El viajero había arribado unos días antes a la isla, acompañado por su mujer; una criatura de aspecto frágil y mirada huidiza; su suave rostro de porcelana expresaba la misma indescifrable tristeza ajena y remota que él también llevaba escrita en el suyo. Extremadamente delgado y de tez pálida como la luna, la gente del pueblo interpretó la inesperada visita de este individuo como un oscuro y preocupante designio de los dioses. Sin embargo, la desconfianza con que fue recibida la pareja pronto dio paso a una tímida pero sincera hospitalidad. Los nativos no tardaron en comprender que nada habían de temer de aquel hombre venido desde tan lejos, preso de una enfermedad incomprensible para ellos pero que, en poco tiempo, había dado muestras, igual que ella, de una honesta y cálida amabilidad. El prodigio se obró justo a las tres semanas de su llegada. Esa noche, una luna llena inmensa, aparatosa, iluminaba el firmamento con la belleza de un desnudo femenino en todo su esplendor. Reunidos al calor del fuego, el grupo de hombres de la aldea llevaba un rato en silencio, a la espera de que a alguno de los ancianos se le ocurriera algo que contar. De repente, ante la incrédula sorpresa de todos, el extranjero irrumpió en medio del círculo de sombras. Para mayor desconcierto de los asistentes, su escuálida silueta se recortaba contra el cielo dándole toda la apariencia de un espíritu. Pero, que ellos supieran, los espíritus no se sacan el sombrero y se descubren con protocolaria educación. La misma con la que pidió permiso para incorporarse al cónclave. Tras unos instantes de duda, éste le fue concedido por el hombre más viejo del poblado. Luego, el forastero solicitó la ayuda de cualquiera de los lugareños que entendiese su lengua. Un joven pescador, que acostumbraba a emplear sus brazos ciclópeos en la descarga de mercancías en el embarcadero, accedió a ser su intérprete. Entonces, aquel individuo, que como por encanto recuperó de pronto toda la energía y el aliento vital que no parecía poseer durante el día, empezó a hablar. Y ya nunca dejó de hacerlo. Porque, a partir de ese momento y durante los siguientes seis años que permaneció allí, hasta el mismo día de su muerte, Robert Louis Stevenson se convirtió para sus vecinos en tusitala, el narrador de historias. Aún hoy es frecuente encontrar a samoanos que acuden a su tumba, que se halla excavada bajo un árbol, en el monte Varea. La visita se ha hecho costumbre y la costumbre, rito. La escena se repite con asombrosa precisión: la persona llega, se coloca ante la lápida, asiente en señal de respeto y a lo largo de unos minutos, con los ojos cerrados, escucha en silencio. Un silencio tan sólo perturbado por la tibia, apacible y azulada brisa de los mares del Sur.
Con el anterior relato, donde se combinan elementos imaginarios y auténticos en dosis proporcionales, he pretendido ilustrar (con acierto o sin él) hasta qué punto la necesidad de comunicarse con los demás es consustancial a la especie humana y de qué modo ésta va inseparablemente unida al deseo irrefrenable, al impulso irresistible, de escuchar historias, de vivir y de morir las muertes y las vidas de otros, como dice, más o menos, José Hierro en Destino alegre, uno de sus poemas de Tierra sin nosotros.
Por otro lado, el pasaje que aquí protagoniza el autor de La isla del tesoro nos permite constatar que precisamente es en la narración oral donde estriba el origen de toda la literatura, desde las epopeyas épicas a Sherezade, del Romacero a los monólogos de Andreu Buenafuente.
Y, en el centro de todo este universo creativo, cuyos vectores atraviesan centurias y estilos, operando como fuerza centrífuga, principio y fin de todas las verdades y mentiras que se entrecruzan en el arte literario, permanece siempre encendida la llama inextinguible del cuento: género de géneros, paradigma de la imaginación, eterno embeleso del común de los lectores. Reconocía Hemingway que escribir un buen cuento es casi tan difícil como cazar un tigre. Bryce Echenique se muestra más moralista: "Es un texto endemoniado".
Hasta la consolidación de la novela como artículo de consumo, que el Lazarillo, Cervantes y las modernas técnicas de impresión contribuyeron a popularizar, las mejores páginas en prosa de todas las lenguas conocidas habían sido escritas siguiendo la ecuación invisible que sostiene a todo relato que se precie. A saber: planteamiento del conflicto, desarrollo y desenlace. Añeja receta que, como la del buen vino, garantiza la calidad del producto más allá de los márgenes del tiempo. Y, si no, basta con dar un ligero repaso a las historias de Petronio, don Juan Manuel, Bocaccio, Chaucer, Andersen, Hoffman, Maupassant, Poe o Chejov, para comprobarlo.
