A mi tío Fisco, con cariño
Ocurre una vez cada cinco años pero la aparición de la imagen, protegida en el interior de una espectacular hornacina y ataviada, en esta ocasión, con un vestido brocado en azul celeste y plata, de urdimbre exquisita y compacta, desprende siempre una fuerza conmovedora, una energía que lleva consigo la magia y la fascinación de toda epifanía. La multitud, que es una gigantesca y variopinta marea humana, se repliega en pacíficas hondas, a un lado y a otro, para permitir el mínimo pasillo por el que pueda transitar la solemne comitiva, que avanza firme, decidida, hacia el consabido destino.
Además, hoy luce un cielo limpio, luminoso, con un sol de verano que es como un viejo camarada de la infancia que vuelve para recordarnos que un día, no hace tanto, fuimos felices, despreocupados, y asistíamos medio atónitos y perplejos al mismo rito que ni antes ni ahora alcanzamos a comprender.
Llevo a mi sobrina Daniela en brazos y descubro en ella (dos años y tres meses de nervio y chispa, de graciosos bucles rubios y pillos ojos verdes) al niño que ya no soy y me pregunto qué le estará pasando por la mente en estos momentos, en los que, ante sus ojos, la realidad es una confusión de cabezas que miran en una sola dirección. Y ella permanece atenta y con la vista fija en la Virgen que aún se atisba a lo lejos y que se acerca y que ella, de repente, señala con su mano de muñeca y su índice diminuto: "¡A Virgin! ¡A Virgin!", atina apenas a pronunciar, mientras su dulce rostro de golosina esboza una sonrisa que salva al mundo y nos redime de nuestra propia condena.
Entonces, por un instante, me olvido del boato, del lujo, de la intransigencia, de la hipocresía y de la vanidad de vanidades que, muchas veces, envuelven al misterio profundo de la fe y me siento un poco perdido en medio de tanta impostura y me dan ganas de salir huyendo, de perderme entre la muchedumbre, como le sucede al matrimonio infeliz de turistas, en la escena final de Te querré siempre (Viaggio in Italia), cuando un río de gente que baja en procesión los separa hasta que se convierten en dos náufragos a la deriva. E, igual que ellos, no me importaría desaparecer en el barullo del anonimato para regresar después y entregarme al abrazo con la verdad, pura y diáfana, transparente, libre de incertidumbres y de sufrimiento. Como ese hombre y esa mujer que descubren, en la película de Rossellini, que no pueden renunciar al amor que sienten el uno por el otro. De igual forma que el ser humano no puede darle la espalda a Dios o a su sombra sin padecer el eterno cosquilleo de la duda.