Si la aparición de la imprenta, a mediados del siglo XV, supuso, en la práctica, la imparable propagación de la palabra, como si ésta fuera el fuego robado por Prometeo a los dioses, la invención del gramófono, acontecida más de cuatrocientos años después, permitió, a la larga, que una incalculable cantidad de personas en todo el mundo pudiese acceder a una música que hasta entonces era privilegio exclusivo de selectas audiencias. Con el transcurso del tiempo y el consiguiente desarrollo científico y tecnológico, el sistema de producción capitalista consolidó, poco antes de la II Guerra Mundial, una floreciente industria discográfica que la bonanza económica de la década de los cincuenta no hizo sino consolidar dentro de las incipientes clases medias.
El álbum de vinilo, en sus distintas modalidades, se erigió en artículo de consumo masivo entre la población adolescente, de corte urbano, a raíz de la increíble popularidad que alcanzaron las sucesivas corrientes musicales, más o menos revolucionarias, llámense rhythm and blues, rock and roll, pop, soul o funk. Y este interés por la música, por parte del público juvenil, apenas decayó cuando se impuso el soporte del disco compacto y las antiguas modas fueron reemplazadas por nuevas ondas sonoras, de efímera trayectoria y aún más corto recorrido.
Sin embargo, en el último decenio, el descomunal crecimiento de Internet y el impresionante intercambio de información entre los usuarios de esta infinita red de redes han ido socavando los cimientos de un negocio cuyas principales empresas contemplan hoy, con absurdo estupor, la inevitable extinción de la gallina de los huevos de oro, tal y como demuestran las cifras, implacables en su fría y desapasionada terquedad. Por ejemplo: según la Asociación de Productores de Música, en España, durante el primer semestre del año en curso, la venta de discos alcanzó los 57,1 millones de euros, lo que representa, respecto al mismo período de 2009, un descenso superior al 21 por ciento. A pesar de que la descarga legal de archivos sonoros ha crecido un 29,5 por ciento en la primera mitad de este año, los 19,8 millones de euros facturados por este concepto resultan una cantidad ínfima al lado del monstruoso beneficio usurpado por la piratería.
Ante esta desfavorable e incómoda tesitura, la industria del disco lleva años orientando todos sus esfuerzos en potenciar la música en vivo. De esta forma, los artistas que obtienen mayores ingresos en el planeta (la banda irlandesa U2, los australianos AC/DC, la cantante Beyoncé, el incombustible Bruce Springsteen y su E Street Band y la controvertida Britney Spears) basan gran parte de sus beneficios en la venta de entradas a sus conciertos, incluidos en maratonianas giras internacionales.
En un ámbito más doméstico y también mucho más modesto, las grandes estrellas de la música popular de nuestro país no han tenido otra opción que lanzarse a la carretera, con el fin de hacer valer su propuesta en un mercado en el que el contacto directo con el público se revela como la única alternativa posible para poder seguir subsistiendo. Y, en este sentido, David Bisbal (Almería, 1979) resulta una muestra elocuente.
Con una puntualidad inusual para tratarse de un artista español, Bisbal inició su recital el pasado 8 de julio, en el Recinto Central de las Fiestas Lustrales, con la energía arrolladora de quien pretende poner tierra de por medio con su pasado inmediato y busca ahora encontrar otros cauces expresivos que le alejen definitivamente de la mascota de rostro angelical, voz de querubín y rizos primorosos que patentó la televisión: feroz máquina implacable, creadora y devoradora de nuevos mitos y de juguetes rotos. Pero este chico, jovial y desinquieto, se niega a ser ni una cosa ni la otra.
Enarbolando la bandera de un álbum (y un tour) que lleva el significativo rótulo de Sin mirar atrás, Bisbal se presentó en Santa Cruz de La Palma, en la que ha sido su segunda visita la isla (actuó hace unas temporadas en Los Llanos de Aridane), con más de cuatro millones de discos vendidos, treinta discos de platino y quince discos de oro, cosechados en tan solo ocho años de carrera. Un lapso muy breve en el que ha sabido rentabilizar (y administrar) con insólita inteligencia el inicial tirón del medio televisivo que lo catapultó a un siempre frugal estrellato y concitar a su alrededor un aura de vibraciones positivas y de buen rollo que lo han convertido en ídolo de jovencitas, en yerno marchoso y festivalero y en sinónimo de éxito seguro en taquilla.
Por vez primera en las Fiestas, el Recinto Central registró unos tres cuartos largos de entrada y el público asistente (especialmente el amplio sector de féminas de todas las edades) disfrutó en todo momento con la entusiasta y desinhibida entrega del joven cantante, que siempre se mostró sincero, cercano, encantado de estar allí y de compartir su repertorio con tan cómplices espectadores. Porque, al margen de las preferencias músico-vocales de cada uno (en mi caso, sería incapaz de adquirir ningún compact de Bisbal ni de prácticamente ninguno de sus más o menos conocidos coetáneos), lo que no pondría en duda ni el más exigente y descreído de los críticos musicales es la generosa y exultante profesionalidad que ofrece este peculiar intérprete que todavía no ha dado un mal paso, quizás porque hasta el último de sus vertiginosos giros de trescientos sesenta grados es el resultado de un sosegado y audaz cálculo milimétrico.