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El callejón
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Tiempo recuperado

Versión rockera de “Motivos de un sentimiento”, el himno del centenario del Club Atlético de Madrid, escrito e interpretado por Joaquín Sabina, en compañía, entre otros, de Lichis, Rosendo y el ‘Mono’ Burgos.

A mis sobrinas, porque ellas han heredado el fuego de una pasión inextinguible 

"He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas, más allá de Orión; he visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tanhausen… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia… Es hora de morir…"

Este breve parlamento, que pronuncia un androide de la serie Nexus-6 en los instantes finales de la película Blade Runner (Ridley Scott, 1982), constituye una de las más bellas páginas escritas en la historia del arte cinematográfico. Sin embargo, el texto no fue concebido ni por el guionista ni por el director. La noche antes de la filmación de esta escena (última de todo el rodaje), el actor Rutger Hauer, que interpretaba al líder y último superviviente de una banda de replicantes que se niegan a aceptar la fecha de caducidad que había fijado para ellos su dueño y creador, el ingeniero genético y presidente de la Tyrell Corporation, estuvo emborronando folio tras folio para intentar darle a su personaje un desenlace acorde con su dignidad y su grandeza. Por suerte, la sugerencia del intérprete holandés fue atendida y estas postreras palabras no sólo sirven de poético colofón al relato, una aparente intriga de ciencia-ficción que envuelve, en realidad, una compleja parábola metafísica que habla de la predeterminación, del libre albedrío y de la vida como un misterio sagrado, sino que también proporcionan la clave definitiva para desentrañar el sentido de toda la cinta.

La razón que me ha llevado a iniciar con esta referencia al cine un texto en el que, de nuevo, vuelvo reflexionar en voz alta sobre una de mis pulsiones vitales preferidas (otras son la familia, el sexo, la literatura, la escritura, la buena mesa, el jazz y las películas de calidad; sin que éste sea necesariamente el orden de prioridades) es que no se me ocurre otra forma más gráfica y a la vez sincera de definir la experiencia humana de haber sido aficionado del Atlético de Madrid en las tres últimas décadas de nuestra vida.

Hace tiempo que leí en alguna parte una entrevista con el escritor Paul Auster en la que el autor de Trilogía de Nueva York salía en defensa del béisbol como un espacio físico y mental en el que el ciudadano norteamericano recrea y se reencuentra con el paraíso perdido de la infancia, donde aún es posible hallar una especie de pureza e ingenuidad originarias y en el que, de vez en cuando, se produce el milagro de lo imprevisto, de lo inverosímil. De inmediato, trasladé al fútbol el sentido de aquel discurso, articulado por un tipo que hace tiempo llegó a la madurez, y relacioné sus palabras con la confesión formulada varias décadas antes por otro escritor, Albert Camus, igual de lúcido y metido de lleno en el prematuro ocaso de una existencia trágicamente interrumpida: "Todo cuanto sé de la moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol", recordaba el Nobel, quien, de joven, había jugado de portero en los descampados de Argel, para evitar el desgaste de las suelas de los zapatos y la consiguiente reprimenda de su abuela.

A pesar de ser denostado y despreciado por un amplio sector de intelectuales, que no han encontrado en él ningún valor, ya que tampoco les despierta la menor curiosidad, el balompié sigue siendo un deporte de enorme popularidad, superprofesionalizado, y un formidable negocio, quizá excesivamente sobrevalorado, que sólo deja indiferente a quienes jamás han corrido detrás de una pelota ni pateado un balón y que son los mismos que asisten, entre desconcertados e incrédulos, al fervor, próximo al éxtasis religioso, con el que los millares de seguidores de cualquier equipo celebran los éxitos cosechados por éste en el terreno de juego. En tal caso, los escépticos, los ateos, los que son ajenos a todas las tribulaciones futboleras, juzgan con severidad hegeliana y contemplan con inquieta desconfianza las muestras de júbilo colectivo que se producen en este ámbito y las asocian a formas totalitarias de alienación y a groseros mecanismos de manipulación y estupefacción de las masas. Es una lástima, cabe señalar, pero ellos se lo pierden.

En mi caso, que mal jugué mucho al fútbol en la calle y casi nada en una cancha de verdad, abandoné la práctica del fútbol en cuanto tuve que hincar los codos para labrarme un firme porvenir de empleado público que el mes que viene será un cinco por ciento menos seguro. Sin embargo, he continuado manteniendo mi fidelidad por la S.D. Tenisca y por "las rayas canallas de los colchones" desde mis años de alumno en el Colegio Nacional Sector Sur; por cierto, en cuyas aulas, en toda la EGB, sólo encontré un único compañero de fatigas atlético (y para de contar): el hoy profesor de Ciencias, Diego Macario Feliciano Gómez.

Pasar la niñez y la adolescencia instalado en semejante situación de minoría e inferioridad, mientras la mayoría de tus amigos abrazan causas e ideologías de signo ganador (llámese Real Madrid o Barcelona) o simpatizan con clubes que, de repente, se ponen de moda porque, merecidamente, están en boca de todo el mundo (Real Sociedad, Athletic de Bilbao, Valencia o Sporting de Gijón), forzosamente te obliga a crecer con los pies bien plantados en el suelo y a relativizar y ponderar con sabiduría de viejo precoz tanto las victorias como los fracasos.

