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El callejón
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Un hombre llamado Avatar

Afirma Víctor Erice que el verdadero cine se sirve de la tecnología para "contar una historia con talento y pasión". Cualidades que sobran en "Grupo salvaje" (1969). Esta es la célebre secuencia del tiroteo final: irrepetible.

Bien entrada la década de los sesenta del pasado siglo, la industria del cine norteamericano se lanzó a la producción de westerns que, en plena convulsión social causada por el contundente rechazo a la guerra de Vietnam y por el imparable ímpetu con que ganaba terreno el movimiento en favor de los derechos civiles de la población negra, abordaban la figura del indio desde una perspectiva diametralmente opuesta a la manera con que los primitivos habitantes del nuevo mundo habían sido (mal)tratados con anterioridad en la gran pantalla.

Concebidas bajo un prisma casi romántico, películas como Flecha rota (1950), Apache (1954) o Yuma (Run of the Arrow, 1957) se anticiparon un decenio a la referida fórmula, encarando la espinosa cuestión indígena a partir de ingenuos planteamientos antropológicos que hacían coincidir el perfil noble, honesto y apacible de los miembros de las tribus norteamericanas, ofrecido en estas ficciones fílmicas, con el arquetipo del "buen salvaje" ideado por Jean Jacques Rousseau doscientos años antes.

En 1964, un septuagenario John Ford dirigió su penúltimo largometraje, El gran combate (Cheyenne Autumn), que narra el conflictivo retorno de los últimos supervivientes del pueblo Cheyenne a su tierra natal, tras huir de las miserables condiciones de vida de la reserva en Oklahoma a la que los había confinado el gobierno de los Estados Unidos. La cinta, que fue mutilada de forma deleznable por la productora, que impuso un reparto de actores y actrices hispanos, en lugar de indios auténticos, como deseaba el director, constituye un certero, riguroso e incontestable alegato en defensa de la causa india, rubricado con innegable maestría por el cineasta más completo que, sin duda, ha proporcionado el séptimo arte. Sincera y emotiva, épica y al mismo tiempo intimista, esta monumental epopeya, de más de dos horas y media de duración, es un verdadero recital de sentimientos contenidos, donde no faltan las pinceladas de humor, y supone, además, una lección magistral de poesía en technicolor.

Sin embargo, el público acogió con indiferencia este relato de tono triste y elegíaco y condicionó las siguientes producciones con las que Hollywood trató de revisar (y explotar financieramente) el bárbaro genocidio que acompañó a la conquista del Oeste. Así, las películas posteriores cayeron en la soflama efectista y escandalosa, caso de la mediocre Soldado azul, o en la desmitificación rayana en lo caricaturesco, como la estupenda Pequeño gran hombre, ambas estrenadas en 1970.

Ese mismo año fue presentada Un hombre llamado Caballo, que contaba la peculiar peripecia de un aristócrata inglés, encarnado por el inolvidable Richard Harris, que en 1825 era capturado por los sioux y que, tras superar un espectacular y doloroso ritual de iniciación, finalmente era aceptado como uno más del clan. El rotundo éxito de este film de aventuras desencadenó una desenfrenada cadena de imitaciones y dio lugar a dos secuelas notablemente inferiores al original: La venganza de un hombre llamado Caballo (1976) y El triunfo de un hombre llamado Caballo (1982).

La evocación de la segunda parte de esta équida trilogía y, en concreto, de la larga secuencia de la batalla final entre los indios y los soldados del Séptimo de Caballería, que contemplé con entusiasmado júbilo desde mi butaca en el cine de Arrecife, hace treinta y tantos años, me resultó completamente inevitable cuando el pasado día de Navidad asistía, entre el sopor y una apagada curiosidad, gafas de 3-D en ristre, al inacabable desenlace de Avatar, la última superproducción hollywoodiense que, con paso firme y seguro, va camino de convertirse en el largometraje más taquillero de todos los tiempos.

Desde luego, el argumento de esta ñoña fábula de ciencia ficción no puede ser más sobajado y previsible: en un futuro (¿no muy?) lejano, Jake Sully, marine parapléjico, se traslada al planeta Pandora, habitado por unos alienígenas, los Na"vi, de color azul y considerable estatura (los diseñadores gráficos parecen haber tomado como modelo a Pau Gasol), que mantienen una equilibrada, perfecta y espiritual simbiosis con el medio natural en el que viven. Una vez allí, Sully, que viaja en sustitución de su hermano, fallecido al ser víctima de un robo (no es broma), con el propósito de integrarse en la comunidad nativa, es transformado en un pandorita, mediante un sofisticadísimo programa de clonación y realidad virtual, que reproduce copias de uno mismo con otro aspecto físico, denominadas avatares, diseñadas por una bióloga a la que da vida una avejentada Sigourney Weaver (¡Oh, teniente Ripley! ¿Cómo se te ocurrió cambiar la nave Nostromo por este tinglado?). Como es de esperar, convertido en un extraterrestre alto, fornido y de envidiable motricidad, el inválido Sully pasa a formar parte de la gran familia Na"vi hasta el punto de enamorarse de la atractiva y enérgica hija del jefe (faltaría más). Pero, al cabo de dos (tediosas e interminables) horas de metraje, el soldado Sully deberá elegir entre la fidelidad a su tribu de adopción o la lealtad a las fuerzas armadas estadounidenses que han camuflado una invasión en toda regla, para apropiarse de un valiosísimo combustible mineral que atesora el planeta (¿de verdad que esto no les suena de nada?), bajo la inofensiva apariencia de una misión de interés científico.

Apabullante en el dominio y exhibición de la óptica, del trucaje y, en definitiva, de todo lo que tenga que ver con la tecnología digital, este film, en el que James Cameron ha invertido más de diez años de trabajo, no es más que un cansino y carísimo entretenimiento, apto para espectadores de entre seis y veinte años, ávidos de colores llamativos, emociones enlatadas y aparatosos juegos de luces y explosiones, y recomendable para los aficionados a los videojuegos de última generación.

Aburrida, predecible y repleta de tópicos hasta decir basta, Avatar parece una decepcionante atracción de feria, concebida para la diversión de niños y niñas adictos a una infancia perpetua.

Después de estar a punto de quedarme dormido en uno de los cómodos asientos de los multicines Yelmo, mientras me preguntaba cuándo demonios iba a terminar semejante tostón, me acordé del viejo (y golfo) Sam Peckinpah. A mediados de los setenta, en plena caída de una carrera que nunca terminó de remontar vuelo, Dino de Laurentiis le propuso rodar una nueva versión de King Kong. El legendario realizador de un puñado de míticos westerns (Duelo en la alta sierra, Grupo salvaje, Pat Garrett y Billy The Kid) rechazó el ofrecimiento, alegando que él sólo trabajaba con actores, no con muñecos.

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