"La perversión no está en lo que se ve, sino en los ojos de quien mira"
Giovanni Boccaccio
Hace más de un siglo surgía entre las paredes de un café de París un medio de comunicación cuya trascendencia en la sociedad sólo puede compararse a la invención de la imprenta. Ya desde sus inicios el cine ejerció un poderoso influjo en la gente, alcanzando muy pronto la categoría de fenómeno de masas. En todo este tiempo, el cinematógrafo no ha dejado de perder esta naturaleza revolucionaria, tan apegada a sus modestos orígenes de atracción de feria, si bien ha debido compartir protagonismo con otros medios que han ido naciendo al amparo de los adelantos tecnológicos y del progreso científico. En su corta pero intensa andadura el cine ha sabido sobreponerse a los cambios y retos dictados por la competencia planteada tanto por la radio, la televisión y, ahora, por internet.
Por otro lado, la imparable expansión de los medios audiovisuales en el ámbito de lo privado no ha conseguido, sin embargo, acabar con el aspecto litúrgico, ceremonial, de la representación cinematográfica. Ése que tiene que ver con la percepción, con la contemplación del discurso, de las imágenes acompañadas de sonido (ruidos, música o palabras). A pesar del desarrollo de un sinnúmero de instrumentos para la reproducción individual de mensajes (magnetoscopio, láser disc, DVD, ordenador personal), el cine sigue conservando el espacio físico de la sala, donde los espectadores se reúnen para compartir la contemplación de veinticuatro imágenes por segundo.
En un siglo largo de existencia, el cine ha desarrollado sus propios códigos de comunicación. En el terreno de la mera ficción, eso se ha traducido en la conformación de los distintos géneros que, con la salvedad quizá del western (cuyas referencias habría que buscarlas en una cierta épica norteamericana de relatos y leyendas de tradición oral y periodística), han tenido su punto de partida en la literatura y en el teatro.
Dentro de los géneros cinematográficos se inscribe el cine pornográfico o de películas "X", según la calificación legal puesta en vigor en Estados Unidos de Norteamérica. Emparentado con un fenómeno comunicativo que se remonta a las civilizaciones más antiguas, este tipo de cine, consistente en la representación de escenas sexuales explícitas, ha seguido una evolución paralela a la del propio arte cinematográfico: desde el barracón portuario hasta el reservado ámbito del reproductor de DVD doméstico. Si bien es cierto que, a diferencia de otras modalidades cinematográficas, las películas porno, que también conocieron la bonanza de una industria desarrollada a lo largo de las salas comerciales, debieron sostener una lucha considerable para ser exhibidas en público.
Un concepto conflictivo
Término de complicada precisión donde los haya, la expresión "pornografía" tiene un origen griego. Se trata de un vocablo compuesto de las voces "porno" y "grafía" que, etimológicamente, proceden de las palabras "pórne" (prostituta) y "graphos" (escribir acerca de). Por lo que, de acuerdo al menos con su genealogía lingüística, "pornografía" equivaldría a toda aquella forma de escritura relativa a las prostitutas y a la prostitución. Así, la primera acepción del término que recoge el Diccionario de la Real Academia Española habla de "tratado acerca de la prostitución" y añade otros dos significados: "carácter obsceno de obras literarias o artísticas" y "obra literaria o artística de este carácter". Para el Diccionario de uso del Español de María Moliner, pornografía es la "cualidad de los escritos que excitan morbosamente la sexualidad" y la relaciona con el sinónimo "obscenidad". Ambos cuerpos lexicográficos coinciden a la hora de definir el término "obsceno" como "lo que presenta o sugiere maliciosa y groseramente cosas relacionadas con el sexo".
El tratamiento dado a la palabra "pornografía" en otros idiomas resulta bastante similar al nuestro. Por ejemplo, el Oxford English Dictionary la describe como "la expresión o sugerencia de temas obscenos o impúdicos en arte y literatura" y cita como muestras de pornografía las pinturas murales de Pompeya, que ilustran las más variadas formas de coito. Respecto al significado de "obsceno", Havelock Ellis señala que dicho vocablo proviene de la voz latina "scena" y sugiere que "obscenidad" haría referencia a todo aquello que sucede "fuera de la escena", es decir, "lo que no se presenta normalmente en la escena de la vida".
Ahora bien, ¿cómo distinguir una obra pornográfica u obscena de la que no lo es?
Las dificultades en este caso se multiplican, ya que -como apunta Montgomery Hyde- no hay dos hombres o mujeres que, sobre este asunto, piensen del mismo modo. "Lo que esto sea depende, por lo general, totalmente de la persona -afirma D. H. Lawrence en su obra Pornografía y Obscenidad-. Lo que es pornografía para un hombre puede ser la risa del genio para otro".
En parecidos términos se expresa Camilo José Cela quien, en su Enciclopedia del erotismo, tras marcar el origen histórico de la palabra ("Al parecer, nació en lengua francesa, en 1769, en el título de la obra de Restif de la Bretonne, El pornógrafo, y en su acepción moderna, vinculando su noción a la obscenidad, no aparece hasta finales del siglo XIX"), asegura que la pornografía "no existe más que en la mirada o en el espíritu del contemplador".
Ante la imposibilidad de lograr una definición consensuada de esta expresión, se ha intentado definirla mediante la oposición con la palabra "erotismo". En este sentido, los doctores Eberhard y Phyllis Kronhausen consideran que los materiales ligados tanto a un término como a otro pueden ser igualmente explícitos, aunque en la pornografía -precisan-, en aras de conseguir una mayor efectividad a la hora de la excitación, "se registra la ausencia de los sentimientos que suelen rodear a las relaciones sexuales", mientras que en la ficción erótica "se tiende a reflejar el amplio espectro de las emociones más frecuentemente ligadas a la sexualidad".
En la distinción entre erotismo y pornografía Gérard Lenne se muestra más taxativo, ya que, en su libro Le sexe à l"écran, entiende que el erotismo es lo que tiene lugar en la cabeza: "es una función cerebral". Mientras que la pornografía es la actividad que efectúan los cuerpos y el espectáculo que resulta es una función corporal. "El erotismo es imaginativo, la pornografía es demostrativa", sentencia Lenne.
Sin embargo, tal y como recuerda H. J. Eysenck, la individualidad en este campo es "suprema". Lo que para unos es sugestión erótica, para otros no deja de ser pura pornografía.
Esta incapacidad descriptiva se refleja, sobre todo, en el ámbito legal. En el caso de España, el legislador, que en 1995 incluyó en el Código Penal el delito contra la libertad sexual, previsto en el artículo 186 ("El que, por cualquier medio directo, difundiere, vendiere o exhibiere material pornográfico entre menores de edad o incapaces, será castigado con la pena de multa de tres a diez meses"), no emplea ni una sola palabra para describir que se entiende por pornográfico. "Este material debe ser, de algún modo, idóneo para producir algún daño en el desarrollo o en la psique de personas inmaduras o incapaces de un cierto control de sus instintos sexuales", explica el catedrático de Derecho, Francisco Muñoz Conde.
En general, podemos decir que, a pesar de las diferentes perspectivas existentes sobre la cuestión, las distintas opiniones coinciden en aceptar que por pornográficas han de entenderse todas las obras cuya principal finalidad sea la excitación sexual (Roger Shattuck) y que, en el ámbito cinematográfico, se caracterizan fundamentalmente por reproducir escenas de sexo explícito en cualquiera de sus variantes.
Incluso, aún siendo aceptadas tales premisas, los juicios no son del todo unánimes y, para muestra, ahí van un par de botones. Mientras unos consideran que el cine pornográfico no es más que "actores y actrices que fornican ante la cámara y luego sus actos sexuales son exhibidos en público" (Salvador Sáinz), aficionados al género como el cineasta Luis García Berlanga declaran que "no hay cine erótico más válido, más honesto, que el cine ereccional, el llamado porno duro, ese trasiego de sexos robustos y capaces, esas contorsiones sin apenas argumento".
