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El callejón
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El sentimiento atlético de la vida

La pequeña Ainara Carrillo González, con apenas nueve meses, es el último fichaje de una familia con dos generaciones de sufridores rojiblancos y ya sabe lo que es vestir la camiseta del club colchonero.

A Quique y a los muchachos, por devolvernos la ilusión en las causas perdidas 

[NOTA: empujado por la concurrencia de un hecho absolutamente inusual, el autor de estos párrafos se ha visto obligado a reproducir a continuación, con ligeros cambios, el texto que fue publicado en esta misma sección hace casi un año. Espero que ustedes, amables lectores, sepan disculpar la repetición y apelo a su generosa, paciente y solidaria comprensión] 

La tarde del 15 de mayo de 1974, festividad de San Isidro, el Club Atlético de Madrid llegaba a su primera y única final de la Copa de Europa sin haber encajado un solo gol en todo el torneo. El argentino Juan Carlos Lorenzo, ex seleccionador de la albiceleste, que había llegado esa temporada a la dirección técnica, tras relevar al austríaco Max Merkel, cuya dureza y sentido férreo de la disciplina le valieron el apelativo de "míster Látigo", había conseguido moldear un equipo compacto: sólido atrás, firme en el centro del campo y rebosante de rapidez y talento en la línea ofensiva. Un conjunto serio y sin fisuras que tenía en el contraataque su más brillante y letal seña de identidad.

El Atlético, que venía de superar una tumultuaria y rocambolesca semifinal frente al Celtic (en la ida, en Glasgow, mantuvo el empate a cero, a pesar de sufrir un terrorífico arbitraje que lo dejó con ocho jugadores buena parte del segundo tiempo), se plantaba en el estadio Heysel, de Bruselas, como víctima propiciatoria del Bayern de Munich. Éste encarnaba sobre el césped la pletórica y deslumbrante eficacia industrial, característica del milagro alemán de la posguerra. En el Bayern, símbolo y orgullo de la poderosa y próspera región de Baviera, militaban hasta seis futbolistas internacionales que dos años atrás se habían proclamado campeones de Europa con Alemania y que ese mismo verano lograrían el título mundial, postergando a la irrepetible Holanda de Johan  Cruyff.       

Sin embargo, esa tarde, el Atlético de Madrid, que ya contaba con siete títulos de Liga, cuatro copas de España y una Recopa de Europa en su palmarés, salió al campo dispuesto a ser todo lo contrario a un convidado de piedra. El planteamiento desplegado por "Toto" Lorenzo resultó absolutamente perfecto. Al asignar al defensa Ramón "Cacho" Heredia el marcaje sobre Franz Beckenbauer, el motor diésel que impulsaba la creación del juego germano desde atrás, la maquinaria que se presumía demoledora quedó neutralizada casi por completo y esto provocó que, durante el partido, el portero Miguel Reina fuese un espectador de lujo.

Perfectamente asentado en el terreno y con una retaguardia convencida de su invulnerabilidad, el conjunto madrileño intentó controlar al máximo la circulación del balón, que permaneció siempre lejos de las áreas, hasta esperar el momento propicio en que un error en la zaga alemana propiciase la ocasión de gol. La estrategia, preparada al milímetro, recordaba un poco a la forma de boxear del púgil Carlos Monzón cuando, en Roma, cuatro años antes, tumbó a Nino Benvenuti, en el duodécimo asalto, para alzarse con el cetro mundial del peso medio. La idea desarrollada en ambas contiendas era idéntica: eludir el intercambio de golpes; mantener el tipo; dar dos pasos adelante, uno atrás, dos adelante, uno atrás; dejar que el rival no piense, que se aburra, que se canse, que busque un hueco entre la guardia, apenas lo suficiente para coger resuello; dos pasos adelante y cortar el aire; impedir la escapatoria; cargar toda la fuerza en el antebrazo y…

Transcurridos noventa minutos, Atlético y Bayern afrontan el tiempo de prórroga con sensaciones bien diferentes. El equipo español, que ha tenido las pocas opciones que ambos rivales se han concedido el uno y al otro, empieza a ver muy claras sus posibilidades de triunfo, mientras que en el cuadro bávaro, que no ha mostrado en nada su condición de favorito, surgen las dudas.

