Vicente del Bosque (Salamanca, 1950) ha conseguido algo que parecía imposible en un país marcado desde sus mismas raíces por un proverbial cainismo, por una autodestructiva dualidad fratricida que ha partido en dos al inconsciente colectivo de una nación siempre enquistada en la contienda inútil, en el enfrentamiento aciago de las dos Españas, una de las cuales ha de helarte el corazón. Sin embargo, el templado y elegante ex centrocampista madridista ha logrado, gracias a su personal bonhomía y su prudente sentido del liderazgo, una extraña e insospechada unanimidad en torno al equipo nacional de fútbol.
Con sabia discreción de castellano viejo, el entrenador salmantino ha regateado los dardos envenenados que desde el rencor más genuino le ha lanzado con inoportuna inquina su antecesor en el cargo, que fuera injustamente maltratado por un sector de la prensa y por sus superiores jerárquicos en la Real Federación Española de Fútbol. En lugar de entrar de lleno en una lucha intestina sin vencedores ni vencidos, Del Bosque ha optado, como cuando era jugador, por serenar el juego, atemperar la velocidad del balón y tratar de mostrar su superioridad sobre el rival sin menospreciarlo.
El éxito de la selección en este Campeonato Mundial, porque, con independencia del resultado de la final de mañana, este equipo ya ha entrado por derecho propio en la historia del fútbol, se debe en gran parte al talento incontestable de una generación de jugadores que se nos antoja difícilmente irrepetible, aunque a nadie se le escapa la benévola y positiva influencia que sobre dicho triunfo deportivo ha ejercido el ex técnico del Real Madrid, capaz de mantener con firmeza el rumbo de la nave, sin golpes de timón ni exabruptos, precisamente cuando el arranque de la singladura presagiaba una travesía repleta de escollos y peligros diversos.
Ajeno a polémicas tan ruidosas como hueras, Vicente del Bosque ha optado por eludir estériles y agotadores enfrentamientos con nadie y se ha refugiado en la ilimitada confianza que otorga a sus hombres, ponderando con meditado riesgo las decisiones tomadas antes, durante y después de cada partido. La sensatez y el talante conciliador que han caracterizado esta línea de conducta, impecable e intachable, contribuyen a que este domingo memorable asistamos, entre eufóricos y gozosos, a una paradójica confrontación con los papeles cambiados.
En 1974, el equipo liderado por Johan Cruyff asombró al mundo con un juego revolucionario, un fútbol total en el que todos atacaban y defendían como un acordeón, simultaneando el toque con la circulación rápida de pelota, y con el que avasallaban al contrario con constantes llegadas al área y paredes de efecto letal. Treinta y seis años después, aquel mítico conjunto, que fue privado de la gloria por otra maquinaria infalible pero con mucho menos encanto, se ha reencarnado en la actual selección española, legítima heredera de la desafortunada e inolvidable naranja mecánica.