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El callejón
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El sobrinito de Julia entra en el Parnaso

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

Salvador Elizondo, El Grafógrafo

 

La persistente obsesión por la inmortalidad ha llevado al ser humano a construirse toda clase de mitos y fantasías que le proporcionen el debido consuelo a su angustiosa consciencia de finitud. Sabemos que más tarde o más temprano se nos ha de acabar la cuerda pero nos resistimos, a golpes y a mordiscos, a que se rompa ese frágil hilo que nos conecta con la vida. De ahí que, en su sed insaciable de eternidad, el hombre haya ingeniado (y lo continúa haciendo) mil argucias (biológicas, morales, éticas, religiosas, médicas) con que engañarse a sí mismo respecto a la muerte. Ese afán autoperpetuante, que es el que empuja a ciertos imbéciles a rendir cuentas sólo ante Dios o ante la Historia, es el que, sin duda, subsiste (no sin una incómoda sensación de vergüenza o de inevitable pudor) como causa originaria de la totalidad de distinciones y premios honoríficos. Por eso tales galardones, que desde un punto de vista dinerario no suelen reportar beneficios con carácter definitivo, resultan tan apetecibles y adquieren, en algunos casos, una desproporcionada trascendencia. Lo pasajero, relativo y efímero de su gloria se proyecta con inusitada fuerza a un futuro siempre incierto y también profundamente olvidadizo.

Si hay unos premios que encarnan a la perfección nuestro deseo (nuestra vanidad) inconfesable de prolongarnos más allá de nuestras vidas, esos son los Nobel, concebidos por su fundador e instigador intelectual como filantrópica compensación por los nocivos efectos de la dinamita, explosivo de grandioso éxito comercial cuyos réditos han servido, a partir de 1900, para reconocer la labor realizada en favor de la Humanidad, en el ámbito -entre otros- de la Física, la Química, la Medicina, la Literatura y la Paz.

En su más de un siglo de existencia, el palmarés de los Nobel, en sus distintas modalidades, arroja una extensa y variopinta relación de ganadores, dentro de la cual figuran muchos de los más significados hombres y mujeres que han pasado por el planeta en los últimos ciento diez años, aunque también aparecen nombres y apellidos cuando menos discutibles y, sobre todo, se aprecian numerosas e incomprensibles omisiones que, tan sólo en el campo de la literatura, darían para llenar varios textos como éste.

Precisamente, el peruano Mario Vargas Llosa iba camino de engrosar la nómina de ilustres ignorados por la Academia Sueca cuando alguien, en Estocolmo, se acordó de él. "Me llamaron por teléfono a Nueva York, a las cinco y media de la mañana, y, claro, al principio pensé que era una broma de algún amigo", reconoció el autor de La ciudad y los perros, que se encuentra en la ciudad estadounidense para impartir un curso de seis meses en la selecta Universidad de Princeton.

Llosa, que se ha ganado una legión de detractores que jamás le perdonarán su volantazo ideológico, desde el marxismo (de corte moderado) de la década de los sesenta al conservadurismo neoliberal (y radical) de Margaret Thatcher diez años después, parecía condenado a no recibir el célebre galardón por sus férreas convicciones políticas (inequívocamente democráticas) que le llevaron a intentar, sin éxito, alcanzar la presidencia de su país. Su rechazo frontal al régimen cubano, que le valió la pérdida de su vieja amistad con Gabriel García Márquez, y sus críticas demoledoras a la cruzada bolivariana liderada por Hugo Chávez, y que ya arrastra a varios países de América Latina (como Bolivia o Ecuador), resultaban hasta el pasado jueves una sobrecarga sospechosa para un jurado que, no olvidemos, suele ponderar no sólo la calidad literaria de los posibles premiados sino también su pedigrí político. De lo contrario, no se explica que entre los galardonados no estén ni Jorge Luis Borges, ni Vladimir Nabokov, ni Norman Mailer.

Discrepancias y cuestiones ideológicas al margen, el escritor de Arequipa es un admirable y tenaz corredor de fondo que ha logrado una meta que él mismo ya daba por inalcanzable y que inició su coherente y desigual trayectoria literaria cuando apenas era un adolescente. Con una dedicación absoluta, amorosa y apasionada, Vargas Llosa no ha hecho otra cosa en esta vida que escribir (vivir para escribir y escribir para vivir), si bien tal vez haya dado lo mejor de sí mismo en el primer tercio de su carrera, cuando recaló en la Barcelona cosmopolita y provinciana de los años sesenta y, al calor de la revolución dentro de la narrativa en lengua española que supuso el boom de los autores sudamericanos, halló en el mecenazgo del editor Carlos Barral (sí, el mismo que no creyó en las posibilidades de Cien años de soledad) el respaldo decisivo para afrontar sus proyectos más arriesgados y brillantes, las piezas maestras por las que ahora los suecos le han colmado de bendiciones.

A este primer periodo de efervescencia creativa (Los cachorros, La casa verde, Pantaleón y las visitadoras), que podemos situar entre 1962 y 1973, pertenece Conversación en La Catedral, quizás el más extraordinario edificio que novelista alguno haya levantado en prosa castellana en la segunda mitad del siglo veinte, si exceptuamos la saga de los Buendía y los deslumbrantes hallazgos cortazarianos de Rayuela.

Si el sabio e insolente Borges creía que El viejo y el mar había redimido de su mediocridad a Ernest Hemingway, la crónica del desencanto y de la desesperanza que se desprende del largo diálogo entre el joven periodista limeño y el ex chófer de su padre, en un bareto de la capital, mientras se revela fragmentariamente la tragedia íntima y colectiva de todo un país ("¿En qué momento se había jodido el Perú?"), hace que le perdonemos a Vargas Llosa todas las malas novelas que ha escrito después, las acusaciones de plagio, su defensa a ultranza del modelo socioeconómico capitalista como única vía de expiación para el hombre, su predilección por el estilo de Corín Tellado e incluso este premio que le acaban de dar que, como casi siempre, honra más al galardón que al premiado. 

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