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El callejón
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Oración sin Verbo

De existir el Reino de los Cielos, a uno le gustaría que estuviese habitado por gente como Vinicius de Moraes. El músico brasileño aparece en este tema, grabado en Milán, en 1978, junto al guitarrista Toquinho. Quién estuviera ahora en esa playa...

En homenaje al maestro Jardiel

[Discurso pronunciado por el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, durante el National Prayer Breakfast, en Washington, 4 de febrero de 2010]

Presidente, congresistas, señoras y señores. Gracias.

Gracias, por invitarme a participar, en nombre de mi país, en nombre de España, en uno de los actos de mayor tradición y simbolismo en la sociedad americana.

Y permítanme que les hable en castellano, en la lengua en la que por primera vez se rezó al Dios del Evangelio en esta tierra.

Nadie como ustedes conoce el valor de la libertad religiosa.

Sus antecesores huyeron de la dominación, y para que nunca les fuera arrebatada la libertad fundaron este país. Una Nación, los Estados Unidos, alumbrada en la democracia. Que no ha dejado de crecer bajo su fuerza. Que abolió la esclavitud, reconoció la igualdad de voto, y proscribió la discriminación. Que ha ensanchado el pluralismo, la tolerancia, el respeto a todas las opciones y creencias…

Conquistas admirables, admirables a ojos de un demócrata que vive en una de las Naciones más antiguas del orbe: España. Una Nación también diversa, forjada en la diversidad y renovada en su diversidad. Una Nación también americana, "la más multicultural de las tierras de Europa, (la) España celta e ibera, fenicia, griega, romana, judía, árabe y cristiana" –sobre todo cristiana-, como la ha caracterizado desde Latinoamérica Carlos Fuentes.

Nuestros dos países deben mucho a quienes han venido de fuera. No se entienden sin ellos, sin los que, a lo largo del tiempo, han llegado a nuestra tierra y, conviviendo, se han convertido en nosotros, en lo que somos.

Permítanme que les lea un pasaje de la Biblia, del capítulo 24 del Deuteronomio:

No explotarás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus compatriotas, o un extranjero que vive en alguna de las ciudades de tu país. Págale su jornal ese mismo día, antes que se ponga el sol, porque está necesitado, y su vida depende de su jornal…

No dejemos de velar por la buena integración de quienes han venido a trabajar y a convivir a nuestros países. No dejemos de velar también por aquellos a los que no podemos acoger entre nosotros, y pasan hambre y miseria en tantos lugares de la Tierra. Como las personas que viven en Haití, y cuyo infortunio nos ha movido a hacer un gran ofrecimiento de solidaridad. Una solidaridad que nos reconcilia con nuestra condición misma de seres humanos, vulnerables y fraternos. Y que no debe diluirse en el olvido.

Asimismo, quiero proclamar el más sentido compromiso con los hombres y las mujeres que, en nuestras sociedades, padecen, en estos tiempos difíciles, la falta de trabajo. Todos ellos deben saber que no hay tarea de la que, como gobernantes, nos sintamos más responsables; que no hay tarea que nos acucie más que la de favorecer la creación del empleo.

Señoras y señores, hoy mi plegaria quiere reivindicar igualmente el derecho de cada persona, en cualquier lugar del mundo, a su autonomía moral, a su propia búsqueda del bien.

Hoy mi plegaria quiere reivindicar la libertad de todos para vivir su propia vida, para vivir con la persona amada y para crear y cuidar a su entorno familiar, mereciendo respeto por ello.

La libertad es la verdad cívica, la verdad común. Es ella la que nos hace verdaderos, auténticos como personas y como ciudadanos, porque nos permite a cada cual mirar a la cara al destino y buscar la propia verdad.

Pero la tolerancia es mucho más que la aceptación del otro: es descubrir, conocer y reconocer al otro. El desconocimiento del otro está en la raíz de los conflictos que amenazan a la humanidad y ponen en peligro nuestro futuro. El odio nace de la ignorancia y la concordia se construye sobre el conocimiento. También la paz.

España ya fue en el pasado ejemplo de convivencia entre las tres religiones del Libro: Judaísmo, Cristianismo e Islam. Y hoy defiende en el mundo la tolerancia religiosa y el respeto a la diferencia; el diálogo, la convivencia de las culturas, la Alianza de las civilizaciones. Lo hacemos con tanta convicción como rechazamos las afirmaciones excluyentes de superioridad moral, el absolutismo o el fundamentalismo intransigente.

