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El callejón
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Yo también la amo, señorita Kubelik

Secuencias iniciales de "El apartamento" (1960). Se ha cumplido medio siglo de su estreno y esta pieza maestra del cine aún conserva intacta toda su frescura y toda su magia. Escrita y dirigida por Billy Wilder, ganó el Oscar a la mejor película.

La historia comienza con una panorámica aérea sobre la isla de Manhattan, mientras el protagonista describe en off, con esa invisible identidad de hormiga que sobrevive en el interior del hormiguero, algunos detalles de la fauna urbana a la que él mismo pertenece: "Según el último censo, la población de esta ciudad es de 8.042.783 habitantes. Tendidos en el suelo, uno tras otro y calculando una media de un metro setenta de estatura por persona, la cadena llegaría desde Times Square hasta Carachi, en el Pakistán". Para intensificar aún más la insignificancia de este personajillo, la cámara se adentra en uno de los rascacielos de esa gigantesca colmena de colmenas que es Nueva York y, en medio de una planta interminable, repleta de oficinistas y escritorios que se pierden en el infinito, nos presenta al antihéroe C.C. Baxter, empleado de la compañía de seguros Consolidated Life, quien ocupa la mesa número 861 del piso 19, en el departamento de pólizas comunes, división de contabilidad de primas, sección W.

            Igual que hiciera King Vidor en Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), al adoptar, mediante la perspectiva cenital y las tomas a gran altura, el punto de vista de un entomólogo que aproxima la lente del microscopio para observar a un insecto, el cineasta de origen austríaco Billy Wilder (1906-2002) se sirvió de parecidos recursos para introducirnos en El apartamento (1960), una magnífica fábula moral que cuenta las agridulces peripecias personales y profesionales de un don nadie. En este caso, de un simple contable que cimienta su fulgurante ascenso en el escalafón de la empresa a partir del préstamo de su piso como picadero para asiduo disfrute de sus jefes y superiores que así disponen de un lugar discreto y seguro al que llevar sus conquistas y ligues ocasionales.

            Dicha premisa argumental se le ocurrió a Wilder (uno se los más brillantes guionistas que ha tenido el cine) después de ver Breve encuentro (1945), el clásico  melodrama de David Lean, en el que una mujer casada y su amante utilizaban el domicilio de un amigo del segundo para sus adúlteros escarceos. "Pensé que el apartamento en sí era un personaje interesante. Y luego tuve la idea del hombre explotado, soltero y solitario, que cuando vuelve a casa por la noche se mete en una cama que todavía conserva el calor de las personas que han estado allí antes", recordaba el mítico director, famoso por su cáustico sentido del humor y por una corrosiva y desengañada visión de la vida. "Es endiabladamente inteligente, su cerebro parece estar lleno de cuchillas de afeitar", dijo de él su amiga Marlene Dietrich.

            El apartamento fue la tercera colaboración de Billy Wilder con I.A.L. Diamond, un escritor y periodista, emigrante como él (nacido en Rumanía, su verdadero nombre era Itzek Domnici), que había llegado con su familia a Estados Unidos a la edad de nueve años. Wilder, que siempre coescribió sus libretos debido a que desconfiaba de su dominio del inglés, encontró en el educado y apacible Izzy Diamond al compañero de fatigas ideal, al paciente interlocutor y al perfecto cómplice para orquestar sus hilarantes y vertiginosas farsas y él, que ya había alcanzado el reconocimiento unánime de la profesión y del público gracias a los extraordinarios guiones que había firmado junto a Charles Brackett (Ninotchka, Bola de fuego, Días sin huella, Cinco tumbas al Cairo, El crepúsculo de los dioses), entró en la plenitud y en la madurez artística en compañía de quien sería su socio y amigo hasta la muerte de éste, acaecida en 1988.

            De la chispeante alquimia generada por esta pareja sin par salieron algunas de las mejores comedias del cine norteamericano en la segunda mitad del pasado siglo: Con faldas y a lo loco, En bandeja de plata, Irma, la dulce, Bésame, tonto, Uno, dos, tres o Primera plana. Sin embargo, ninguna de estas estupendas películas consigue la perfección absoluta de El apartamento, modelo difícilmente imitable en el que lo cómico y lo trágico se maridan con una sencillez asombrosa.

            Escrita en estado de gracia, esta obra maestra debe gran parte de su irresistible encanto, todavía intacto a pesar de que el pasado 14 de junio se cumpliese medio siglo de su estreno en las pantallas de EEUU, a la humana franqueza que transmite el elenco de actores (todos ellos, sensacionales en su cometido) y, en especial, a la peculiar sinergia y empatía interpretativa que exhiben sus protagonistas: el irrepetible Jack Lemmon, como el servil y gregario C. C. Baxter, al que finalmente consigue redimir de su mísera condición de trepa ambicioso y arrastrado el amor que siente por la atribulada ascensorista a la que da vida una jovencita y adorable Shirley MacLane.

Los dos encarnan a sendos náufragos en la gran ciudad, insertados como meras piezas en el engranaje de la maquinaria de producción de una gran firma, de una empresa todopoderosa, que se alimenta con los sueños de miles de seres anónimos que, como ellos dos, están condenados a entregar lo mejor de sí mismos y a ser desechados en cuanto dejen de ser útiles al siniestro sistema al que se han encadenado de por vida.

            Ganadora de cinco Oscars de la Academia (entre ellos, los correspondientes al mejor film, al mejor director y al mejor guión), El apartamento es una de esas películas que uno no se cansa nunca de ver. Al contrario, su visionado debería estar recetado por los facultativos, ya que resulta un eficaz y prodigioso remedio contra la desilusión, el miedo al fracaso y la melancolía. Doy fe de ello.

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