cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

Réquiem por el penúltimo poeta maldito

Antonio Vega Tallés (Madrid, 1957) no murió el pasado martes. Llevaba muriendo poco a poco, segundo a segundo, desde hacía más de tres décadas. Consumiéndose lentamente como la colilla que reposa en el cenicero, aún humeante mucho tiempo después de que haya sido apagada. Así, los últimos años de esta prolongada agonía se terminaron convirtiendo, entre rumores y homenajes, en una suerte de interminable funeral para mayor gloria de un difunto que todavía permanecía, a durísimas penas, en pie.

            Este largo adiós de uno de los mejores compositores de canciones que ha dado la música popular española ha tenido más de patético que de elegíaco y, ciertamente, resulta difícil asegurar si el público que lo acompañó hasta el final lo hacía como muestra de una entrega sin límites al ídolo en decadencia o como ejercicio de curiosidad obscena de quien aguarda con morboso interés el sabor prohibido de la muerte en directo. Quizá en esta sucesión de conciertos casi póstumos hubiese en la audiencia una mezcla de ambas cosas. O sólo se tratase de rendida admiración, unida a un sentimiento íntimo de respeto, gratitud, piedad y conmiseración hacia el muchacho triste y solitario, desvalido y melancólico que, al menos en apariencia, Antonio Vega nunca dejó de ser.

            Porque en eso radica gran parte del misterio que envuelve a ciertos artistas especialmente dotados: su asombrosa capacidad para suscitar adhesiones y compromisos inquebrantables, al mismo tiempo que proyectan un total desapego hacia el talento que han de compartir con los demás.

En este sentido, el caso del autor de Se dejaba llevar apenas difiere del de otros compañeros de generación que emprendieron, antes que él, un mismo viaje sin retorno, a pesar del culto que se les profesaba. Ocurrió con Eduardo Haro Ivars (malogrado letrista de la Orquesta Mondragón), con Antonio Flores (el mejor músico del clan familiar) y con Enrique Urquijo (capaz de convertir la tristeza en una estimulante fuente de melodías memorables). Sin embargo, en esta permanente actitud de rebeldía, de rechazo suicida a los dones que les han sido concedidos, Antonio Vega acaso haya sido más perseverante que los demás y haya llegado más lejos que ningún otro, al ofrecer la más desgarradora e inquietante versión del mito del ángel caído.

            Mientras me conmuevo por enésima vez al escuchar El sitio de mi recreo y me horrorizo al contemplar las postreras imágenes de este hombre consumido, cadavérico, emitiendo sus últimos estertores sobre un escenario, no puedo dejar de pensar en el terrible destino que aguarda a todos los poetas malditos, incapaces de sobrevivir al insoportable amor que sienten por sí mismos y de superar la irresistible atracción que en ellos despierta la fuerza centrífuga de su propia autodestrucción.                 

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad