Al maestro Juan Manuel Gozalo, in memoriam
En el fútbol español ha habido siempre grandes delanteros centros: corajudos y valientes (Telmo Zarra), oportunistas (Marcelino), oriundos (Roberto Martínez), caballerosos (José Eulogio Gárate), potentes (Satrústegui), elegantes (Manu Sarabia), hábiles (Emilio Butragueño), patosos (Julio Salinas) y hasta volátiles (Carlos Santillana). Pero jamás ha habido un rematador como Enrique Castro González, Quini, el futbolista que mayor número de veces ha alcanzado el trofeo de máximo goleador: siete, cinco en Primera División y dos en Segunda.
Natural de Oviedo, Quini jugó casi toda su carrera deportiva en el Sporting de Gijón (quince de diecinueve temporadas), donde llegó a coincidir con su hermano Jesús, guardameta sportinguista durante diecisiete años y que murió ahogado, en 1993, al salvar a un muchacho en la playa cántabra de Pechón. Delegado en la actualidad del popular club asturiano, Enrique Castro lleva peleando desde hace tiempo contra un cáncer que lo ido devorando por dentro, poco a poco.
Durante la primera de sus cuatro temporadas en el F.C. Barcelona, entre 1980 y 1984, el legendario jugador sufriría un cruel secuestro de veinticuatro días, en mitad del campeonato, aunque eso no le impidió que, al final del torneo, se alzase con su sexto Pichichi. Ese mismo año, el 18 de junio, conseguiría el primero de los cinco títulos que logró a lo largo de su prolongada trayectoria profesional: la Copa del Rey, disputada en el estadio Vicente Calderón, ante el Sporting de Gijón.
Aún mantengo vivo el recuerdo de aquella final, en la que un Barça pletórico por la recuperación física y anímica de su estrella y herido en el amor propio, tras una Liga frustrante, se deshizo con relativa facilidad de un rival más modesto pero que practicaba un mejor juego colectivo. Esa noche, Quini, que ya entraba en su etapa de madurez futbolística, marcó dos goles y no celebró ninguno. En su interior debió de sentir una extraña confusión de sentimientos encontrados: euforia, por un lado, y amargura, por otro. Héroe y villano a un tiempo. Triunfador y fracasado. Y, en cierto sentido, un apátrida.
Una suerte de casualidad fortuita o una especie de malhadado designio o, tal vez, la concurrencia de ambas circunstancias fatales han provocado que, por segunda temporada consecutiva, el futbolista Fernando Torres no pueda enfrentarse en un partido de competición oficial a su ex equipo, el Atlético de Madrid, en el que ingresó a los once años de edad, en 1995, con el que debutó en Primera División, con el que alcanzó la internacionalidad absoluta dentro de la selección española, en el que no tardó en convertirse en ídolo y líder incuestionable, reverenciado por la grada, y del que se marchó, en 2007, con la cabeza alta y la conciencia tranquila, pero con la frustración de no haber conseguido ningún éxito deportivo, después de haber llevado la pesada carga a sus espaldas de un club histórico, muy venido a menos, sumido en una constante crisis de identidad e inmerso en la más cruda (y dura) mediocridad.
En un mundo tan (in)humanamente devorado por el interés monetario y la bulimia financiera como el balompié actual, la historia de este veterano de 26 años, con raíces gallegas y procedente de Fuenlabrada, una ciudad dormitorio en el cinturón industrial de Madrid, es la eterna fábula del chico que sueña con que un día será futbolista famoso en un determinado equipo, que crece y, sin casi darse cuenta, hace realidad esas ilusiones y luego, ya adulto, trata de asumir su propio destino sin que el niño que aún lleva dentro se sienta del todo traicionado.
Asegura Fernando Torres, el jugador profesional que hoy milita en el Liverpool, todo un clásico del fútbol británico cuya edad de oro coincidió con el inicio del declive atlético (finales de la década de los setenta y principios de los ochenta), que en su familia el único aficionado colchonero era Eulalio, su abuelo materno, que tenía colgado, en el salón de su casa en Valdeavero, un pueblecito próximo a Guadalajara, un plato de cerámica con el escudo del club del Manzanares. Aquel adorno ejerció un poderoso influjo en el nieto, quien con dos o tres años empezó a ser aleccionado en la fe rojiblanca:
"Pasaba mucho tiempo con él y me decía que prefería morirse a tener un escudo del Madrid. Me repetía que yo tenía que ser antimadridista y que el Atleti era lo mejor que había -relata Torres-. Yo creo que el abuelo se hizo del Atlético para llevar la contraria a todo el mundo. Pero no sé muy bien por qué. Sospecho que si mi abuelo hubiera sido del Madrid no me habría convencido. Yo habría sido igualmente del Atlético. Porque no me convenció tanto el hecho de que me lo dijera el abuelo como los valores que destacaba. Me identifico con lo que representa el Atleti: lo difícil, lo que nadie espera, la otra cara. El Madrid es el equipo de todos, el mejor, el que lo gana todo, y el Atleti es el pobre, el que sufre, el que nadie quiere".
Se van a cumplir dos años del magnífico triunfo de la selección española en la Eurocopa de Austria. Aquel domingo, hundido en la peor crisis personal de mi vida, mis hermanos y yo nos sumimos en un fuerte abrazo nada más acabar el partido, en medio del júbilo general, de cierta estupefacción familiar y del sueño bendito de mi sobrina Daniela, de apenas dos meses (ahora responde "Aleti", cuando se le pregunta de qué equipo es). Y, entonces, me eché a llorar. En mi caso, al dolor íntimo, oculto, de la ruptura inevitable e inminente, se superponía, como una gozosa y balsámica alegría, la felicidad de una victoria deportiva que, en la hora de los justos, venía a premiar y a compensar, tras tantas críticas sin fundamento y tantas decepciones, a Luis Aragonés (el entrenador), a José Armando Ufarte (el segundo de a bordo) y a Fernando Torres (el jugador que firmó el precioso remate, único gol de la final). Tres atléticos, tres héroes de la mitología rojiblanca que, a buen seguro, hoy no lamentan que El Niño no retorne a casa, porque una derrota con él, luchando en la escuadra contraria, sería algo muy doloroso, trágico, como una de esas heridas en el corazón que nunca cicatrizan. Como la amarga victoria que Quini se brindó a sí mismo a costa del equipo de su vida.