en el vestuario, momentos antes de salir a pelear: "Oh, Señor, Todopoderoso, ayúdame. Dame toda tu fuerza. Voy a necesitar toda tu fuerza y toda tu energía para matar a ese hombre".