A los artistas del Circo Toti y de todos los Circos que aún hoy, con heroísmo admirable, intentan llevar a los pueblos más recónditos la magia del mayor espectáculo del mundo
El pasado viernes, 22 de enero, se cumplieron setenta y cinco años y un día de uno de los episodios más insólitos, peculiares, hermosos y desdichados (a mi juicio, este acontecimiento simboliza y preludia toda la crueldad e insensatez de la posterior guerra civil) dentro de la larga, ilustre y fértil singladura de la ciudad de Santa Cruz de La Palma, cuando la repentina escapada de su jaula de uno de los cinco leones pertenecientes al Circo Yugoslavo concluyó con el acribillamiento de la feroz criatura y con la súbita muerte del domador y director de la citada troupe circense, Sabas Djordjevic, víctima de un síncope fulminante, según la versión facilitada entonces por los miembros de las fuerzas de orden público que intervinieron en la resolución del incidente, a saber: Guardia de Asalto y Guardia Civil. Con motivo de tan singular efeméride y a iniciativa de la abogada, historiadora y cronista oficial de Los Llanos de Aridane, María Victoria Hernández Pérez, el profesor y escritor, Anelio Rodríguez Concepción, ofreció una magnífica conferencia en la abarrotada sala de la Casa Salazar.
En un ameno, documentado y habilísimo ejercicio de oratoria, el poeta y narrador reconstruyó tales hechos con la minuciosidad y el suspense propios de toda buena intriga policial, al mismo tiempo que hacía recuento de las motivaciones y peripecias personales que, en primer lugar, le empujaron a escribir la ficción literaria (el relato El león de Mr. Sabas, publicado en 2004) y, a continuación, le incitaron, presa de una fascinación que quizás tenga mucho más de predestinación que de elección voluntaria, a rastrear y escarbar durante cinco años entre la dispersa genealogía del señor Djordjevic, hasta dar con su única descendiente viva: su hija Lola, una nonagenaria domadora de leones que consumió sus días (falleció el pasado año) en una roulotte del Circo Coliseo, propiedad de su sobrino Lale.
La irresistible atracción que esta preciosa historia despertó en el autor de Relación de seres imprescindibles, a raíz del casual descubrimiento de la lápida del fallecido domador, en el cementerio de la capital palmera, mientras se encontraba en compañía de su tío, el pintor Francisco Concepción, es perfectamente comprensible. En 2005, en plena Bajada de la Virgen, tuve la oportunidad de leer el referido cuento y la fuerza casi hipnótica del suceso, acertadamente recogida en el corto espacio de unas pocas páginas, me arrastró (literalmente) a escribir el guión de un mediometraje, bajo el mismo título que el relato original, que terminé meses después, consciente de que muy probablemente esta película nunca se filmaría, aunque con la satisfacción completa del que trabaja en algo en lo que cree, por el puro (e impagable) placer de hacerlo.
En este caso, fiel a la leyenda transmitida de boca en boca y de generación en generación, concebí una ficción cinematográfica que se situaba en los últimos días del mes de enero de 1935. Como cada año, la llegada del Circo Toti a Santa Cruz de La Palma, con su modesto trasiego de carretas y jaulas, de música y banderitas de colores, atrae una vez más la atención de niños y adultos, de grandes y chicos. Aunque, en esta ocasión, a las atracciones habituales (el hombre forzudo, los acróbatas, el tragasables, la trapecista, el oso panderetero, los payasos) hay que sumar un nuevo y espectacular número: la presencia de un fiero león devora-hombres, conocido como Sandokán, cuyo intrépido domador no es otro que Míster Sabas, quien, desde hace muchos más años de los que indican los programas de mano, dirige el Circo Toti, en estrecha colaboración con su hermano Pedro. Sin embargo, no tardamos en descubrir que el temible Sandokán no es otro que el veterano y desgastado Bubú, un viejo león que lleva recorriendo, junto a su fiel Míster Sabas, la geografía de la España remota y ajena a los calendarios, durante más de una década. Como un mal presagio, Bubú se muestra algo cansado e inapetente antes del debut en la Isla, lo que despierta la desconfianza de su también veterano preparador.
