[Cinco años y cuatro meses después, rescato del archivo digital de este periódico el siguiente texto que escribí sobre Pau Gasol, en agradecimiento a la memorable lección de profesionalidad, compañerismo y liderazgo que este hombre nos ofreció a todos cuantos amamos el deporte por encima de mezquindades y patrioterismos baratos la noche del pasado jueves. Mi reconocimiento a él, a sus magníficos compañeros de equipo (muy en especial a Sergio El Chacho Rodríguez, que es como Carmelo Cabrera e incluso mejor) y, en definitiva, a esta generación irrepetible de estupendos baloncestistas]
Para Antonio Díaz Miguel y Fernando Martín, in memoriam
La moderna práctica del deporte como saludable forma de ocio y esparcimiento físico, tan arraigada en las antiguas civilizaciones de las que procedemos casi todos, no encontró feliz acomodo en España hasta bien entrada la pasada centuria y, con la salvedad del fútbol, hasta esa fecha, el resto de modalidades deportivas hubieron de quedar relegadas a una minoría de entusiastas hombres y mujeres (como la tenista Lilí Álvarez), pertenecientes, en su mayoría, a exclusivistas círculos sociales, cuyos miembros y miembras -que diría Aído- se entregaban al ejercicio corporal sin otra pretensión que el simple entretenimiento.
A diferencia del toreo, ancestral costumbre de imposible catalogación, que siempre ha servido de catapulta hacia la prosperidad económica, la fama y el éxito personal para todo aquel que ha estado dispuesto a pagar el mayor precio por ello, el deporte profesional en nuestro país siempre fue observado con cierto recelo, quizás debido a que la moral católica, omnipresente en la conciencia colectiva durante siglos, nunca vio con buenos ojos la obtención del pan por otro medio que no fuese el sudor, fruto de un trabajo bíblico, exigente, agotador, y no de actividades lúdicas que, en principio, tienen más que ver con el goce del juego que con el esfuerzo, el sacrificio y la redención de la culpa a través del purgatorio de doce o catorce horas de esclavitud mal pagadas.
La concatenación de una serie interminable de circunstancias, la mayor parte de ellas adversas, hicieron que España entrase con evidente retraso en el siglo XX y que, entre otros muchísimos aspectos, la implantación de una verdadera cultura (e industria) del ocio asociada al deporte no empezase realmente a prosperar hasta la designación de Barcelona como sede de la Olimpiada de 1992, con la consiguiente inyección billonaria, destinada a infraestructuras y becas.
Estas son algunas de las razones por las que hemos sido durante tanto tiempo un país de escasos atletas, un espartano erial en el que apenas despuntaban unas pocas figuras, quijotescas excepciones dentro de una sociedad fracturada por la guerra y por el miedo, donde una jerarquía de burócratas con mentalidad cuartelera trataban de administrar la pobreza, primero, y la ayuda americana, después.
Era una España en blanco y negro, absolutamente inexistente e inimaginable para la actual generación del Facebook, del Ipod y del MP4, cuyas únicas glorias deportivas jugaban en el Real Madrid de Santiago Bernabeu y en la que muy tímidamente, de vez en cuando, despuntaban héroes osados, marginales, irrepetibles, capaces de sobresalir en un entorno aciago, casi hostil. Entrañables iconos de la disidencia futbolera como el ciclista Federico Martín Bahamontes, el malogrado gimnasta Joaquín Blume, el tenista Manuel Santana, el corredor Mariano Haro, el esquiador Francisco Fernández Ochoa o el motociclista Ángel Nieto. Todos ellos elevados a la categoría de mitos nacionales por obra y gracia del aparato de propaganda franquista.
La escasa representatividad del deporte español y sus pocos triunfos internacionales se mantuvieron en parecidos parámetros de precariedad en la posterior etapa de transición política, apenas alterados por la esporádica irrupción de grandes talentos individuales, como es el caso del sensacional golfista Severiano Ballesteros.
Ya se ha señalado con anterioridad que la celebración de los Juegos Olímpicos del 92 marcó un significativo punto y aparte y la medalla de oro alcanzada por Fermín Cacho en la prueba de 1.500 metros lisos no sólo demuestra hasta qué punto, en este terreno, los resultados dependen de lo invertido en su consecución, también inicia dos décadas de logros absolutamente impensables para quienes nos criamos huérfanos de cualquier clase de gesta o hazaña de similar naturaleza. Así que, en los últimos veinte años, hemos asistido al dominio incontestable de Miguel Indurain (sin duda, el campeón más noble y generoso que ha tenido el ciclismo) y a la reciente eclosión de su más que probable heredero, Alberto Contador; a la estupenda y desgraciada carrera de Carlos Sáinz (consumado conductor y todo un caballero al volante); a los mundiales de Fernando Alonso (hoy vedette principal en el gran circo de la Fórmula 1) y a las victorias inconmensurables de Rafita Nadal (su final contra Federer en Wimbledon es una de esas "altas ocasiones que vieron los siglos"). Y, si se me permite, a esta colección de nombres ilustres y de citas estelares hay que sumar, desde la madrugada del pasado viernes, el segundo campeonato de la NBA cosechado por el pívot Pau Gasol, en su tercera final consecutiva disputada desde que juega en los míticos Lakers de Los Ángeles.