Estados Unidos sabe, como también lo sabe España, que la utilización espuria de la fe religiosa para justificar la violencia puede ser enormemente destructiva. Y qué mejor momento que este Desayuno de Oración para que recordemos juntos, para que honremos juntos, a nuestras víctimas del terrorismo. Porque, juntos, también, defendemos la libertad allí donde se ve amenazada.

Señor Presidente, congresistas; señoras y señores, ya sea con una dimensión trascendente o cívica, la libertad es siempre el fundamento de la esperanza, de la esperanza en el futuro.

Por la libertad, así como por la honra -se dice en El Quijote, la obra literaria más importante escrita en español– se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. La libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…"

Que ese don siga iluminando a América y a todos los pueblos de la tierra.

-Amén -dijo Dios nada más terminar de leer la última frase del discurso. La gracia divina cogió por sorpresa a su secretario, Tomás Moro, quien, a pesar de llevar casi cuatrocientos sesenta y cinco años en el puesto, aún no ha terminado de coger el punto al peculiar sentido del humor de su jefe.

El venerable e imponente anciano, de luengas barbas blancas, que desde 1511 decidió adoptar una apariencia física bastante similar al retrato pintado por Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina, en una clara demostración de lo satisfechísimo que había quedado con el trabajo ejecutado por el genial y polémico artista toscano, enarcó las cejas y le devolvió a su ayudante una cómica mirada con los ojos exageradamente abiertos.

Moro, que jamás se excede ni un ápice y permanece imperturbable sin salirse ni un solo milímetro de la más pudorosa y estricta corrección anglosajona, se limitó a asentir en completo silencio.

-Y bien, Tomás, ¿me puedes decir dónde está el problema? -preguntó Dios.

-¿A qué se refiere, Señor?

-A este texto, hijo. Lo he leído un par de veces y no encuentro en él nada que pueda resultar ofensivo o blasfemo.

-Es que no se trata de eso, Señor… -respondió Moro, que, debido a su proverbial timidez, no podía ocultar cierto embarazo a la hora de abordar la cuestión-. No tiene nada que ver con injurias o herejías…

-¿Entonces, mi querido discípulo, dónde radica el mal? ¿En su calidad literaria? Sabes perfectamente, Tomás, que ninguno de estos es capaz de escribir una frase medianamente aceptable y les encargan estas piecitas a asesores de segunda fila. Desde que vino el amigo Cicerón, el arte de la oratoria no ido sino para atrás, hijo…

-En realidad, hay dos cosas que a mi modesto juicio resultan incongruentes en el discurso, Señor.

-¿Sólo dos? Ay, Tomás, parece mentira… ¿A estas alturas aún te sorprendes, hijo? -de repente, la voz de Dios adquirió un pronunciado tono paternalista-. Pero, criatura, ¿se puede saber qué esperas de un político cuando casi todos ellos encarnan en sí mismos el espíritu de la contradicción? Desde chiquititos aprenden a decir justo lo contrario de lo que piensan o viceversa. Y lo mismo sucede con los jueces, con los abogados y con los obispos. Ay, Tomás, Tomás, cuándo aprenderás… Tú siempre tan utópico, hijo.

-¿De verdad, Padre, que a usted no le llama la atención que este hombre, que tanto se ha significado por su falta de fe y por tomar decisiones políticas tan contrarias a nuestros sagrados preceptos, lea en primera persona un texto como éste en un acto tan claramente confesional?

-¿De qué hombre hablas, hijo?

-Del presidente del gobierno español, Señor.

-¿De Zapatero? -preguntó Dios y Moro movió la cabeza en sentido afirmativo-. Es el perfecto ejemplo de cuanto te acabo de explicar, hijo. No tienes por qué darle la mayor importancia. Respecto a individuos como él te repito lo mismo que le dije en su día a tu tocayo, el discípulo de mi hijo Jesús, cuando, recién llegado aquí, una tarde se echó a llorar en mi regazo, implorando perdón, ya que la culpa de su duda lo carcomía por dentro: "Tranquilo, hijo -le dije sosteniendo su cara entre mis manos-, el verdadero secreto de la fe no radica en que tú creas en mí sino en que yo crea en ti".

-¿Y usted cree en él, Señor?

-¿En quién, hijo?

-En Zapatero, Padre.

-No sé, hijo. Tengo serias dudas… -Dios permaneció pensativo unos segundos largos, eternos. Una vez transcurridos, salió súbitamente de sus cavilaciones para formular una nueva pregunta, mientras señalaba los folios que blandía en su mano derecha-.  ¿Cuál fue la otra incongruencia que has observado en este discurso?

-Os atañe directamente, Señor.

