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El callejón
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Regreso al colegio

Fachada del Centro Educativo Pérez Andreu, antiguo grupo escolar Sector Sur, entrañable edificio por cuyas aulas pasaron miles de niños y niñas, rumbo al porvenir [foto obtenida del archivo de este periódico].

A doña América, ángel de la guarda de todos los niños del Grupo Sur

En uno de sus muchos momentos memorables, uno de los forajidos de la película Grupo salvaje (1969) realiza la siguiente confesión en voz alta: "Todos soñamos con volver a ser niños, incluso los peores de nosotros. Tal vez los peores más que nadie". La expresión de ese deseo, por parte de un personaje que presiente el triste ocaso de una vida violenta y plena de tropelías, no es más que la proyección del ansiado retorno a la infancia que la casi totalidad de los seres humanos experimentan al menos una vez a lo largo de su existencia. Como si la simple y descabellada posibilidad de regresar a ese tiempo en que cualquier cosa parecía posible nos devolviese la ilusión, la ingenuidad, la fe o la inocencia extraviadas durante todos los años posteriores, en que hemos ido descubriendo (y asumiendo) el verdadero rostro de tantas mentiras. Ya que, en resumidas cuentas, crecer (envejecer) no es más que un doloroso aprendizaje del desengaño, ante la progresiva e inevitable evaporización de los sueños y de las esperanzas.

Valga la anterior reflexión a modo de preámbulo de un texto en el que pretendía evocar aquellos remotos días de septiembre en que, exactamente igual que ahora, decenas de miles de chiquillos en toda España volvíamos a las aulas después de un (siempre) largo y cálido verano. Y regresábamos con la mochila repleta de anécdotas y experiencias que compartir con los compañeros, porque existía esa primera forma de camaradería, consistente en convivir veinticinco horas semanales entre las cuatro paredes de un lugar que tenía algo de ágora, un poco de jardín de las delicias y también un cierto sesgo de establecimiento penitenciario. Entonces (y supongo que ahora también) el colegio era el centro de nuestro ilimitado universo, nuestro propio aleph, la ventana luminosa que cada día nos descubría un mundo nuevo.

Cada año, por estas fechas, se repetía la misma liturgia del retorno. Sentíamos idénticas emociones y veíamos los siguientes nueve meses con la incertidumbre del navegante que se abre camino en alta mar sin conocer el final de la singladura. Vivíamos un tiempo sin tiempo, que saboreábamos con avidez, impacientes, porque nos desesperaban las interrupciones, las excesivas pausas, la falta de acción. Fuera de las horas de clase y de estudio en la soledad del cuarto, la realidad era un juego permanente que tenía a la calle por principal y único escenario.

Tuve la gran suerte de cursar toda mi etapa de enseñanza básica (hoy Primaria) en el antiguo Grupo Sur. Aunque nunca dispuso de instalaciones propias para la práctica de actividades deportivas (el Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma cedía la plaza de Santo Domingo como patio para el recreo), este centro público, en el que coincidíamos niños y niñas pertenecientes a todos los estratos sociales, ofreció durante décadas una calidad docente impensable en la actualidad. El compromiso cívico en torno a la necesidad de una educación digna, universal y gratuita se cumplía con creces en el interior de este edificio, que había sido la anterior cárcel de la capital, gracias a la concienciación ciudadana (no sólo de los padres sino también de los responsables políticos), al aceptable comportamiento, en general, del alumnado y, sobre todo, a la categoría profesional y humana del profesorado y del personal que prestó allí sus servicios.

Cerrado como colegio en los años noventa, el grupo escolar Sector Sur, rebautizado Centro Educativo Pérez Andreu, alberga actualmente las sedes de las escuelas municipales de Teatro, Danza y Folclore; acoge el local de ensayos de la banda de música municipal San Miguel y es la sede del colectivo Rayas, que puso en marcha, en este mismo enclave, el Museo de la Historia de la Educación. Además, aquí también se encuentran las oficinas del área de Cultura del ayuntamiento capitalino. Todo ello ha contribuido a darle una nueva y renovada vida a un edificio por el que, en su momento, transitaron miles de chicos y chicas rumbo al porvenir.

No obstante, cada vez que paso por delante de su fachada, mientras voy o vengo por la plaza de Santo Domingo, no puedo evitar echar la vista atrás y que mi cabeza se llene de recuerdos. Y que escuche el ulular inconfundible de su sirena. Y que mi mente se convierta en un salón de espejos donde irrumpen mis sucesivas caras y las de tantos otros y otras (de los que aún siguen y de los que ya no están). Y que las baldosas del suelo (que ya no son las mismas) me muestren el rastro que conduce de vuelta al ayer, a la felicidad perdida, a la patria irrecuperable de la infancia.

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