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El callejón
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El Muro

A título de triste recordatorio, la ciudad de Berlín conserva fragmentos del Muro como éste. Inhóspita y escalofriante ruina que evoca un pasado muy reciente y vergonzoso, en pleno corazón de la vieja Europa.

La Viena de postguerra, como Berlín, como gran parte de la vieja Europa de palacios versallescos y música de Johan Strauss hijo, era un escombro de sí misma, la resaca de una pesadilla atroz, una ciudad cortesana con un excelso pasado hecho cenizas. En medio de estas ruinas, el inglés Graham Greene concibió una de sus intrigas más populares.

El productor Alexander Korda disponía del dinero y de los permisos pertinentes para rodar una película en este escenario lleno de fantasmas. Invitado por el director, Carol Reed, el autor de El poder y la gloria recaló en suelo austriaco con el propósito de perfilar, directamente sobre el terreno, el guión de aquel film.

A partir de una anécdota que le había sucedido años antes -el reencuentro casual, en una estación de tren, con un amigo a quien creía muerto- Greene se inventó una trama policial en blanco y negro, acertadamente enriquecida por el hormiguero de insidias, necesidades, contrabandos y traiciones en que se había transformado la destruida metrópoli imperial, que, al igual que Berlín, había sido troceada en cuatro pedazos, repartidos entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

De todos los momentos memorables que conserva El tercer hombre, la conversación entre el protagonista y su viejo camarada, en el interior de una de las cabinas de la noria del Prater, sigue teniendo para mí una fuerza oscura y particularmente inquietante.

El antagonista, un criminal sin entrañas que trafica con penicilina adulterada, trata de convencer a su antiguo colega, un escritor norteamericano de malas novelas del oeste, de que su papel en la trágica comedia de la vida no es el de simple testaferro del dolor ajeno, mientras señala a las personas que, en ese instante, pasean por la plaza, unas decenas de metros más abajo.

"¿Sentirías verdadera compasión si una de esas manchitas dejara de moverse para siempre? Si te dijera que voy a darte veinte mil libras por cada puntito que se quedara inmóvil, ¿me dirías que me guardase mi dinero sin titubear? ¿O te pondrías a calcular cuántos puntitos serías capaz de parar por ti mismo? Y libres de impuestos, amigo, libres de impuestos…", le pregunta con absoluta naturalidad Harry Lime (Orson Welles) a un cariacontecido Holly Martins (Joseph Cotten).

De sobra sabemos qué respuesta darían a esa misma pregunta ciertos individuos. Todos los Harry Lime que negocian con la salud y la vida de otros. Los que fabrican armas, los que las compran y las venden; los que extorsionan y eliminan a quienes no piensan igual que ellos; los que arruinan el mundo por un puñado de beneficios; los que alteran los alimentos; los que especulan con la enfermedad y el sufrimiento desde la industria farmacéutica y los que miran a otro lado cuando deberían evitar que estas cosas ocurran.

Por eso, me hizo mucha gracia (es decir, ninguna) el comprensible y, a la vez, inaceptable regocijo con que los representantes de las grandes potencias que hace más de medio siglo aniquilaron al nazismo, tras permitir su meteórica ascensión, celebraban hace un par de semanas, en la capital de Alemania, el vigésimo aniversario de la caída del Muro. Una pared que durante veintiocho años separó no sólo a un país sino también al planeta. Una sangrienta barrera infranqueable que unos y otros, a ambos lados, contribuyeron a mantener en pie, sin apenas fisuras. La prueba material, física, irrefutable, de la necesaria e inevitable connivencia entre dos ideologías aparentemente antagónicas pero totalitarias (cada una a su manera), cuyos dirigentes políticos compartían y comparten la común predilección por hacer cuentas con una calculadora en la mano.

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