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El callejón
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El gesto

Acto de entrega del Premio Príncipe de Asturias a la selección española de fútbol. El entrenador, Vicente del Bosque, rompió el protocolo para invitar a su predecesor en el cargo a unirse al equipo y así recibir la ovación del público.

A Anelio Rodríguez Concepción, atlético por compasión, y al irrepetible Juan Carlos Arteche, in memoriam 

Los que profesamos la fe en la causa colchonera siempre hemos sentido por el ex futbolista y entrenador Luis Aragonés (Madrid, 1938) un inequívoco afecto, combinado con respeto y admiración. Sí, a Luis los atléticos de corazón (que son los únicos y verdaderos) lo queremos como si fuese una especie de padre espiritual, de venerado patriarca, que primero fue acogido y celebrado como ídolo dentro de la cancha e, inmediatamente después, de un día para otro, fue aceptado como autoridad indiscutida en el banquillo. Por eso, desde que con treinta y cinco años asumiera la dirección técnica del club del Manzanares, a petición expresa de su presidente, Vicente Calderón, a Luis le hemos perdonado todo: su falta de tacto, sus desaires, sus exabruptos inoportunos, su mala educación. En cambio, a pesar de ir contracorriente, lo hemos defendido a capa y espada en todo momento porque, colores al margen, nunca hemos dejado de confiar en su capacidad profesional y en su honestidad inquebrantable, la misma que un día lo llevó a alinearse junto a sus jugadores contra la presidencia del F.C. Barcelona, por entender que su lugar estaba con los deportistas y no con el patrón que le pagaba el sueldo.

Director versátil, capaz de sacar partido a cualquier orquesta (ha estado al frente de más equipos que nadie y con casi todos ellos ha alcanzado meritorios resultados, como clasificar al Real Mallorca para jugar la Liga de Campeones), a Luis no le avalan tantos títulos como a otros entrenadores de mayor caché pero ninguno puede presentar su hoja de servicios. Además, los seguidores rojiblancos nunca podremos olvidar que, en su día, renunció a irse al Real Madrid, de la mano de uno de sus legionarios favoritos, Hugo Sánchez, por el cariño que en él despierta el Atlético de Madrid, que es como su segunda casa; de igual manera que tampoco quedará en el olvido que, en 2001, rechazó una oferta multimillonaria y prefirió aceptar, por mucho menos dinero, el reto de devolver a nuestro equipo del alma a la Primera División.

El nombramiento como seleccionador nacional llegó para él quizás un poco tarde. Sin embargo, ese mismo factor (el tiempo) terminó obrando en su favor, ya que, por un lado, le permitió ejercer un control absoluto del cargo (algo a lo que ha estado habituado durante toda su carrera), en cuanto tomó la complicadísima decisión de quitarse de encima la influencia ponzoñosa y nociva que representa Raúl González Blanco (eficaz delantero, hábil y escurridizo, insaciable competidor, pero pésimo compañero de sus compañeros) en cualquier vestuario, y porque, por otro lado, era necesario un cierto periodo de maduración para el excelente grupo de jóvenes futbolistas que, bajo su brillante dirección, tardaron dos años en explotar.

"Si alguien ha cambiado el fútbol español ése es Luis Aragonés", reconoció este viernes, en Oviedo, Xavi Hernández, centrocampista del Barcelona, poco después de la ceremonia de entrega del Premio Príncipe de Asturias del Deporte. El jugador, que en la Eurocopa de 2008 fue designado el mejor del torneo, se sumaba así a todos los que llevamos pensando algo parecido desde hace décadas.

Maltratado por la cúpula de la Real Federación Española de Fútbol, que no confiaba en sus posibilidades de éxito y le buscó sustituto antes de que se disputara el Campeonato de Europa que, luego, la selección ganó exhibiendo un juego exquisito que no se veía por estos lares desde hacía veinte años (gracias a aquella Holanda de Koeman, Rijkaard, Gullit y Van Basten, orquestada por el legendario Rinus Michels), Luis dejó el puesto con la satisfacción del deber cumplido pero con el rencor africano de quien ha sido víctima de una arbitrariedad difícilmente justificable.

Y en eso llegó Del Bosque.

De un carácter completamente opuesto a su antecesor, el técnico salmantino apenas retocó el bloque que ya estaba ensamblado. Introdujo unas pocas novedades en el once titular (la incorporación de Piqué y Busquets), incorporó al grupo a chicos con duende y mucho desparpajo (Pedro y Navas) y mantuvo un esquema de juego casi idéntico, en el que la circulación del balón es una hermosa combinación de geometría y velocidad, debido al talento escandaloso de un puñado de artistas formidables.

Y, corroído por el resentimiento y la envidia, Luis Aragonés, que tantas críticas injustas e inaceptables tuvo que soportar como seleccionador, se equivocó. En lugar de mantenerse en un segundo plano, aceptó un trabajo como comentarista en la cadena de televisión Al Jazeera, durante el pasado Mundial, y desde sus micrófonos realizó algunos contundentes y sinceros juicios sobre su ex equipo en los que la figura de su sucesor no salía bien parada. Pero Del Bosque no entró al trapo. Consciente de lo que se traía entre manos y de las enormes dificultades de una empresa que, al principio, parecía avocada al fracaso, Vicente pasó por alto tan desafortunadas declaraciones, expresó su respeto hacia todas las opiniones ajenas y se limitó a proseguir con la labor que le habían encomendado, con su habitual serenidad, su discreción, su paciencia infinita.

Tres meses después de aquellas imborrables jornadas de julio, el actual seleccionador nacional rompió el protocolo del solemne acto de entrega de los premios Príncipe de Asturias e invitó a su predecesor a que se sumase, como uno más, al reconocimiento que se tributaba al equipo que también él había ayudado a construir. La nobleza de semejante gesto, sorprendente por lo inesperado e inusual, engrandece aún más si cabe la limpia aureola de un hombre magnánimo, bondadoso y cabal, y proporciona un modelo de conducta ejemplar, un destello de luz, un resquicio para la esperanza, a un país actualmente sumido en el desánimo, la mezquindad y la autofagia.

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