A mi tío Fisco, con cariño, que siempre se me ha dado un aire con Abraracúrcix, entrañable jefe de los irreductibles galos
En 1964 el profesor canadiense Marshall McLuhan publicó un ensayo titulado Comprender a los Media (Understandig Media) que, de improvisto, se convirtió en obra de referencia y de consulta obligada para investigadores, sociólogos, filólogos y comunicadores que quisiesen estar al día sobre el imparable alcance que los medios de comunicación de masas empezaban a tener entre la sociedad de consumo. Aquel trabajo, que fue editado sin la menor alharaca publicitaria, obtuvo una difusión espectacular dentro de los selectos y exclusivos campus universitarios norteamericanos y la fama de su autor comenzó a correr como la pólvora extra muros.
Casi de la noche a la mañana, McLuhan se erigió en paradigma de sus propios planteamientos: él, apenas un especialista en una disciplina relativamente nueva en las Humanidades, reducido al cerrado y elitista ámbito de la enseñanza superior, pasó a erigirse en icono de la postmodernidad. Sus reflexiones sobre la fuerza universalizadora de los mensajes transmitidos por la prensa, la radio y la televisión, devinieron en un nuevo evangelio cuyo principal apóstol comenzó a ser citado como una autoridad incuestionable.
En posteriores obras, como la célebre Galaxia Gutemberg, McLuhan reincidió en su idea de que, en realidad, tan importante como la información misma es el medio que la divulga, ya que, para muchos ciudadanos, ajenos y distantes de los centros neurálgicos de poder, los periódicos y emisoras de radio y televisión se constituyen en la única fuente de conocimiento, compartido por la comunidad humana, cuyo planeta, envuelto y controlado por redes transnacionales y por grandes corporaciones de la comunicación, aparece ya transformado en una pequeña y gran "aldea global".
A pesar de la destacada y relevante proyección pública de su figura, Marshall McLuhan no perdió la perspectiva y prosiguió su labor docente en el St. Michael"s College de Toronto así como su trayectoria literaria y ensayística hasta su muerte, acaecida el 31 de diciembre de 1980. En un saludable ejercicio de autoparodia, el famoso comunicólogo se rió de sí mismo al protagonizar un divertido cameo en Annie Hall, la primera de las obras maestras de Woody Allen, cuando irrumpe en una discusión que mantiene el protagonista, Alvy Singer, con un tipo pesado, mientras ambos guardan cola ante la taquilla de un cine.
Semejante muestra de agudo, fino e ingenioso sentido del humor es aplicable a las criaturas que, de la mano de los dibujantes Albert Uderzo y René Goscinny, hicieron su aparición por vez primera en las tiras cómicas del número uno de la revista infantil Pilote, hace ya cincuenta años. A la par que McLuhan sembraba el germen ideológico y trazaba la cartografía epistemológica de la nueva era de la tecnocracia informativa, en Francia veían la luz las aventuras de Astérix y Obelix, vecinos del único poblado que se había resistido valerosamente a la dominación de la Galia por las huestes de Julio César.
Con sus moderadas dosis de inevitable chovinismo, la feliz creación del tándem Uderzo-Goscinny irrumpió en el mercado editorial de los tebeos con idéntica energía a la de los postulados McLuhanos en el resbaladizo terreno de la teoría general de la comunicación. Muy pronto, lectores de todo el mundo y de todas las edades encontraron en el reducido grupo de irreductibles galos, capitaneados por el campechano Abraracúrcix (un hombre que lo único que teme es que algún día el cielo caiga sobre su cabeza), una simpática alegoría de la resistencia en un planeta partido en aquel entonces en dos bloques hegemónicos con similares afanes imperialistas.
No es casualidad que Astérix naciera casi simultáneamente con la V República, justo cuando Francia resurgía de las cenizas de la II Guerra Mundial, en pleno fragor de la trágica crisis causada por la sangrienta independencia argelina, y en la lontananza se perfilaba el futuro de la Europa sin fronteras del Mercado Común. En ese contexto, los orgullosos guerreros de los afables cómics se asemejaban a los modernos ciudadanos de un país en continuo avance, que cerraba filas en torno al general De Gaulle, prudente observador, en la distancia, de la Guerra Fría.
Sin embargo, el pequeño y sagaz galo y su fiel y glotón colega no habrían llegado al medio siglo de exitosa existencia y no hubiesen superado la prematura e irreparable pérdida de uno de sus creadores (Goscinny falleció en 1977) sin la ayuda de la verdadera poción mágica, de la secreta fórmula infalible, tan sólo al alcance de sensatos y discretos druidas como Panoramix.
En este caso, el talento indiscutible de dos artistas, dibujante y guionista, en perfecta compenetración, hizo realidad el complicadísimo milagro de dar con unos graciosos arquetipos, rebosantes de humanidad, que encarnan valores, vicios y defectos de carácter universal.
En los antípodas de los superhéroes del tebeo norteamericano o de Tintín, su primo atildado y algo cursi, las viñetas de Uderzo-Goscinny ofrecen una variopinta y sensacional galería de personajes inolvidables (la enérgica mujer del jefe, Karabella; el diminuto y expresivo Ideafix; el anciano Edadepiédrix, casado con una tremenda mujer; Eseautomatix, el airado herrero, siempre poniendo en duda la frescura del pescado de su vecino, Ordenalfabetix; el pobre bardo, Asurancetúrix, al que nadie está dispuesto a escuchar cantar; la hilarante troupe de los piratas desdichados…) que uno puede identificar perfectamente con determinadas personas de su entorno más inmediato, a poco que preste atención y observe la realidad con la aparente ingenuidad de un niño travieso. Con la misma mirada, entre atónita y descreída, con que contemplaría la aldea de Astérix y compañía un legionario romano desde su puesto de vigilancia en el campamento de Petibonum.