Un oscuro objeto de deseo
La representación gráfica de las prácticas sexuales es tan antigua como la propia Humanidad. De hecho, se tiene cierta constancia de que hace cinco mil años los primitivos habitantes de Ti-n-Lalan, en la región libia de Fezzan, dibujaban en piedra figuras antropomórficas dotadas con imponentes falos en plena acción. Asimismo, el arte egipcio recoge escenas de felación, también presentes en los grupos escultóricos del templo de Lakshamana, en la India, y en las estampas japonesas de juegos eróticos.
Sobra recordar que la sexualidad ha estado presente de una forma más o menos explícita en la civilización occidental en todas y cada una de las manifestaciones artísticas y hasta religiosas, porque -como bien recuerda Montgomery Hyde- hasta la Biblia contiene pasajes que muchos se atreverían a calificar de "pornográficos".
No en balde, tanto en Grecia como luego en Roma existió una amplia libertad en todo lo relacionado con el sexo. Los griegos contemplaban el cuerpo desnudo con una mezcla entre admiración y curiosidad festiva. Los míticos frescos pornográficos que colgaban de los palacetes de Pompeya muestran una similar actitud de descaro e impudor y una misma sensibilidad estética por parte de los romanos con respecto a la actividad sexual.
La actitud desinhibida hacia el sexo fue nota común en ambas civilizaciones. Así, en Grecia, mucho después de la caída del estado de Atenas, siguieron abundando los cuadros y esculturas que mostraban a hombres y mujeres en pleno disfrute de las diversas formas de relación sexual. Tales escenas adornaban incluso el fondo de las vasijas y de los platos de los niños, con el fin de que éstos tuviesen algo divertido que mirar mientras comían. Por otro lado, era frecuente que en las esquinas de las calles se erigiesen estatuas en honor a Príapo, deidad de la vid y de los jardines. Estas esculturas consistían en la cabeza de un hombre barbado, apoyada en un plinto, en medio del cual se colocaba un pene en erección. Estos monumentos servían de altar y ante ellos se solían arrodillar las mujeres para rezar pidiendo fertilidad. Las jóvenes solteras acostumbraban a montarse sobre el miembro viril y, en vísperas de la noche de bodas, ofrecían a veces su virginidad al dios, en un gesto de suprema devoción. Otra costumbre muy frecuente en Grecia, y de la que da cuenta Aristófanes en su comedia Lisístrata, era la utilización de unas imitaciones del órgano masculino, confeccionadas en cuero por los zapateros, llamadas "olisbos", que tenían gran predicamento entre las damas.
Según cuenta Montgomery Hyde, entre los ciudadanos helenos uno de los objetos más comunes en el hogar, la lámpara de terracota, constituía el recipiente favorito de arte pornográfico. "Los dibujos de vasos y platos que han llegado hasta nosotros muestran diversas formas del coito anal -dice este investigador-. Aunque todos los escritos eróticos que tratan este tema se han perdido, sabemos que muchos de ellos fueron escritos por mujeres. La poetisa Elefantis debe su reputación a haber enumerado nueve posturas distintas".
Tales prácticas también alcanzaron un notable desarrollo en Roma, donde el placer sexual gozó de la misma consideración social que había tenido en Grecia. El culto dionisíaco adquirió aquí caracteres que, vistos hoy, nos parecen hasta delirantes; al parecer, en el teatro del Bajo Imperio, cuando el argumento de la obra así lo exigía, actrices y actores copulaban delante de los espectadores. La literatura pornográfica tuvo importantes valedores en la cultura romana, siendo su autor más significado Cayo Petronio, cuyo Satiricón describe con gracia y desparpajo todas las formas de actividad sexual, desde el coito oral o "fellatio", pasando por el coito anal e incluyendo la desfloración de adolescentes.
