El pasado 13 de agosto Fidel Alejandro Castro Ruz cumplió 84 años. De ellos, cuarenta y nueve los ha vivido como la máxima autoridad de su país hasta que, en febrero de 2008, renunció a la presidencia en favor de su hermano Raúl, tras sufrir una grave enfermedad de la que hoy parece totalmente recuperado. Esto significa que, durante casi el sesenta por ciento de su vida, este hombre, doctor en Derecho Civil y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de la República de Cuba, ha estado ejerciendo un poder absoluto, omnívoro, y, lo que es peor, ha condenado a al menos tres generaciones de sus súbditos (el concepto de conciudadanía no encaja dentro de los modelos políticos de naturaleza totalitaria) a no conocer otra forma de gobierno que la dictadura.
Castro, que a lo largo de su apabullante existencia ha gozado del beneplácito y de la aquiescencia de intelectuales abanderados de una izquierda difícilmente conciliable con los derechos humanos (a fin de cuentas, su versión caribeña de Marx y Engels es un estalinismo descafeinado, anacrónico, servil y perezoso), afronta la recta final de su mesiánica (e imaginaria) misión con la resignada y descreída humildad de quien aún vive convencido de que la historia lo absolverá.
Sus recientes declaraciones a una revista norteamericana, en las que reconoce que el modelo cubano "ya no funciona ni siquiera para nosotros", no deberían ser interpretadas, en ningún caso, como una rectificación. En sus palabras, rápidamente desmentidas por él mismo, no se ha de leer el más mínimo indicio de arrepentimiento, ya que semejante vocablo difícilmente saldrá de labios de alguien que, en su día, pronunció la crucial disyuntiva de "patria o muerte".
A pesar de las innumerables muestras de adhesión inquebrantable que le siguen ofreciendo sus correligionarios y de las corrientes de simpatía que su legendaria figura despiertan aún en todo el mundo, o tal vez precisamente por ello, no cabe esperar de él ninguna clase de capitulación. Su arrolladora personalidad, siempre altiva, siempre arrogante, apenas deja resquicio para la duda. Como todos los tiranos, sólo admite el culto a una única verdad: aquella que es impuesta por Él sobre los demás.
Yo, como tantos otros y otras, también caí seducido en la brillante tela de araña de su oratoria torrencial e hipnótica, en la irresistible fascinación generada por su alter ego, Ernesto Guevara, y creí en el mito de la Cuba libre, de la feliz Arcadia en la que todos los hombres son iguales, la asistencia sanitaria es pública y de primera calidad y el analfabetismo, cero. Hasta que una remota tarde de hace dieciocho años un exiliado canario, que padeció el oprobio y la crueldad de los campos de trabajos forzosos y la terrible y feroz persecución de los Comités de Defensa de la Revolución, me enseñó las cicatrices del alma y, entonces, la auténtica realidad se reveló una mentira que ha terminado cayendo del árbol de la ciencia de ese falso paraíso y permanece, sobre la tierra quemada, como una manzana podrida.