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El callejón
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Clara

"Nada", tema escrito e interpretado por la joven Clara Cañas. Una chica excepcional cuyo talento brilla con luz propia en medio de una juventud (des)engañada por un sistema educativo negligente, inadecuado y mediocre.

En la redacción de un periódico de cuyo nombre no quiero acordarme no ha mucho tiempo que trabajaba un joven redactor que ganaba 82.887 pesetas al mes, aún no había terminado la carrera y esperaba cumplir el sueño de dedicarse profesionalmente a la que había sido su vocación desde que descubrió que, en este mundo, lo que más le gustaba era escribir historias. Pero aquel chico apenas tardó un par de años en darse cuenta de la abismal distancia que separa la realidad del deseo, de las servidumbres gregarias y degradantes que, en la mayoría de las ocasiones, conlleva el ascenso dentro del mercado laboral y de que, en definitiva, J. M. Barrie no andaba muy desacertado cuando acuñó el feroz adagio de que "el periodismo es el más noble de los oficios para todo aquel que sea capaz de dejarlo a tiempo".

Recuerdo como si fuera hoy, y ya han pasado más de quince años, la conversación que mantuve con una compañera de trabajo durante una de aquellas tardes en las que el desengaño se presentaba bajo la monótona apariencia de incontables teletipos revisados, corregidos y titulados con la misma rutinaria precisión administrativa de una oficina del siglo XIX, repleta de oficiales galdosianos con manguitos. Esa tarde, la chica, que en la actualidad sigue ejerciendo la profesión que García Márquez bautizó, con su habitual elocuencia, como "la más hermosa del mundo", me confesó su intención de dejar la prensa para dedicarse a otra cosa.

-¿Y qué piensas hacer? -le pregunté.

-No sé. Tengo hecho el CAP [Certificado de Aptitud Pedagógica] y a lo mejor me meto en la enseñanza -me contestó.

-¿Dar clases? Pues no es tan mala idea -dije-. Además, la educación tal vez sea el último reducto de la convivencia humana en el que pueda desarrollarse la única revolución posible, ya que todas las demás, tarde o temprano, han terminado siendo un desastre.

Proseguimos la charla unos minutos más hasta que la redacción, que entonces y todavía hoy resulta tan opresiva y siniestra como una ratonera, comenzó a llenarse de periodistas y la atmósfera de cierta intimidad que se había creado entre la joven y yo se disipó como la niebla.

En los años posteriores apenas volví a plantearme otro futuro profesional que no fuera la práctica del periodismo. Sin embargo, la vida no siempre es como a uno le gustaría que fuera sino aquello que se te da la oportunidad de vivir. En mi caso, después de desempeñar diferentes cometidos en otro periódico para el que trabajé y tras firmar seis contratos en el plazo de un año, hice caso a Hemingway ("El periodismo es un camino que te puede llevar a cualquier lugar o a ningún sitio") y tomé la determinación de renunciar a mi verdadera vocación, en lugar de continuar la persecución de un sueño que parecía no conducirme a ninguna parte.

Me preparé las oposiciones para acceder al cuerpo de profesores de Enseñanza Secundaria y toda la suerte que me había faltado durante mi anterior singladura laboral acudió en mi ayuda a la hora de realizar las pruebas de selección. Con mi plaza recién sacada y mi nueva y flamante condición de profesor me presenté en mi primer destino docente: un macrocentro ubicado en el sur de Tenerife. Hacía catorce años que no pisaba un instituto y, al hacerlo por última vez para emprender mi formación universitaria, me había marchado con la intención de no volver jamás. La larga década que separaba ambos instantes arrojaba un balance ciertamente desolador: el sistema público de enseñanza no sólo no había mejorado sino que había empeorado hasta límites impensables. En diversos tramos de ese primer curso de docencia, después de permanecer diecisiete horas semanales en el interior de un aula, junto a niños de entre doce y dieciséis años, muchos de los cuales eran incapaces de mantener la atención más de diez minutos, con unas carencias afectivas y cognitivas que les impedían el normal seguimiento de las clases e imposibilitaban al profesor un aceptable desarrollo de éstas, sentí un extraño estupor, mezcla de abatimiento y resignación, muy próximos a la perplejidad, el desencanto y la impotencia furibunda que se apoderaban del astronauta que encarna Charlton Heston en El planeta de los simios.