Hablar de este equipo y de su rival ahora derrotado, los Celtics de Boston, es hacerlo de la historia misma del baloncesto, ya que, títulos aparte (entre ambos suman treinta y tres), en ningún otro deporte de difusión universal se ha dado un enfrentamiento encarnizado como el que protagonizan estos dos clubes desde hace sesenta años. En tan largo periodo, aquellos aficionados que hoy rondamos la cuarentena recordamos con inevitable nostalgia los duelos que los dos conjuntos protagonizaron en la década de los ochenta, en unos combates épicos, inigualables, que tuvimos que ver en un forzoso diferido.
Confieso que entonces no pude sustraerme a la vertiginosa belleza del electrizante juego del quinteto amarillo que, conducido por el genio de la improvisación, Earvin "Magic" Johnson, hacía del contraataque una forma de arte veloz, sublime, que mataba de rápidas y fulminantes cuchilladas al sólido, sobrio y compacto equipo liderado por Larry Bird, el único jugador de raza blanca verdaderamente fabuloso, dentro de un deporte dominado por extraordinarios atletas negros.
Con los años me he podido desquitar de la imposibilidad de disfrutar en directo de aquellas magníficas batallas y he seguido en tiempo real la reedición de tales escaramuzas, aunque bien es cierto que ni los actuales Lakers se pueden comparar con los que uno conoció cuando era más joven, ni estos Celtics tienen mucho que ver con la clase y la experiencia que poseían tipos duros como Dennis Johnson, Robert Parish, Kevin McHale o Danny Ainge. De manera que el último partido de la serie final de este año tuvo todo el aliciente de los mejores reencuentros y toda la intensidad de las emociones que se experimentan por vez primera. Además, el destino quiso que se llegara a un desenlace apretado, con unos minutos postreros agónicos, repletos de lances inesperados y de destellos espectaculares, en los que surgió con su habitual firmeza el pívot de Sant Boi, quien capturó varios rebotes decisivos, taponeó con eficacia, anotó un par de canastas escalofriantes y aleccionó con rabia y decisión a sus compañeros en los momentos más críticos.
"Sin el español, no lo hubiésemos conseguido", dijo un exultante Kobe Bryant, tras recoger el trofeo que le acredita como el jugador más valioso de la final. Mientras, bajo una lluvia de confeti, en medio del jaleo de abrazos y felicitaciones que se montó en mitad de la cancha a la finalización del partido, Pau Gasol, con lágrimas en los ojos, recibió una palmada en la espalda. Se giró y, detrás de él, se encontró con el rostro sonriente y demacrado del aún inmenso Kareem Abdul-Jabbar.
Víctima de una anómala forma de leucemia contra la que lucha desde hace meses, el legendario center de los Lakers (es el máximo anotador en la historia de la NBA y ganó seis campeonatos) estuvo hace apenas dos semanas en Barcelona, donde se deshizo en constantes elogios hacia el baloncestista barcelonés. "Me gusta mucho este chico porque no sólo es muy bueno, es humilde, sabe escuchar y quiere aprender para ser mejor cada día", apuntó Jabbar, que, junto a Bill Russell y Wilt Chamberlain, forma el triunvirato de pívots más poderosos que jamás haya conocido este deporte.
Durante años tuve un póster suyo colgado de una de las paredes de mi cuarto: una fotografía tomada detrás del aro, mientras, al fondo de la imagen, se congelaba para siempre su tiro en suspensión y su interminable brazo de coloso se prolongaba hasta el infinito, en uno de sus eternos sky hooks o ganchos del cielo.
Hombre culto, lector asiduo en el vestuario, a la espera de salir a la cancha, antes de cada partido, Kareem Abdul-Jabbar (bautizado en una iglesia católica de Harlem, en 1947, como Ferdinand Lewis Alcindor Jr.) participó en la década de los sesenta en la lucha por los derechos civiles, formó parte de una plataforma ciudadana en favor de levantar la condena impuesta a Muhammad Alí por negarse a ir a la guerra de Vietnam (y en la que también se encontraban los escritores Norman Mailer, Truman Capote y Budd Schulberg y el actor James Earl Jones), fue introducido en las artes marciales y en la meditación trascendental por su amigo Bruce Lee, se rió de sí mismo en la película Aterriza como puedas (que es una de las cosas de las que se siente más orgulloso), es un melómano devoto del jazz (no en balde, su autobiografía, Giant Steps, lleva idéntico título al del célebre álbum de John Coltrane) y vivió una de las anécdotas más desconcertantes de su vida el día en que, en un avión, fue reconocido por el violonchelista Pau Casals:
"Me saludó. Me dijo que me admiraba porque él también había jugado al baloncesto en su juventud".