Casi al mismo tiempo que el imperio romano se extendía a lo largo y ancho del Mediterráneo, durante la primera dinastía Han en China (año 206 a.C.), una serie de doctores y eruditos taoístas redactaban una amplia relación de manuales sobre las relaciones sexuales, que han pasado a la posteridad bajo el título de El arte de la alcoba. En esta obra el encuentro sexual adquiere una dimensión cósmica, a través del control del "yin" femenino y del "yang" masculino. En otro manual de similares características, Secretos de la Cámara de Jade, se explica cómo intensificar y prolongar el placer sexual.
Este género de escritos se emparenta con una antiquísima tradición oriental de pornografía erótica, que tiene en el Kama-Sutra, de Vatsayana, su más célebre exponente. Esta obra, escrita en sánscrito y en la India, en el siglo IV d. C., representa probablemente -a juicio de Hyde- el "más detallado tratado social y psicológico que se haya producido sobre el arte de amar". Se trata de un cuidadoso estudio del "maka" (placer sexual), que su autor define como uno de los tres grandes objetivos de la vida, junto al "dharma" (religión) y al "artha" (riqueza). Además, el Kama-Sutra presenta un fresco completo de la vida sexual en aquel tiempo, cuando la sociedad se asentaba en un orden feudal y la clase acomodada había desarrollado una vida altamente sofisticada en los núcleos urbanos. Al existir la poligamia, un hombre debía satisfacer a varias mujeres, por lo que la obra de Vatsayana da valiosos consejos a las esposas para sobrepasar a las demás en el arte de amar o para buscar solaz esparcimiento en brazos de un amante.
Sin embargo, la adopción del cristianismo como religión oficial del tardío imperio romano supuso un giro en las costumbres amorosas de trescientos sesenta grados, ya que los discípulos de Pablo terminaron imponiendo la creencia de que cualquier acto que da placer sensual es perverso y debe ser reprimido. Para promover la virtud cristiana de la castidad, la Iglesia se sirvió de dos medios: la mortificación de la carne, mediante el castigo corporal (no es necesario decir que el instrumento preferido para lograr este propósito fue la vara) y la completa abstinencia del intercambio sexual.
Pero este ideal de castidad no resistió por mucho tiempo los embates del deseo y del apetito carnal. A finales de la Edad Media, los pontífices lograban mantener a duras penas el celibato del cuerpo eclesial. Sobre todo si tenemos en cuenta que la gran mayoría de sacerdotes, monjes y monjas abrazaban la fe más por motivos de mera supervivencia económica que por una auténtica llamada vocacional. No resulta extraño, pues, que dadas estas circunstancias algunos conventos terminaron convirtiéndose en verdaderos burdeles. Fiel reflejo de este mundo de hipocresía y decadencia es la primera obra de pornografía moderna, El Decamerón, de Giovanni Bocaccio, escrito entre 1348 y 1353, y publicado en Venecia en 1371. Debido a que fue uno de los primeros libros impresos, esta obra disfrutó de una circulación mucho mayor que la de cualquier texto anterior de similar naturaleza.
Ambientada durante la peste que estalló en Florencia en 1348, El Decamerón se compone de cien relatos que un grupo de jóvenes (siete mujeres y tres hombres) se cuentan unas a otros a lo largo de los diez días que dura su voluntario encierro en una villa a las afueras de la ciudad sitiada por la epidemia. "No se trata de una mera crónica de aventuras sexuales. En la mayoría de las historias el autor se burla delicadamente del concepto de castidad en una amplia gama de escenarios y en todas las estaciones de la vida italiana de la época", afirma Montgomery Hyde.
Poco antes de la muerte de Bocaccio, acaecida en 1373, arribaba a Florencia un joven poeta inglés en misión diplomática, su nombre: Geoffrey Chaucer. Familiarizado con la obra del gran pornógrafo italiano, el escritor británico realizó su propia versión de las historias del Decamerón y las contó a su manera en The Canterbury Tales (Los Cuentos de Canterbury). Serie de narraciones con las que alivian su viaje un grupo de peregrinos que caminan entre Tabard Inn, Southwark, y el altar de santo Tomás Becket, en Canterbury.
Ya en el siglo XV, el Renacimiento italiano contó con un notable escritor obsceno en la figura del humanista Gian Francesco Poggio Bracciolini, secretario papal, cuyo Facetiae gustó mucho a la Curia Romana.