"La afición, sin duda la mejor posible, no se puede comparar con ninguna otra en el mundo: sigue a su equipo pase lo que pase (más incluso cuando pintan bastos), nunca se ciega, sabe mucho de fútbol porque está acostumbrada a rumiarlo con realismo y amor del verdadero (el triunfo no es una prioridad ni una obligación, sino un sano deseo, no siempre al alcance de la mano), y en suma representa la esencia de este equipo encantador, novelesco, taquicárdico, funambulista, lunático, vitalista, incapaz de caerse del guindo, enemigo contumaz de la soberbia, el único capaz de acoger con resignación fraternal a un patinador como Perea. Es más: la afición es el equipo y el equipo es la afición. He aquí el secreto de tanta grandeza", dejó escrito días atrás, en esta misma página, el poeta y novelista Anelio Rodríguez Concepción, en una espléndida síntesis del componente humano sobre el que se sustenta el centenario club de la ribera del Manzanares.

Ciertamente, tal y como les apuntaba al principio, en treinta años de militancia rojiblanca uno ya lo ha visto y vivido casi todo: remontarle un partido al Barcelona de Romario con tres goles de desventaja en el descanso y perder otro, ante el mismo conjunto (esta vez, con Ronaldo en sus filas), años después, con tres tantos a favor, de diferencia, en el intermedio; tirar por la borda un campeonato de Liga a siete jornadas para el final y con cuatro puntos de ventaja sobre el segundo y seis sobre el tercero, cuando cada victoria valía sólo dos; caer en una eliminatoria por la Copa de Europa, frente al Ajax del odioso Van Gaal, tras ofrecer, en el encuentro de vuelta, el mejor juego realizado en décadas; incluso un infame descenso a los infiernos, en el que pesaron muchísimo más las maniobras extradeportivas, políticas y judiciales, que las motivaciones puramente deportivas, y que dio inicio a una década ominosa, terrible, que puso a prueba la lealtad de los correligionarios que, en lugar de darse media vuelta y buscar acomodo en lugares menos inhóspitos, decidieron masivamente emprender la larga travesía por el desierto de la desolación, de la tristeza y de la melancolía, sin otra fe que la creencia absurda en que, tal vez, algún día llegarían tiempos mejores.

Confieso que, a lo largo y ancho de todos estos años horrendos, de mediocridad y sinsabores dolorosos, tan sólo una vez falté a esa llamada, no acudí a la cita, ya que algo en mi interior presagiaba que, una vez consumada la pérdida de categoría, un castigo aún más cruel pondría precio a tanto desbarajuste y desatino. Así que, aquel sábado de Valencia, por vez primera y espero que última, me negué a ver una final disputada por el Atlético (con la de esta noche ya habré acumulado nueve). La Copa perdida ante el Español, con un error antológico del portero Toni ante Tamudo, fue el despiadado epitafio que nosotros mismos inscribimos en la pesada lápida que habría de mantenernos sepultados durante un periodo que ahora me resulta demasiado prolongado.

De manera que la sorpresiva, milagrosa y reciente resurrección protagonizada por este equipo sin par (con permiso del Tenisca) no puede hacernos olvidar de un plumazo el cúmulo de desaciertos y dislates que han retardado tan magnífico retorno y conviene que desde las entrañas del propio club se haga examen de conciencia, se destierren de una vez por todas los fantasmas (el del mal fario, el de victimismo, el del derrotismo) y se asuma sin complejos nuestra condición de equipo favorito, único e imprescindible, que justifique su finalidad y vocación ganadora a través de medios de los que se sienta orgullosa toda su gente, tan visceral, tan sufrida, tan leal, tan feliz, tan maravillosa.

Nos encontramos ante una sensacional oportunidad de recuperar el tiempo perdido. Aprovechémosla.

Si…

Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor

pierden la suya y por ello te culpan,

si puedes confiar en ti cuando de ti todos dudan,

pero admites también sus dudas;

si puedes esperar sin cansarte en la espera,

 o ser mentido, no pagues con mentiras,

o ser odiado, no des lugar al odio,

y -aun- no parezcas ni demasiado bueno, ni demasiado sabio.

Si puedes soñar y no hacer de los sueños tu maestro,

si puedes pensar y no hacer de las ideas tu objetivo,

si puedes encontrarte con el Triunfo y el Fracaso

y tratar de la misma manera a los dos farsantes;

si puedes admitir la verdad que has dicho

engañado por bribones que hacen trampas para tontos.

O mirar las cosas que en tu vida has puesto, rotas,

y agacharte y reconstruirlas con herramientas viejas.

Si puedes arrinconar todas tus victorias

y arriesgarlas por un golpe de suerte,

y perder, y empezar de nuevo desde el principio

y nunca decir nada de lo que has perdido;

si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones

para jugar tu turno tiempo después de que se hayan gastado.

Y así resistir cuando no te quede nada

excepto la Voluntad que les dice: "Resistid".

Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud,

o pasear con reyes y no perder el sentido común,

si los enemigos y los amigos no pueden herirte,

y todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;

si puedes llenar el minuto inolvidable

con los sesenta segundos que lo recorren.

Tuya es la Tierra y todo lo que en ella habita,

y -lo que es más- serás hombre, hijo.

Rudyard Kipling

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