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El callejón
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La burra que no llegará a Belén

Esta no será una de las imágenes del año. Sin embargo, advierte sobre el absurdo e ilimitado grado de crueldad con que son tratados los animales en este país [fotografía tomada por la hija del propietario de la burra, muerta a palos y puñetazos].

El crimen fue en Torreorgaz, Cáceres. Pero pudo haber ocurrido en cualquier otro pueblo de este país nuestro, tan dado al sufrimiento: a su provocación, a su exhibición impúdica, a su exaltación indecorosa, a su justificación teológica, a su estoica tolerancia. Ya que, desde los primitivos asentamientos humanos de la Sierra de Atapuerca hasta los sicarios al servicio de ETA, la Historia de España ha sido, en gran parte, la violenta andadura de una heterogénea y muchas veces muy mal avenida comunidad de vecinos que han tratado de encontrarse a sí mismos huyendo y, cuando no, arremetiendo contra los demás.

Bendecida con múltiples y valiosísimos dones (la benignidad de su clima, su estratégica ubicación geográfica, la variedad y riqueza de sus productos naturales), ésta, en cambio, ha sido una tierra maltratada por la fortuna, que ha permitido que sobre ella hayan caído, como funesta maldición, toda clase de reyes deshonrosos, ineptos gobernantes, tiranos terribles, mediocres validos y conformistas vasallos, que han obligado a la primera nación de la era moderna a un absurdo e interminable proceso de reescritura, muchas veces pagado con el alto precio de sangrientas luchas intestinas y fratricidas pugnas que, al final, en el fondo, no han servido para nada.

Impredecible, contradictorio, eternamente insatisfecho, el variopinto y peculiarísimo pueblo español convive a duras penas con sus propias paradojas, desprovisto de señas de identidad comunes y huérfano de símbolos que faciliten la mutua integración de los múltiples clanes que lo (des)integran.

En este sentido, algunos han querido encontrar en la tauromaquia uno de esos elementos que den coherencia y cohesión a la entelequia llamada España. Sin embargo, como tantos otros intentos (la adopción de la monarquía parlamentaria como forma política de Estado, la descentralización autonómica de la Administración o la búsqueda de una letra para el himno nacional), éste también parece condenado al fracaso. En primer lugar, porque la afición a los toros dista de ser mayoritaria entre el conjunto de los ciudadanos del país; en segundo lugar, porque el espectáculo taurino resulta difícilmente compatible con la actual legislación defensora de los derechos de los animales y, en tercer lugar, porque los astados no han sido consultados al respecto y, además, porque éstos, como la tierra misma, sólo pertenecen al viento.

No obstante, la enardecida defensa de la proclamada fiesta nacional coincide de facto con uno de los rasgos más característicos y ancestrales del pueblo español: su querencia por la crueldad. De ella no sólo dan noticia a diario periódicos y emisoras de radio y televisión, la encontramos disfrazada de burla grotesca e inmisericorde en el Lazarillo o El Quijote, so pretexto de la fabulación literaria, y, sobre todo, aparece bajo las más siniestras y escabrosas apariencias en numerosas fiestas y celebraciones, en las que se somete a tormento y pública mofa a toda suerte de seres vivos, inferiores (?) al hombre en la escala de la evolución. Así, cada año, a lo largo de toda la piel de toro, son mortificadas y sacrificadas bestias de distinto pelaje, para regocijo de los parroquianos y parroquianas que asumen el horrendo holocausto como la más hermosa, conmovedora y típica de las tradiciones.

Valga todo lo apuntado con anterioridad como largo exordio a la mención aquí, tal día como hoy, en el que se conmemora el nacimiento de un niño pobre, en un pesebre de la antigua Judea, del atroz suceso acaecido en una pequeña localidad extremeña, en la madrugada del pasado 31 de octubre, víspera de la festividad de Todos los Santos, cuando una decena de jóvenes de diecisiete años de edad entraron en una finca, forzaron la puerta de acceso al establo, se llevaron a una burra de veinte años que se encontraba en su interior, la sacaron a campo abierto, la golpearon sin la menor compasión con puñetazos y patadas, y le introdujeron un palo por el recto para, posteriormente, dejarla abandonada y agonizante, atada con una soga a una marquesina de la estación de guaguas, donde fue hallada por un vecino, a las siete de la mañana, quien alertó al propietario del desdichado équido, que nada pudo hacer por salvar la vida del animal, ya que éste falleció media hora después de reencontrarse con su dueño.

Al parecer, es costumbre en este pueblo, cuyos habitantes acogieron con estupefacta indignación la espantosa nueva, que los quintos del lugar salgan todos los jueves por la noche, desde octubre hasta el 6 de diciembre. Entonces, tras varios fines de semana de perpetua borrachera, cortan una encina, que es quemada en Nochebuena, y, al día siguiente, por Navidad, los gallos que han sido jocosa e ilícitamente sustraídos de sus respectivos corrales, en el curso de tan prolongada fogalera, son cocinados durante una cena, en plenas Pascuas.

Los medios informativos de la región aseguran que, en fechas posteriores, esta decena de descerebrados pidieron disculpas por tan incalificable hecho, después de justificar, en un primer momento, que la burra había muerto porque "era vieja". Mientras, se advierte que la alcaldesa de Torreorgaz sopesa seriamente la prohibición de estas juergas nocturnas. En la actualidad, el triste y lamentable caso sigue su curso en los tribunales.

El próximo año los autores de esta proeza alcanzarán la mayoría de edad y, aunque es muy probable que nadie les haga pagar por tan repugnante y bochornoso delito, no estaría de más que la Justicia impidiera de por vida ejercer ciertos derechos individuales (como el sufragio) a quienes han demostrado un comportamiento en absoluto acorde con la humana inteligencia. ¿O no? 

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