Efectivamente, en el transcurso de la primera función de esa misma tarde, en medio del número más esperado, se cumplen los peores augurios del domador y Bubú se escapa de la carpa del circo, para sorpresa y pavor del público, que huye en estampida. De inmediato, se organiza la captura del felino por parte de los miembros de la Guardia Civil y de los operarios del Circo Toti, comandados por el propio Míster Sabas. Durante su breve deambular por la ciudad, Bubú se convierte en un paseante solitario entre calles desiertas. Hasta que, finalmente, cansado de vagar por un territorio que le es por completo desconocido, el león termina echándose en una explanada, a las afueras del pueblo.
Allí es donde dan con él los agentes del orden y los empleados del circo. Y, a pesar de los denodados esfuerzos del domador por disuadir a los guardias y conseguir el indulto para la bestia, que en ningún momento ha mostrado agresividad alguna, en una escena sobrecargada de tensión y de violencia contenida, los efectivos de la Guardia Civil terminan aniquilando al bicho, ante la impotencia y el dolor de su mentor y amigo, que es golpeado en un vano y postrero intento de evitar la ejecución.
La arbitraria muerte del animal acaba ocasionando una sucesión de acontecimientos imprevistos (como el robo del cadáver de la fiera, de las dependencias municipales, a fin de evitar que fuese disecado) que desembocan en un desenlace necesariamente trágico, con el que se sella esta fábula circense, llena de humanidad y de ternura.
Y hasta aquí, mezclados al aleatorio capricho del guionista ingredientes verídicos e imaginarios (por ejemplo: la solitaria muerte del domador en el interior de su modesta caravana, presa del abatimiento), otra versión del curioso sucedido, algunos de cuyos detalles (hechos, circunstancias y personajes) fueron modificados y otros añadidos para enriquecer la realidad mítica de la cual se partía.
Pero volvamos a la verdad revelada el otro día. Con la prudente y ajustada parsimonia que en él es un don natural, sin prisas pero tampoco sin demora, Anelio Rodríguez llevó de la mano a su atento y expectante auditorio que, medio subyugado, medio sobrecogido, retrocedió más de medio siglo para revivir (unos pocos) y descubrir (los demás) toda la energía y toda la magia que posee tan conmovedora anécdota. Así, no es de extrañar que entre el público asistente se escuchasen susurros, comentarios en voz muy baja e incluso suspiros entrecortados, apenas reprimidos, cuando el conferenciante, en los instantes finales de su charla, desentrañó la auténtica verdad, cerrando con ello setenta y cinco años de silencio y especulaciones.
Según el fascinante relato trazado con aplomo y un admirable sentido del tempo dramático por el novelista palmero, después de desdecirse y desmentir que su padre muriese de un agónico zarpazo de Sultán (exacto nombre del rubicundo felino), Lola Djordjevic le reconoció entre lágrimas, a él y a un cariacontecido y estupefacto Juan Francisco Capote, quien le había acompañado hasta la localidad gallega de Carballo, al objeto de hallar la versión definitiva de la historia, que Míster Sabas había caído "como un valiente", alcanzado por una bala perdida, que le atravesó el abdomen, mientras trataba de evitar que disparasen sobre su león, un imponente ejemplar, amaestrado y dócil, que había adquirido en el zoológico de Belgrado unos años antes.
Las emocionadas palabras de esta anciana desvelaban así un secreto que su familia estuvo guardando con extremo celo a lo largo de todo este tiempo, al entender que la muerte del empresario circense había sido el fatal y fortuito resultado de una desgraciada casualidad. En una evidente y presumible situación de desamparo, a la compañía de artistas errantes del Circo Yugoslavo no les quedó otro remedio, en 1935, que dar por válida la falsificación del involuntario homicidio que las autoridades difundieron con todo lujo de detalles por medio de los periódicos de la época, en tanto que, a nivel popular, empezó a circular el rumor (vigente hasta el pasado viernes) de que el malogrado domador había fallecido del disgusto, de la pena inconsolable que la pérdida de su indómita criatura le había causado.
La hipótesis de un corazón roto por el dolor es la que Anelio introdujo en el cuento con el que, sin pretenderlo, emprendió una intensa y apasionada búsqueda aún no concluida. Porque, como él mismo apuntó en el curso de su emotiva y formidable exposición, la realidad suele ser mucho más rica, inverosímil y estimulante que la más fantástica de las ficciones.