Habrá quien piense, y está en su derecho, que esta última observación tal vez sea un tanto exagerada y grotesca, que no se corresponda en absoluto con la realidad. Sin embargo, los recientes datos revelados por la Comisión Europea no dejan margen para la duda: en España, entre 2000 y 2008, la tasa de abandono escolar dobló la media europea; el porcentaje de jóvenes de entre 20 y 24 años que completaron sus estudios de Secundaria se situó 18,5 puntos por debajo del promedio de la Unión Europea y el número de estudiantes de quince años con un nivel insuficiente de comprensión lectora alcanza ya el 25,7 por ciento del total, frente al 4,8 por ciento que se registra en Finlandia.

Además, por si esto no fuera suficiente, el Ministerio de Educación reconoce que la media nacional de alumnos dentro de la población de 18 a 24 años que no han logrado el título de graduado en Secundaria es del 31 por ciento. En Canarias, esta cifra escalofriante se eleva al 36,9 por ciento; lo que significa que, en el Archipiélago, treinta y siete de cada cien jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo lo hacen sin esta titulación de grado medio.

Semejantes indicadores son el resultado de una nefasta política educativa que tiene en la tristemente célebre LOGSE su más logrado engendro. Inspirada por una serie de pedagogos bienintencionados pero completamente equivocados, la citada reforma, que entró en vigor en 1990, ha supuesto la progresiva desmantelación de la enseñanza pública en nuestro país, en aras de una supuesta socialización e integración del alumnado que, a la larga, ha conseguido todo lo contrario: abrir una mayor diferencia entre los grupos o clases sociales, reducir considerablemente las posibilidades de los muchachos con menores recursos económicos y consolidar un amplio sector poblacional con escasa formación y limitadísimas expectativas personales y profesionales.

Si el sueño de la razón produce monstruos -reza el grabado de Goya-, bien puede decirse que la LOGSE ha convertido el sistema educativo español en un siniestro engranaje de pesadilla, muy eficaz en la producción de ineptos y fracasados. La escolarización obligatoria hasta los dieciséis años (contra la voluntad de muchos adolescentes que prefieren recibir una formación profesional), la promoción automática (pasar de curso a pesar de tener todas las materias suspendidas), la incorporación de niños de doce y trece años al instituto y la infradotación presupuestaria han condenado al menos a dos generaciones de ciudadanos a una pobreza intelectual digna de figurar en los manuales de la Historia Universal de la Infamia.

"Las metas sociales en el mundo de la educación tienen dos lecturas: una, conseguir una educación de calidad para tantas personas como sea posible, de manera que cualquier chico que quiera estudiar, provenga de la familia que provenga, pueda recibir la mejor educación. Esta es la idea de la educación como posibilidad de "ascensor" en la escala social que antes primaba en Suecia -explica Inger Enkvist, hispanista y catedrática de Español en la Universidad de Lund-. La reforma eligió la segunda lectura: la meta social es estar todos juntos en el colegio y los años de escolarización deben servir para aumentar el contacto social de los alumnos. La armonía del grupo importa más que los conocimientos. El enfoque cambia por completo. El engaño de este modelo es mantener la terminología de antes: hablar de alumnos, de profesores, de materias y de libros de texto, de notas y de exámenes. En realidad eso no importa, sólo importa la socialización […] Lo social no es hacer todos algo divertido en el aula y en el momento; lo social es aprender la autodisciplina y el respeto, para que la sociedad funcione […] Lo que hace la nueva pedagogía es diluir el contrato entre el ciudadano y la sociedad, transmitiendo a los alumnos la idea de que todo es válido si lo hacemos juntos y lo pasamos bien. Es una manera hedonista de ver la vida y la sociedad. Y es falsa, porque los chicos llegan a la vida adulta creyendo que tienen derecho a todo, que no se les puede exigir nada y con estar allí y sonreír ya han demostrado su buena voluntad. No es real porque no les sirve ni para trabajar, ni para estudiar, ni para educar a sus propios hijos".

