Es la cuarta y última montura en salir del primer sello. Se trata de un caballo blanco, de tez ligeramente amarillenta, cuyo jinete [la muerte] es el único de nombre conocido. Según el texto, "el infierno le va siguiendo" y se le ha otorgado poder para aniquilar cualquier forma de vida en la superficie de la tierra, "para matar a cuchillo, con hambre, con peste y mediante fieras". Lo revela san Juan en el sexto capítulo de la obra con la que se cierra la Biblia, que junto al Libro tibetano de los muertos, Las mil y una noches y El Quijote atesora entre sus casi infinitas páginas toda la literatura que es capaz de imaginar la especie humana.
Sin embargo, como se ha encargado de recordarnos con machacona insistencia la propia realidad a lo largo de la historia, los límites más insospechados de la ficción han sido traspasados una y otra vez por la fuerza implacable de los hechos consumados. Ni siquiera el Apocalipsis escapa de una prueba tan exigente, ya que, como demuestran a diario los periódicos y los informativos, la actualidad no sólo proporciona sucesos y acontecimientos de una naturaleza extraordinaria, en la mayoría de las ocasiones la magnitud de tales noticias hace enrojecer de moderación a las fantasías más descabelladas.
Así, no nos extrañe que hayamos terminado por aceptar como cotidianos ciertos incidentes que no hace menos de un siglo hubiesen causado algo más que estupefacción en el seno de la opinión pública. Por ejemplo: al lado de los innumerables crímenes de naturaleza sexual que cada año se cometen en Ciudad Juárez, México, o de los horripilantes abusos perpetrados por algunos padres infames sobre sus hijos e hijas, las escatológicas fábulas del marqués de Sade no pasan de ser meros delirios de una mente demasiado propensa a idear toda clase de funestas depravaciones de papel.
Es en pleno proceso de esta suerte de "ficcionalización" continua de la realidad, en el que, de vez en cuando, se produce, como ahora, un hecho que, a pesar de su inicial condición de fenómeno aislado e insólito, con el transcurso de los días termina por adquirir la aceptable dimensión de episodio por el que paulatina e irremediablemente la ciudadanía, en un principio alarmada y expectante, va perdiendo interés. Ocurrió antes con el denominado "mal de las vacas locas" y con la "gripe aviar" y se repite en esta ocasión con motivo de la "gripe porcina". En algún medio de comunicación han llegado a utilizar incluso el término "peste" para referirse a la enésima pandemia que, cual plaga bíblica, amenazaba con borrar a la humanidad de la faz de la tierra, según las hipótesis más catastrofistas.
En unos tres mil años de deambular errante y errático por este planeta, el hombre ha sufrido y se ha infligido los más horrendos castigos que se puedan concebir. Ha padecido y ha causado sufrimientos que sobrepasan las peores visiones y las pesadillas más escalofriantes que hayan vislumbrado alguna vez los profetas. Por mucho que se le pretenda atribuir a ciertos personajes la más que dudosa capacidad para anticipar las desgracias que han caído sobre este mundo desde la Revolución Francesa hasta hoy, ninguna predicción, por fatalista que fuese, ni ninguna obra literaria, con toda su sobrecarga de malignidad y abyección, llegaron tan lejos como la crueldad, el horror y la ignominia en grado extremo que encontramos detrás de los nombres de Somme, Guernika, Auschwitz, Dresde, Hiroshima, Nagasaki, Stalin, My Lai, Sabra y Chatila o Abu Ghraib; dentro de los espeluznantes estragos del SIDA y debajo de las treinta mil tumbas de los niños que perecen cada veinticuatro horas en los países más pobres, al carecer de las mínimas condiciones para subsistir.
Con semejante currículum y a la vista de nuestra decisiva contribución al deterioro irreversible del grano de arena que ocupamos en la inmensidad del universo, no creo que a nadie le queden dudas sobre la verdadera identidad de ese cuarto jinete que cabalga con paso firme e implacable hacia su propia destrucción. Algo que, con toda seguridad, también sabía el discípulo más joven de cuantos presuntamente acompañaron a Jesucristo, quien, en el doble papel de apóstol y escritor, sólo podía aceptar un final feliz para su relato.