Así como la naturaleza es promiscua, casi todos los seres vivos que forman parte de ella (salvo escasas excepciones: las cigüeñas, los pingüinos y determinados militantes del Opus) poseen una innata tendencia a mantener relaciones sexuales sin ninguna clase de limitación. Sin embargo, el mero instinto de supervivencia y el simple impulso de selección biológica que anida en cualquier especie, enmascarados bajo los más vergonzantes, amedrentadores y terroríficos escrúpulos morales e imperativos religiosos, han hecho del hombre un animal monógamo, muy a su pesar, que, en lugar de asumir su prodigalidad, compatibilizándola con el repertorio de exigencias, servidumbres y comunes acuerdos que le son propios a la convivencia en pareja (y a la procreación misma), ha terminado por anatematizarla, de manera que, incluso hoy, en ciertos países, el adulterio está tipificado como un delito grave, castigado con la muerte.
La voluntaria y desdichada renuncia por parte del ser humano a tan obvia, ineludible y consustancial seña de identidad, se ha tratado de vender como una conquista antroposófica, resultado de millones de años de evolución, de igual modo que el sufragio universal o los tribunales de justicia acreditan cuán lejos hemos llegado respecto a nuestros más cercanos parientes, los simios, siempre y cuando no utilicemos a George W. Bush o Arnaldo Otegui como puntos de referencia para la comparación.
No obstante, al dar la espalda a una de sus inclinaciones más primarias (y menos violentas) el individuo se ha autocondenado a una especie de tensión irresoluble: de una parte, siente la irresistible atracción carnal por otros congéneres pero, por otro lado, se obliga a sí mismo a renunciar al mínimo escarceo fuera de la relación estable a la que previamente se haya comprometido.
La imposibilidad autoimpuesta de satisfacer semejantes deseos desencadena, en múltiples ocasiones, calamitosas frustraciones en el ámbito privado. En la esfera pública, asistimos con demasiada frecuencia a escándalos de esta índole, ya que al político de turno, en el ejercicio de su cargo, no sólo se le exige coherencia ideológica, además de una honradez y una honestidad que estén libres de toda sospecha, sino también que la honorabilidad de su conducta lleve aparejado un intachable comportamiento en el plano de sus relaciones afectivo-sexuales, siendo censuradas y mereciendo la mayor de las reprobaciones todas aquellas escaramuzas o deslices que se produzcan al margen del sacrosanto matrimonio. Así, por ejemplo, Bill Clinton, hasta la irrupción de Barak Obama, el presidente más popular dentro de los Estados Unidos desde la etapa de John F. Kennedy (otro contumaz e incansable fornicador), tuvo que sufrir el calvario del impeachment, a raíz de su tórrida aventura con la becaria Monica Lewinsky, mientras, en cambio, la sociedad norteamericana pasaba por alto su nula gestión en materia sanitaria o ignoraba su negativa a firmar el protocolo de Kyoto para reducir la emisión de gases contaminantes.
Recientemente hemos tenido otra muestra de la ambigua e hipócrita moralidad que caracteriza al mundo contemporáneo con el caso de la defenestrada y vilipendiada Iris Robinson, la todavía esposa del ex ministro principal de Irlanda del Norte, Peter Robinson, caída en la peor de las desgracias después de que la opinión pública descubriese, entre el estupor y la indignación, que esta diputada en la Cámara de los Comunes y en la Asamblea del Ulster había mantenido un romance con el hijo de su carnicero (con el que, al parecer, también se encamó), a la muerte de éste, y al que le lleva cerca de cuarenta años.
No satisfecha con el previsible goce que le proporcionaba la efébica anatomía de su amante, la señora Robinson se sirvió de su estatus de concejal en el consistorio de Belfast para concederle al joven Kirk McCambley la licencia como flamante propietario de un café, a orillas del río Lagan. De los 54.000 euros que dos constructores pusieron sobre la mesa para cerrar la operación, la edil se quedó con una comisión del diez por ciento. Cuando ambos adúlteros rompieron tan dispar relación, ya que él simuló que padecía un cáncer en los testículos porque no sabía de qué forma eludir el fogoso y constante marcaje por parte de la ex primera dama del Ulster, la mujer le exigió inútilmente al muchacho la restitución de las cantidades que ella le había entregado para montar su actual negocio.
A uno, que se pasó la adolescencia y gran parte de la juventud aguardando en vano que en su vida se cruzara también su propia Mrs. Robinson y que acogió esta noticia con el prudente escepticismo que dan las canas y el total convencimiento de que nadie está libre de pecado, le habría encantado escribir que todo esto lo único que demuestra es el grado de feroz machismo que aún rige nuestro inconsciente colectivo y que condiciona, en notable medida, nuestra manera de convivir con personas del sexo contrario o del mismo, ya seamos hombres o mujeres.
Sin embargo, esta vez me tendré que quedar con las ganas y reconocer, con resignada desolación, que la ex parlamentaria norirlandesa, furibunda protestante que condenó la homosexualidad porque "es una abominación" y atacó duramente a Hillary Clinton por perdonar las constantes infidelidades de su marido, ya que "sólo estaba pensando en el futuro de su carrera política", ha sido la primera en coger una piedra, contundente y afilada, y lanzarla contra sí misma, iniciando con ello su propia lapidación. Que su Dios tenga piedad de su alma.