Un siglo más tarde, en 1558, se publica en Francia El Heptamerón, original de Margarita de Valois, a la sazón esposa del rey Enrique IV. Ideada como una imitación del Decamerón, esta obra inconclusa contiene setenta y dos historias cortas, contadas en siete días por un aristocrático coro de damas y caballeros que han quedado aislados en una abadía de Los Pirineos como consecuencia de unas inundaciones. Constituye uno de los pocos ejemplos de literatura erótica escritos por una mujer.
Otros autores destacados en la primera parte del siglo XVI son el francés François Rabelais y los italianos Pietro Aretino y Benvenuto Cellini. Tanto el Pantagruel (1532) como Gargantúa (1534) de Rabelais fueron incluidos en la lista de libros prohibidos de la Sorbona, debido a la falta de respeto que el autor mostraba por el clero. Por su parte, Pietro Aretino, favorito del Papa que se vio obligado a huir de Roma por su conducta licenciosa, compuso un conjunto de dieciséis sonetos pornográficos, para acompañar los dibujos obscenos de Giulio Romano que representaban diversas posturas del acto sexual, así como sus célebres Ragionamenti, diálogos en los que dos prostitutas romanas, Nanna y Antonia, discuten sobre la moralidad de conocidos contemporáneos y dan lecciones sobre cómo hacer el amor a la joven e inexperta Pippa. La inclusión del legendario escultor y orfebre, Benvenuto Cellini, entre esta nómina de autores eróticos y pornográficos, se debe a la sugerente descripción de sus aventuras amorosas que lleva a cabo en su Autobiografía.
El siglo XVII conoce los grabados de tema mitológico del italiano Agostino Caracci, uno de los primeros artistas que retrató con elegancia y sin tapujos el acto de la penetración.
La siguiente centuria, pródiga en acontecimientos de gran trascendencia histórica, será recordada, en lo que respecta a la literatura erótico-pornográfica, por las aventuras y desventuras de dos polémicos aristócratas: Giovanni Giacomo Casanova y Donatien Alphonse Francois, el marqués de Sade.
Casanova, periodista, eclesiástico, diplomático, seductor, relató en sus extensas Memorias (no publicadas hasta muchos años después de su muerte) gran parte de sus conquistas. Pese a que muchos pasajes merecen el calificativo de pornográficos, el autor nunca emplea un lenguaje obsceno. Como apunta Havelock Ellis, Casanova "era un consumado maestro en narrar dignamente experiencias indignas".
Por el contrario, el marqués de Sade llegó más lejos que nadie en la descripción de las relaciones sexuales, en las que el dolor y la muerte se confunden con un intenso placer sexual en pasajes de un descarnado realismo que todavía siguen sorprendiendo al lector, más de doscientos años después. Las novelas de Sade son definidas por Havelock Ellis como una especie de "enciclopedia de las perversiones sexuales del siglo XVIII": Justine (1781), Los 120 días de Sodoma (1785), Aline y Valcour (1788), El filósofo en el tocador (1795), Juliette (1796) y Los crímenes del amor (1800).
A mediados del siglo XVIII aparece la primera obra maestra del género pornográfico en lengua inglesa: Memoirs of the life of Fanny Hill (Memorias de la vida de Fanny Hill), de John Cleland, ex cónsul británico en Esmirna, agente comercial arruinado y que, perseguido por las deudas, escribió esta obra para salir de la miseria. Algunos especialistas la consideran la mejor pieza de la literatura erótica en este idioma.
Ya en el siglo XIX la producción de obras puramente pornográficas en este país se disparó, gracias a los avances tecnológicos en la impresión, que permitían una difusión masiva de estos productos, a pesar de las cortapisas legales. Novela de ínfima calidad, destaca por su notable éxito en el mercado anglosajón A night in a Moorish Harem (Una noche en un harén morisco), que narra el episódico encuentro con las nueve esposas de un "pashá", en Marruecos, por parte de un afortunado oficial de la marina británica.
