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El callejón
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Fisco

En abril de 1945, mis abuelos paternos, José Amaro Carrillo González-Regalado (1913-1984) y María Jesús Trujillo Carrillo (1917-2006), llegaron a Santa Cruz de La Palma, procedentes de Santa Cruz de Tenerife, donde se habían conocido, donde se habían enamorado, donde habían contraído matrimonio y donde habían venido al mundo sus tres primeros hijos: María del Carmen [Nena], José Amaro [Pepe] y mi padre, Miguel Ángel [Nane]. Posteriormente, en la capital palmera, en la que mi abuelo, capitán de la Marina Mercante, ejerció como práctico durante más de tres décadas, nacieron los restantes cuatro hijos de la pareja: María Jesús [Chucha], Federico [Fisco], Carlos y Florinda. El pasado jueves, 22 de julio, a las cinco de la mañana, el corazón del quinto de estos siete hermanos se detuvo para siempre, cuando contaba con cincuenta y nueve años.

Las horas posteriores a tan terrible desenlace fueron la dolorosa y emocionante constatación de que también, fuera del amplio círculo de nuestra familia, mi tío era una persona profundamente querida por sus amigos, por sus compañeros de trabajo, por sus alumnos de talleres y cursos, por los conocidos e incluso por aquellos (los menos) con los que apenas tuvo relación a lo largo de su activa, jovial y desinquieta singladura vital. Nadie faltó a la triste despedida y todos mostraron su cariño y su afecto tanto a Rosa Sosa Castro (su pareja desde que ambos eran unos niños) como a sus dos hijos, mis primos hermanos (más hermanos de uno que nunca) César (en camino de ser padre por tercera vez, junto a su inseparable Inma) y Fede. De manera que el sepelio de Fisco (a quien sus paisanos conocían como Fico) se convirtió en la conmovedora demostración de que, como ocurre con la luz de los astros, la estela que determinadas criaturas dejan a su paso por esta corta estación de la vida no se consume con la muerte.

Mi tío, siempre sensato, siempre divertido, siempre locuaz, era un benévolo y travieso fauno de Rubens, de mostacho generoso, piel rosácea y mofletes carnosos, con la gracia rápida, constantemente al quite, y, además, reunía en su redonda humanidad todas las virtudes (la chispa, el ingenio, la memoria portentosa) de un excelente contador de innumerables historias, relacionadas con el paisanaje local que conocía al dedillo, a pesar de haber permanecido fuera de la isla la mayor parte de su existencia adulta. Porque, aunque tuvo que marcharse muy joven (primero, a Madrid, donde intentó en vano hacerse piloto de aviones y, luego, a Cádiz, donde cursó sus estudios de Ingeniería Naval), a lo largo de los más de treinta años que pasó lejos de La Palma (en un corto pero intenso peregrinar que lo llevó de San Sebastián de La Gomera a Puerto del Rosario, en Fuerteventura; a Santa Cruz de Tenerife y, finalmente, a Las Palmas de Gran Canaria) Fisco jamás renunció a su condición de palmero, ya que, en una suerte de exilio que tenía mucho de forzoso, trató en todo momento de ser fiel a sus raíces y al singular y pintoresco microcosmos al que pertenecía desde la cuna.

Los fuertes y poderosos vínculos emocionales y culturales que lo unían a su tierra natal lo llevaron, hace ocho años, a presentarse a unas pruebas de selección de personal, convocadas por el Cabildo Insular de La Palma, para obtener la plaza de técnico superior en Prevención de Riesgos Laborales. Mi tío, que por entonces ya había superado la cincuentena, concursaba con aspirantes a los que doblaba en edad y en experiencia. Aquellos chicos, recién licenciados, se vieron sorprendidos por la vitalidad y el grado de preparación exhibido por Fisco y llegaron a comentar en los pasillos, con una mezcla de asombro y admiración, que "aquí, el que sabe de verdad es el viejito". Precisamente, fue el "viejito" quien acabaría llevándose uno de los puestos en liza, lo que le abrió la puerta para el regreso a su antigua casa, a su patria chica, al paraíso perdido de la infancia y de la juventud, que, como ya se ha dicho, nunca había abandonado del todo.

Pero la vuelta de Federico Carrillo a su querida ciudad y al calor de su gente no fue fácil. La distancia del tiempo había abierto ciertas fisuras que era preciso sortear y en esa complicada y delicada labor de reconstrucción de viejas relaciones, de recuperación de amistades y de costumbres, de revivir, en definitiva, una nueva vida llena de pasado y de deseos nostálgicos, mi tío pudo contar con la ayuda incondicional de su cuñado y amigo, Miguel Jesús Sosa, un leal camarada, un caballero de pies a cabeza, digno heredero de una irrepetible estirpe de hombres gentiles que hoy se halla en severo peligro de extinción.

Felizmente reintegrado en la particular idiosincrasia de la sociedad palmera, Fisco disfrutó en sus últimos años (¿quién podía prever un final tan cruelmente precoz?) de una especie de segunda adolescencia: rehízo lazos afectivos que se habían roto, retomó su inveterada afición por la música (formó parte activa de la agrupación de Viejos Villanciqueros y del conjunto Renacer) y emprendió nuevas complicidades. La prueba dichosa de que el regreso al origen no tiene por qué ser un penoso ejercicio de reencuentro con cicatrices y recuerdos indeseables siempre que la persona llamada a volver lo haga con los brazos abiertos, el corazón animoso y la conciencia limpia.

Estoy seguro de que su madre, nuestra entrañable abuela María Jesús, se ha llevado un grave disgusto al verlo llegar, donde quiera que ambos se encuentren ahora. Igual que nosotros, que sufrimos la inconsolable desolación de la pérdida, el eco interminable de un sufrimiento sordo, tristísimo. Sin embargo, también queda la alegría, la gratitud, la maravillosa bendición de haber compartido este tiempo sin tiempo de la vida con un ser humano único, insustituible, imprescindible.

Gracias por todo, Fisco, y hasta más ver.

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