-¿A mí?

-Sí.

-¿En qué sentido?

-Sinceramente, Señor, creo que, para tratarse de una plegaria dirigida a influir en Vuestra Suprema Voluntad, ese texto casi os ignora por completo.

-Ya me di cuenta, mi amado y perspicaz discípulo. Sólo me menciona expresamente una vez… Ah, y también cita un pasaje del Deuteronomio, aunque en una versión muy libre…

-Sí, creo que es de Juan José Millás.

-¿El escritor?

-Sí, Padre -contestó Tomás Moro.

-Siempre supe que ese chico llegaría lejos… En fin, hijo, ¿qué quieres que te diga? A estas alturas, a mí todas estas cosas me empiezan a dar un poco igual, ¿entiendes?

-Entonces, Padre, ¿las súplicas del presidente español serán atendidas?

-A su debido tiempo, hijo, a su debido tiempo… Ten en cuenta que se me acumula el trabajo. Por un lado, están todas esas catástrofes naturales que reclaman mi atención: alguien tiene que echarles una mano a toda esa pobre gente y a todas esas criaturas que apenas pueden llevarse nada a la boca. Por otro lado, no te olvides del ángel traidor: ni él ni sus huestes descansan nunca. Su labor es silenciosa pero implacable…

Tras pronunciar estas últimas palabras, el rostro de Dios se cubrió con la sombra de la preocupación y su semblante adoptó una expresión de infinita tristeza.

-¿Queda algo más referente a este asunto, hijo mío?

-No, Padre -respondió con su habitual eficiencia Tomás Moro.

-Pues, en ese caso, puedes retirarte, ya que necesito descansar un momento…

-Por supuesto, Padre -su fiel servidor hizo ademán de retirarse pero, antes de dar un solo paso, se volvió para darle un último recado-. Lo siento, Señor, se me olvidaba. Ahí fuera os está esperando Calderón. Pidió audiencia hace cosa de un mes.

De repente, la cara de Dios se contrajo en una mueca de evidente disgusto.

-¡Oh, no! Dile que hoy no puedo, que mañana lo atiendo sin falta -se apresuró a rogar la Providencia-. Es un hombre ciertamente admirable, muy pocos tienen su don para el teatro y, sobre todo, para las obras sacras, pero es un poco… un poco paliza, el pobre… La verdad es que hoy no estoy para charlas trascendentes, hijo… No sé… Dile que vaya a hablar con los músicos brasileños… A ver si lo convencen para que haga un musical como Orfeo Negro -Inesperadamente, Dios comenzó a hablar en voz baja, de manera casi confidencial, como si temiera que el aludido pudiese oírle al otro lado de la puerta de su amplio despacho-. Está empeñado en escribir una ópera sobre el misterio de la Santísima Trinidad y le he dicho que ni se le ocurra…

-Disculpe, Padre, pero está confundido. El señor que está ahí fuera esperando no es Pedro Calderón de la Barca, es Vicente Calderón.

-¿Vicente Calderón? ¿Y ese quién es? -inquirió Dios completamente extrañado.

-Es el ex presidente de un club de fútbol, Padre, del Atlético de Madrid, en España. Quiere hablar con usted, a ver si puede hacer algo en favor de su equipo. Al parecer, después de diez años muy duros, esta temporada tienen muchas posibilidades de conseguir un importante éxito deportivo o algo así…

-¿Y dices que ese señor fue presidente de ese club?

-Eso es, Padre, del Atlético de Madrid. ¿Le suena de algo, Padre?

-Claro que lo conozco, hijo. ¿Cómo no lo voy a conocer? Por eso sé que lo que ese buen señor pretende es muy difícil de conceder, hijo. Lo que me pide es un milagro y tú ya sabes que yo, milagros, los justos… -Dios se levantó de su celestial sillón y le dio unos cariñosos golpecitos a Tomás Moro en la espalda-. Anda, hijo mío, sal ahí fuera y le dices a ese caballero que vaya a tocar a otra puerta. No sé… Tal vez tenga más suerte con Judas Tadeo… Anda, dile que vaya a pedírselo a él. Quién sabe, a lo mejor gracias a Judas…

Dios acompañó a su secretario hasta la puerta y allí lo despidió con unos nuevos y cuidadosos golpes en el hombro. Luego, cuando éste hubo salido, el Todopoderoso cerró con suavidad la puerta de la estancia. Regresó con cierta parsimonia hasta su cómodo sillón, de amplio respaldo, y se sentó. Cerró los ojos y a continuación se dispuso a echar una ligera y divina cabezada.

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