Durante este período también fueron muy populares en Inglaterra las revistas y los almanaques eróticos. De julio de 1879 data el primer número de The Pearl, a monthly journal of facetiae and voluptuosus reading (La Perla, periódico mensual de lectura pícara y voluptuosa), publicación que tuvo un gran éxito.
Mientras tanto, la difusión de material pornográfico en EE.UU. no se produjo hasta 1846, fecha en la que el editor irlandés William Haynes empezó a publicar en Nueva York obras procedentes de Europa. En 1870 las ventas anuales ya alcanzaban los cien mil ejemplares.
A lo largo del siglo XIX la ilustración pictórica alcanza una amplia difusión. Son dibujos y grabados eróticos y pornográficos, realizados para ilustrar libros o para ser publicados de forma independiente. Estos trabajos eran ejecutados por dibujantes anónimos de estampas clandestinas y por reconocidos artistas como Fragonard, Watteau, Vidal, Vidal, P.A. Baudoin, Franz von Bayros, Felicien Rops o Toulouse-Lautrec. Pero fueron los ingleses Audrey Berdsley y Thomas Rowlandson quienes más sobresalieron en la representación iconográfica de explícitas escenas sexuales.
En cuanto a la cosecha literaria de este siglo, ninguna de las obras escritas en este registro logró el grado de notoriedad que las posteriores El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, y My life and lovers, de Frank Harris. No obstante, merece la pena que nos detengamos en Venus envuelta en pieles, por ser la obra más conocida de su autor, Leopoldo von Sacher-Masoch, padre de la modalidad de actividad sexual conocida como masoquismo. Nacido en 1836, en la ciudad polaca de Lvow, perteneciente entonces a Austria, Masoch era hijo de un jefe de policía y de una noble de origen ruso. De niño se sentía atraído por los espectáculos de crueldad y le gustaba mirar grabados de ejecuciones, mientras imaginaba que estaba en poder de una mujer desalmada que lo mantenía encadenado y lo torturaba. Venus envuelta en pieles está basada en experiencias autobiográficas y es la historia de un terrateniente que se convierte en el esclavo de una mujer despiadada llamada Wanda (nombre de la primera esposa del autor), a quien éste anima para que lo ate y lo flagele con un pesado látigo, "como el que empleaban en Rusia para azotar a los siervos".
En la segunda mitad del siglo XIX surgió un nuevo medio: la fotografía. El desarrollo de este instrumento revolucionario inauguró el negocio de la producción y distribución de retratos eróticos. Uno de los fotógrafos que obtuvo mayor éxito con este tipo de imágenes obscenas hasta que la policía londinense puso fin a sus actividades fue Henry Hayler, quien contaba con dos casas en el barrio de Pimlico, habilitadas para servir de improvisados estudios donde posaban él, su mujer y sus dos hijos. En el momento de su detención, en 1874, Hayler poseía más de 130.000 fotos y unas 5.000 placas que fueron devoradas por las llamas.
La extensa difusión de este tipo de materiales por toda Europa forzó a los gobiernos estatales a dictar las primeras leyes contra la realización de imágenes de desnudos que no tuviesen una finalidad científica o artística. Sin embargo, los progresos técnicos en las artes gráficas permitieron que este negocio floreciese a finales del siglo XIX. De esta manera, sólo en Alemania se producían más de 88 millones de postales eróticas y en Francia esta industria llegó a dar trabajo a más de 30.000 personas.
El negocio de las postales eróticas y pornográficas, en las cuales las modelos solían ser prostitutas, entró en declive a principios del pasado siglo, con el surgimiento de otros medios de difusión de imágenes, como los periódicos ilustrados y las revistas. Pero el fin de la fotografía de contenido sexual se debe, por encima de todo, a la aparición del cinematógrafo. Curiosamente, las primeras películas de este género rodadas en Europa también contaron con profesionales del amor para representar los papeles protagonistas. Y es que, como recuerda Román Gubern, "el cine pornográfico no fue, en sus orígenes, en realidad, más que un eslabón perfeccionado de la fotografía licenciosa".