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El callejón
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A don Germán

Excepcionalmente, permítanme que recupere en un día doloroso como hoy este texto que publiqué aquí mismo hace dos años

Hasta la madrugada del pasado 4 de noviembre, en la que el insomnio me sorprendió en plena noche y me brindó la oportunidad de presenciar la proclamación multitudinaria del primer hombre de raza negra en alcanzar la presidencia de los Estados Unidos de América, el discurso político más hermoso e impactante lo había escuchado una, cada vez más, remota mañana de septiembre, en el vestíbulo del Colegio Nacional del Sector Sur.

            Era el primer día del curso escolar 1977-78 y la entrada de lo que, tan sólo unas décadas atrás, había sido centro penitenciario en ese momento se encontraba repleta de niños y niñas, acompañados por sus madres. No tardarían en leer en voz alta nuestros nombres para, a continuación, guiarnos por las escaleras y llevarnos a las aulas. Recuerdo que la espera fue prolongada y todas aquellas criaturas variopintas nos observábamos entre curiosas y expectantes. Durante unos intensos minutos no ocurrió nada. Entonces, en medio de la compacta masa de mujeres y chiquillos, apareció un señor de bigote y con semblante serio. Colocó una silla, idéntica a aquellas en las que habría de sentarme en los siguientes ocho años, y se subió sobre ella. Luego, con una voz templada y una entonación severa y firme, este hombre, que se presentó como director del colegio, pronunció, entre el silencio absoluto de la sala, una breve pero inolvidable defensa de la enseñanza y del aprendizaje, del noble cometido encomendado a los profesores y del deber cívico que los alumnos contraen dentro de una sociedad democrática, donde la escuela pública tiene la misión de formar ciudadanos que sepan convivir en libertad y con sentido de la responsabilidad.

            Nos hallábamos en los inicios de la transición, el país acababa de celebrar sus primeras elecciones a Cortes en cuarenta y seis años, y estas afirmaciones todavía no despertaban un respaldo unánime en la opinión pública. Fue la primera de las muchas lecciones que tuvimos la suerte de recibir de Germán González, maestro con casi cinco décadas de servicio que, recientemente, ha recibido la encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio. Pocas veces una distinción tan honorable ha tenido tan digno acreedor. Profesional de una honradez e integridad que están fuera de toda duda, en don Germán, al igual que en otros hombres y mujeres que han consagrado una vida entera a la docencia, los méritos y cualidades intelectuales van unidos a una categoría humana innegable.

            En los años que estuvo al frente del extinto Grupo Sur ejerció sobre nosotros, que apenas empezábamos a descubrir el mundo, una especie de liderazgo pacífico, siempre dialogante, que trataba de orientarnos, con respeto y bondad, hacia la única luz verdadera que es el conocimiento. Podría hacer aquí recuento, ahora que ha llegado el tiempo de la siembra para quien con tanto esfuerzo y sacrificio no ha dejado de plantar semillas de futuro (y de progreso) por el camino, de las innumerables cosas que don Germán nos enseñó en aquellos días de la niñez. De todas ellas aún conservo imborrables en mi memoria las explicaciones que nos dio ante las obras maestras de la pintura española, cuando se organizó en el colegio una exposición con reproducciones de cuadros célebres. Sus comentarios, certeros y atinados, abarcaban aspectos tanto artísticos como históricos, y su sencillez y claridad ayudaban, sin que nos diésemos cuenta, a educar nuestra propia mirada. Mucho tiempo después, cuando contemplé absorto El entierro del conde de Orgaz, en la iglesia de Santo Tomé, en Toledo, entendí que la curiosidad que me había llevado hasta allí estaba directamente relacionada con las palabras que Germán González había pronunciado sobre este mismo retrato veinte años antes.

            No obstante, he de reconocer que la gozosa noticia de la medalla concedida a este maestro de maestros deja en mí un poso de sabores contradictorios. Por un lado, me congratulo por la buena nueva e interpreto que este reconocimiento individual lleva implícito el homenaje a todos aquellos profesores y profesoras que contribuyeron a dignificar la enseñanza primaria en unos tiempos de más sombras que luces. Pero, por otro lado, no puedo impedir que cierto desaliento cunda en mi ánimo, al constatar a pie de aula el deterioro imparable (e imperdonable) que sufre el sistema público de educación, ante la desidia generalizada.

De no mediar una urgente, rigurosa y sensata reforma y un compromiso decidido y sin reservas por parte de todos los agentes sociales implicados (Administración, profesorado y familias), la escuela pública y democrática, de ciudadanos libres y responsables, por la que lucharon don Germán y tantos otros docentes ejemplares, más pronto que tarde, no será más que un grato recuerdo y una feliz e irrealizable quimera.            

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