La paulatina extinción del modelo tradicional de familia ha traído consigo un caudal de nuevas situaciones y conflictos que el centro de enseñanza, y los profesionales que en él trabajan, no puede atender. Sumida en la peor crisis económica de los últimos quince años, la sociedad española no puede esperar que los poderes públicos encuentren por sí solos la solución a sus problemas y más cuando buena parte de ellos han sido provocados por la irresponsable gestión de sus dirigentes. "La cuestión no radica en lo que tu país pueda hacer por ti, sino en lo que tú estés dispuesto a hacer por tu país", dijo en una ocasión John Fitzgerald Kennedy y ésta quizá sea la única lectura posible que quepa hacer en el ámbito educativo por parte de todos los que, de una forma u otra, nos encontramos metidos dentro de este mismo barco, en medio de la tempestad, y presas de un idéntico desánimo y desaliento, como revela el hecho de que el 54 por ciento de los españoles situados entre los 18 y 34 años reconoce no tener proyecto alguno por el que sentirse interesado o ilusionado.

No obstante, no todo está perdido. En una entrevista que le hice hace más tiempo del que me gustaría recordar, el profesor José Luis Aranguren fue muy taxativo al respecto: "Si no hay lugar para la esperanza, hay que crearlo". Y quienes tenemos, en el fondo, la inmensa suerte de dedicarnos a la docencia sabemos que tales palabras no fueron pronunciadas en vano. Para nosotros, los profesores, la esperanza tiene nombres y apellidos y son todos aquellos jóvenes formidables que la casualidad, de vez en cuando, pone en nuestro camino. La esperanza, por ejemplo, es una chica como Clara Cañas Cano.

Clara tiene dieciséis años. Cursa Cuarto de ESO y habla tres idiomas. Criada en pleno corazón de Madrid, un buen día le diagnosticaron que poseía una cierta sobredotación intelectual y sus padres, ambos administrativos, empleados por cuenta ajena, decidieron proporcionarle la mejor formación académica a su alcance y la matricularon en un centro de enseñanza privada que potenciaba el aprendizaje musical como actividad lectiva complementaria. Clara, con cinco años de edad, escogió la guitarra clásica.

Desde entonces hasta hoy, esta joven, guapa, inteligente, de sonrisa tierna y mirada ingenua, de voz dulce y hermosa, plena de luz y de pureza como las gemas, sencilla, normal, que tuvo que trasladarse a Canarias hace tres años por motivos familiares, ha proseguido con rigor, paciencia y tenacidad sus estudios en el Conservatorio y sus clases en el instituto.

El pasado año, la vida, que a veces premia la bondad de los mansos y el talento de los que nunca bajan la guardia, le regaló a esta chica lista y aplicada la oportunidad de actuar ante más de dos mil personas en el pabellón Santiago Martín, después de que el músico italo-venezolano, Franco de Vita, se quedara prendado de ella, al escucharla en el parque García Sanabria, mientras daba un paseo por los alrededores de su hotel y la joven interpretaba canciones de su propia cosecha, para ganarse un dinerillo extra. A De Vita le llamo la atención su desparpajo y su soltura y la invitó a acompañarle en el escenario esa misma noche e interpretar dos temas.

Un año después de aquel arrebato, el pasado mes de febrero, cuando el cantante y compositor venezolano recaló de nuevo en Tenerife, volvió a contar con Clara para poner el broche a su concierto en el Auditorio y De Vita comprobó hasta qué punto la chica, algo tímida y apocada de la primera actuación, había madurado espectacularmente en el plazo de doce meses. Sin poder ocultar su entusiasmo, el veterano artista se mostró dispuesto a producir un disco en el que esta joven pueda dar a conocer la belleza limpia y serena de sus propias composiciones, que suenan con la sincera espontaneidad de lo que es prodigioso por sí mismo.

El pasado diez de marzo fuimos testigos directos del primer recital en solitario de Clara Cañas, en el mítico pub El Búho, de La Laguna, y gran parte del público asistente, que no la conocía, se sorprendió ante la naturalidad con que esta joven admirable fue mostrando lo mejor de su repertorio, ante su desconcertante aplomo, ante su dominio del espacio escénico y su total acierto incluso en la selección y orden de los temas escogidos.

Los incansables e insaciables espectadores la obligaron a cantar varios bises hasta que la cantautora puso fin al concierto ya que al día siguiente tenía un examen de Matemáticas.

Esa noche regresé a casa con la feliz sensación de que, mientras haya seres humanos como Clara, ser profesor es un regalo maravilloso y la vida merece la pena.

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