Hacia el minuto 112 de partido, cuando quedan ocho para el final, surge la oportunidad que Juan Carlos Lorenzo estaba aguardando. Se produce una falta cerca del vértice superior izquierdo del área del Bayern. El lanzamiento ha de ejecutarse desde una distancia de poco más de veinte metros y hay un solo hombre que puede tocarla. Se trata de un centrocampista ofensivo, de treinta y cinco años, que debutó en Primera División en 1960, que fue descartado por el Real Madrid tras cederlo a cuatro equipos distintos y que, en 1964, recala en el club del Manzanares, procedente del Betis. Un jugador hábil y atrevido que combina con intuición la efectividad y la picardía. Es este el futbolista que coge el balón entre las manos y al que nadie discute la decisión de chutarlo. El mismo que, meses atrás, el entrenador se vio obligado a repescar aunque la secretaría técnica le hubiese puesto la cruz en la casilla de "transferible". "Don Vicente, no me queda más remedio que contar con "El Viejo", lo necesito, nadie lo hace mejor", le había dicho un cariacontecido Lorenzo a su presidente.

Y ahora es "El Viejo" (Luis Aragonés), también conocido como "El Mono" o "Zapatones", el que retrasa la pelota apenas unos centímetros y el que retrocede uno, dos pasos, y el que corre veloz la mínima distancia y golpea el balón con el toque justo, preciso, para salvar con holgura la barrera de seis defensores, y es el que levanta el brazo derecho antes de que la pelota traspase la línea de gol, porque sólo él sabe que el azar, después de cientos de horas de entrenamiento en solitario, a veces puede convertirse en un destino inevitable y que a Sepp Maier, el felino cancerbero alemán, el único papel que se le ha asignado en este fotograma es el de testigo inmóvil, impotente, las piernas abiertas, flexionadas, casi en cuclillas, mientras observa impertérrito cómo el cuero cae con suavidad de hoja sobre la red de su portería.

El Atlético de Madrid fue campeón de Europa durante los siguientes seis minutos. Las gradas de Heysel rebosaban de franjas rojiblancas y más de veinte mil aficionados acariciaban esa plenitud absurda que consiste en vivir los sueños propios a través de otros. Entonces, el cronómetro inició la cuenta atrás de los últimos sesenta segundos. Tras una rápida combinación en corto con Becerra, un extenuado José Eulogio Gárate ("El jugador más elegante, deportivo, inteligente y bondadoso de la historia del fútbol", según el escritor y periodista Rafael Torres) recibe un magnífico pase en profundidad y se interna en el área solo y, cuando parece que va a sentenciar el choque, dispara muy flojo, sufre un calambre en los gemelos y cae al césped, donde queda boca arriba, fulminado. Han pasado treinta y dos segundos. El balón es enviado por Maier hasta campo atlético. Heredia intercepta la trayectoria de la pelota y se la intenta dar sobre la marcha a Melo, pero ésta sale fuera. Otros doce segundos. Desde la banda el esférico llega a los pies de Beckenbauer, que lo cede en largo y sin mucha convicción al espigado defensor Hans-Georg Schwarzenbeck. Catorce segundos más. El jugador alemán se adelanta el balón y lo patea desde unos treinta metros, en línea frontal a la puerta. La pelota sale disparada a media altura con mucha velocidad y se desvía unos grados a la izquierda. Miguel Reina se estira…

A varios miles de kilómetros de allí, en el cuarto de estar de su casa en la calle Vendaval (hoy Pintor Francisco Concepción), de Santa Cruz de La Palma, un niño de diez años se quedó petrificado ante el televisor en blanco y negro. Miró atónito a su padre, que arqueó las cejas con resignada estupefacción y luego echó una lenta y parsimoniosa calada a su puro. El niño, que dos días después optó por ignorar el partido de desempate, en el que el Bayern, jugando a la contra, aplastó a su rival (4-0), y pasó la tarde en la calle, correteando con sus amigos, después de constatar que el fútbol puede llegar a ser tan cruel y arbitrario como la vida misma, empujado por lo que sin duda era un sentimiento de compasión y solidaridad hacia el caído en desgracia, tomó entonces una de esas decisiones morales cuyas consecuencias han de acompañarle a uno el resto de su existencia: ser aficionado al Atlético de Madrid.

De haber conseguido aquella merecidísima victoria, el Atlético tendría ahora en su haber media docena de títulos nacionales e internacionales más. De lo que no estoy tan seguro es de si aquel niño sería hoy un colchonero incondicional e irredimible. Como lo es su hija y como lo son sus tres sobrinos, uno de los cuales, el mayor, termina de reescribir estas líneas con el párvulo cosquilleo que siente en el estómago al estar a punto de poner fin a catorce años de derrotas y frustraciones.

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