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El callejón
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Martin Scorsese: uno de los nuestros

El pasado 17 de enero, Scorsese recibió el premio Cecil B. DeMille por su contribución al cine como creador y defensor del patrimonio cinematográfico. La entrega del galardón vino precedida por un montaje con lo más selecto de su filmografía.

Para un niño de constitución frágil, hijo de padres trabajadores y orígenes italianos, de pequeña estatura, voz aguda y asmático, la vida se presentaba con escasos alicientes en plena posguerra, en un barrio de emigrantes y en plena ciudad de Nueva York. Consciente de sus propias limitaciones, este chico menudo, nervioso y enfermizo, pronto encontró consuelo a sus frustraciones en el cinematógrafo. Se trataba de un entretenimiento pasivo, barato y que, además, podía compartir con su padre, con quien acudía a los estrenos de los fines de semana con el fervor y el entusiasmo de quien asiste a una ceremonia religiosa. Sin embargo, la mayoría de las veces el muchacho se tenía que conformar con ver las películas por televisión. Fue durante una de aquellas convalecencias eternas que marcaron su infancia cuando Martin Scorsese (Nueva York, 1943) descubrió a qué se quería dedicar el resto de su existencia: "La visión, por vez primera, de Ciudadano Kane, en una reposición televisiva, lo cambió todo. Acostado en el sofá, víctima de un nuevo ataque de asma, la fascinación que aquellas imágenes despertaron en mí hicieron que reconsiderara mi vocación inicial de ser sacerdote e intentara convertirme en director de cine".

Criado en un entorno turbulento, en el que abundaban los pandilleros y los delincuentes juveniles, Scorsese recuerda que, en aquel entonces, en Little Italy, "a un chaval como yo sólo le quedaban dos opciones: o se hacía gángster o cura". Tiempo después, probaría suerte en el sacerdocio y se matricularía en el Cathedral College, del Upper West Side, de Manhattan, del que no tardaría en ser expulsado. Finalmente, encauzaría su compleja e incontenible personalidad a través de su gran pasión por el celuloide, al ingresar en la Escuela de Cine de la Universidad de Nueva York, donde no sólo se empaparía de historia y teoría cinematográfica, gracias a los modestos recursos técnicos que este centro proporcionaba a sus alumnos, también pudo rodar sus primeros cortometrajes.

El contacto con el ambiente universitario y las enseñanzas de determinados profesores y mentores (no hay que ignorar que el productor y realizador de filmes de bajo presupuesto, Roger Corman, le financió Boxcar Bertha, su segundo largometraje) completaron su formación intelectual y ampliaron y enriquecieron una mirada sobre el mundo, profundamente influida por las duras condiciones de vida del ambiente en que este artista creció, en el que la violencia y la brutalidad solían ser elementos cotidianos y en el que el catolicismo se experimentaba, en carne propia, como un medio siempre doloroso para expiar las culpas y alcanzar la salvación.

Con tales ingredientes, a los que hay que sumar una concepción entre manierista y barroca, a la vez que rupturista y completamente renovadora, de la narrativa fílmica, Scorsese ha ido puliendo, película tras película, su vertiginoso, agresivo y exhibicionista estilo visual, palpable, con exuberante y, a veces, indecorosa incontinencia, en cada encuadre e, incluso, en cada desplazamiento de la cámara en sus obras maestras, tan personales, tan rotundas, tan imitadas: Taxi driver (1975), Toro salvaje (1980), Jo, qué noche (1985), Uno de los nuestros (1990), Casino (1995) o Infiltrados (2006).

En otras ocasiones, toda la pulsión frenética, todo el ímpetu irrefrenable o toda la pasión casi devoradora con la que este cineasta afronta las exigencias y los retos de su trabajo han de ser canalizados por los rígidos límites que exige un determinado género, cuyas reglas han de cumplirse a raja tabla. En estos casos, el director de Malas calles se repliega sobre sí mismo, echa el freno y adopta el rol dócil de un artista por cuenta ajena que trata de asumir el encargo con la mayor profesionalidad y, sobre todo, con la humilde convicción del discípulo aventajado que reconoce su deuda con los maestros que le precedieron. De esta forma, cintas como New York, New York (1977), El color del dinero (1986), El cabo del miedo (1991), La edad de la inocencia (1993), Gangs of New York (2002) o El aviador (2004) están rodadas con desiguales resultados pero todas ellas responden al tibio distanciamiento que proporciona la dimensión comercial del producto, ya que están construidas con el esmero y el trato exquisito de cualquier artesano que conoce y ama profundamente su oficio.

Es a este segundo grupo de películas al que adscribo Shutter Island, la última ficción cinematográfica, estrenada por Martin Scorsese.

Ambientada en plena década de los cincuenta, es decir, en pleno auge del psicoanálisis y de la psicosis colectiva generada por la guerra fría y el macarthismo, esta intriga policial, basada en la novela homónima de Dennis Lehane, autor también de Mystic River, relata en clave de suspense, con pinceladas de terror gótico, la investigación llevada a cabo por dos agentes federales entre las paredes del hospital psiquiátrico Ashecliffe, un complejo penitenciario, enclavado en una isla de la costa de Maine, del que ha desaparecido una peligrosa psicópata, condenada por asesinato.

"Leí el guión por la noche -cuenta Scorsese-. Debía irme a la cama porque madrugaba al día siguiente, pero no podía apartar los ojos del libreto y los distintos niveles de intensidad y ritmo de la historia no dejaban de sorprenderme. Este es el tipo de historia que me gusta leer para después verla en la pantalla. Todos estos años creo que me he mantenido alejado de cierto tipo de películas que emulan un estilo que es como un referente cinéfilo, pero al final son las películas que vuelvo a ver una y otra vez. Siempre me han atraído esas narraciones-faro. Lo interesante es que la historia y la realidad de lo que está pasando van cambiando constantemente y hasta la escena final todo se basa en cómo se percibe esa realidad".

Con la apariencia de un thriller de época, dado que la acción transcurre a mediados del siglo pasado, el realizador neoyorkino apenas deshilvana la tupida tela de araña argumental que va atrapando al protagonista (un excelente Leonardo DiCaprio, en su cuarta colaboración con el director de La última tentación de Cristo) y permite que sea el propio espectador quien resuelva a su libre criterio las sucesivas incógnitas que surgen a lo largo de la laberíntica trama que, por su deslumbrante aspecto formal y su previsible desenlace, recuerdan al clásico del cine mudo El gabinete del Dr. Caligari, cumbre del expresionismo alemán y filmada, en 1920, por Robert Wiene.

Deudora del mejor Hitchcock, de la elegancia desplegada por Otto Preminger en Laura (1944) y de la enrevesada y diabólica farsa montada por el inigualable Orson Welles en El proceso (1963), Shutter Island es un homenaje sentido, sincero y riguroso a Jacques Tourneur, un extraordinario e inventivo orfebre que se vio relegado a la creación de joyas de bajo costo, dentro de la mayor industria del ocio que un día conoció el hombre contemporáneo.

En definitiva, nos encontramos ante una extraña pieza menor, de arqueología cinematográfica, espléndidamente tallada, con pulcritud y mano firme, por un artista de valía incuestionable, llamado a seguir abriendo viejos nuevos caminos dentro del lenguaje fílmico.

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