Sin embargo, a pesar del intenso placer que su goce provoca en el lector, en el siglo pasado el cuento experimentó un notable retroceso frente al avasallador empuje de su hermana menor que, además del interés legítimo de las editoriales, que obtienen mayores beneficios con un volumen de quinientas páginas que con otro de ciento veinte, da la oportunidad al escritor/-a de incluir en ella todo lo que le dé la gana ya que, si hacemos caso de Camilo José Cela, ésta es "todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela".
Así pues, estrictas razones de rentabilidad económica y de plenitud creativa han postergado a la narración corta en los últimos decenios sin que, de momento, haya indicios de que tal situación dé síntomas de cambiar. El público -allá él- prefiere embarcarse en la lectura de interminables tomos de calidad, por lo general, más que dudosa, en lugar de dejarse llevar por el ritmo intenso y la magia casi milagrosa que posee un relato hecho como Dios manda. Porque, aunque pudiera parecer lo contrario, la tiranía de la novela -algo que no deja de ser una manifestación más de la postmodernidad- no ha conseguido impedir la aparición más o menos esporádica de magníficos cuentistas que han venido a sumarse a una tradición milenaria. En el ámbito de las letras hispanoamericanas tenemos el singularísimo ejemplo del desaparecido Augusto Monterroso. Peculiar no sólo porque la práctica totalidad de su obra se circunscribe al género del apólogo y del relato corto sino por la adopción de la brevedad como un principio estético e incluso ético.
Con preclara intuición, el escritor guatemalteco, padre del acaso más célebre y minúsculo cuento de la literatura en lengua castellana ("Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"), se anticipó en veinte años al "boom" de los llamados microrrelatos, que, como todas las modas, no vino a traer nada que no se conociese ya de antemano. Ocurrió hace poco tiempo y la fiebre da la impresión de haber remitido. De pronto, de buenas a primeras, las librerías se llenaron de antologías de cuentos hiperbreves, se impartían talleres, se convocaban certámenes, se elaboraban tesis doctorales… El mundo entero parecía caber en medio folio. Hoy apenas quedan las secuelas de aquella microdemia, si descartamos a Juan José Millás, que con sus articuentos ha dado una enésima vuelta de rosca a los eternos engranajes de la realidad y la ficción.
Afortunadamente, el libro del que hoy les vengo a hablar, Apuntes de antropología, sólo tiene en común con el fenómeno que acabamos de referir que se trata de una treintena de cuentos de una o dos páginas. Así que desde ahora advierto a cualquier despistado que pretenda buscar en ellas un fugaz pasatiempo que está en el libro equivocado. Ya que detrás de su aparente, engañosa y coqueta sencillez, estas treinta estampas inequívocas captan con enorme agudeza las diferentes texturas de la siempre escurridiza y poliédrica naturaleza humana.
La mayoría de estas exquisitas miniaturas trascienden de la simple anécdota para ofrecernos un sutil pero completo retrato de nuestra rica y miserable condición. Haciendo gala de un ingenioso y a la vez tierno sentido del humor, María José Cano nos adentra por episodios y personajes, algunos reales, otros absolutamente fantásticos, que, en cualquier caso, podemos identificar con relativa facilidad, porque sus historias rebosan humanidad, que es ese inmenso y deforme espejo en que todos nos reconocemos.
Desde el punto de vista estrictamente literario, esta escritora madrileña elude los riesgos del discurso localista o costumbrista para acercarnos, sin otra pretensión que el puro disfrute, a situaciones concretas que, a veces, poseen un origen histórico pero carentes de la retórica solemne con que tales sucedidos han pasado a la posteridad.
En ese sentido, y a pesar de sus evidentes concomitancias, estos relatos difieren considerablemente de las recreaciones borgeanas y, sobre todo, de los magníficos Momentos estelares, de Stefan Zweig, cuyo tono elevado y grandilocuente no se corresponde con la suave ironía y cierto pesimismo desenfadado que parecen alentar las pequeñas grandes fábulas de nuestra autora.
Más próximos a los insólitos e ingeniosos juegos metaliterarios construidos por Luis Alemany en su espléndido Beneficio de inventario, estos nada inocentes Apuntes de antropología, que por derecho propio entran en la categoría del acuentocimiento (donde lo grandioso se minimiza y lo minúsculo se magnifica) sorprenden por su brillantez, por su originalidad, por su frescura y porque exigen de usted, respetable lector, la complicidad y la pasión de quienes gustan compartir, en la intemperie, historias al abrigo de la lumbre.