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El callejón
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El gran filón

Trailer original de “El gran carnaval” (se estrenó bajo el título de “Ace in the Hole”), el más duro alegato contra el sensacionalismo y la manipulación informativa que jamás se haya filmado.

En enero de 1925, el espeleólogo Floyd Collins estaba explorando una gruta en Kentucky cuando el techo cedió y quedó sepultado bajo un alud de rocas. Collins, que sobrevivió dieciocho días a su enterramiento accidental, no pudo ser rescatado con vida. No obstante, mientras se llevaban a cabo las tareas de salvamento, podía comunicarse con el exterior. De esta forma, un joven periodista del Louiseville Courier-Journal, William Burke "Skeets" Miller, pudo entrevistarlo y la noticia corrió como un reguero de pólvora por todo el país, lo que atrajo a cientos de curiosos hasta la cueva.

Veinticinco años después de aquel suceso, la citada anécdota le fue referida al cineasta Billy Wilder por su colaborador de entonces, un guionista sin apenas experiencia llamado Walter Brown Newman que, más tarde, firmaría los guiones de films como El hombre del brazo de oro, La ingenua explosiva o Stony, sangre caliente. En las siguientes ocho semanas, Wilder y Brown, junto a Lesser Samuels, un ex periodista que figuraba en la plantilla de escritores de la productora Paramount, elaboraron el libreto de Ace in the Hole ("Un as en la manga"), que en España ya fue estrenada con el título de El gran carnaval (The Big Carnaval), con que hoy se la conoce, en un desesperado intento de los estudios por levantar una película cuya recaudación había sido un completo fracaso en Estados Unidos. Sin embargo, en Europa fue mucho mejor tratada por el público y por la crítica y, de hecho, en 1951, se alzó con el León de Oro en el Festival de Venecia.

Mostrando una absoluta indiferencia hacia la taquilla o por el éxito económico de su valiente propuesta (no olvidemos que fue estrenada en plena era del senador McCarthy y de su particular cruzada anticomunista), Billy Wilder consigue, con esta tragedia descarnada, algo grotesca y terriblemente creíble, su obra más moralista y descubre, en toda su miserable mezquindad, el lado más abyecto y depravado de la condición humana.

El gran carnaval comienza con la llegada a Alburquerque, Nuevo México, de Chuck Tatum (interpretado con su habitual energía por Kirk Douglas), un periodista de altos vuelos que atraviesa una mala racha y que trata de encontrar en esta ciudad perdida en medio del desierto una segunda oportunidad. Al cabo de un año de trabajar como redactor jefe en un anodino y modesto diario, Tatum se tropieza con el filón que estaba buscando: un hombre, Leo Minosa, ha quedado atrapado en el interior de una cueva cuando buscaba antiguas vasijas indias para venderlas como souvenirs. A pesar de que el infeliz podría ser sacado en dieciséis horas, el periodista convence al sheriff local para retrasar la operación varios días, a fin de ampliar la cobertura de la noticia. El policía accede a cambio de una generosa campaña informativa de cara a su inminente reelección. A medida que las labores de rescate se prolongan innecesariamente, lo que pone en serio riesgo la vida de Minosa, el impacto del hecho en la opinión pública, sobredimensionado debido a las rastreras maniobras de Tatum, atrae a una muchedumbre de personas hasta el lugar, ávidas de emociones fuertes. De ahí que, alrededor de la colina en cuyas entrañas ha caído atrapado el infortunado individuo, como si estuviese cubierto por una doble tela de araña, no tarda en montarse un verdadero parque de atracciones, con sus puestos de comida y de chucherías, su carpa, su tiovivo y hasta con su escenario portátil en el que un animoso grupo de country & western canta una canción dedicada a Leo Minosa, quien pasa de ser una víctima de la adversidad a convertirse en presa propiciatoria para satisfacer los más bajos instintos de unos y de otros.

El feroz tono cáustico y demoledor de esta extraordinaria diatriba, concebida para desenmascarar los perversos mecanismos de control y alienación con los que el periodismo sensacionalista intenta capturar la atención del público, alcanza uno de sus momentos más estremecedores (por no decir brutales) cuando, a la sugerencia del reportero sin escrúpulos de que debería dejarse ver el domingo por la iglesia, para dar una buena imagen, la hastiada esposa del hombre sepultado (que es la primera en rentabilizar el espectacular negocio montado en torno a su desgracia) responde que nunca va a misa ya que ponerse de rodillas "le hace carreras en las medias".

"Fue una muy buena película; el argumento estaba muy trabajado y tenía mucha fuerza -reconocía el propio Billy Wilder cincuenta años después-. Pero la gente no quería saber nada de aquello; la gente no quiere que le recuerden que, si hay un accidente en la calle y hay heridos graves, en lugar de ir a avisar a un médico, se quedan contemplando con morbosa curiosidad la tragedia. Eso es lo que había en la película: el circo, la música, la gente emborrachándose y pasándoselo bien… No digo que fuese un tema fácil de digerir, de hecho, los invitados no se abalanzaban sobre los aperitivos el día del estreno porque se sentían un poco culpables. Al espectador no le gusta ir al cine y pagar una entrada para que luego le recuerden lo hijo de puta que todos podemos llegar a ser".

Como habrán podido imaginar, a pesar de haber sufrido unas penosas condiciones laborales (más propias del siglo diecinueve que del veintiuno), de asistir al desmedido afán de protagonismo del presidente de Chile durante toda la crisis (recibió uno a uno a los hombres a su regreso a la superficie como si oficiase un bautizo) y del descomunal despliegue realizado por los medios de comunicación (que hicieron del exterior del yacimiento un nuevo Cabo Cañaveral en la plenitud de los años dorados de la carrera espacial), cualquier parecido entre la ficción cinematográfica de Wilder y la dramática odisea con el emotivo final feliz protagonizada por los treinta y tres trabajadores, atrapados durante sesenta y nueve días, en una galería en pésimo estado de la mina San José, en el desierto de Atacama, es pura coincidencia. ¿O no?

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