En 1991, recala en Tenerife, náufrago del exilio provocado por el régimen funesto de Alberto Fujimori, el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964). Durante once años, este profesional de la lectura y de la escritura, que había simultaneado sus estudios de Derecho y Ciencias Políticas, en la Universidad Garcilaso de la Vega, de Lima, con diversos trabajos, de taxista a periodista radiofónico, sobrevivió en Canarias gracias a sus excelentes dotes como profesor de talleres literarios y a sus modestas ganancias como redactor en diarios, revistas y suplementos dominicales. Hasta que, en 2002, decide hacer de nuevo las maletas y se traslada a Madrid. En la capital del reino, Benavides encuentra la oportunidad que venía buscando desde que dejó atrás a su familia y a su país y decidió cruzar el Atlántico por primera vez.
A día de hoy, casi veinte años después de su llegada a España, ha publicado cuatro novelas y un libro de relatos (todos ellos editados tras irse a vivir a la Península) y está considerado uno de los autores más interesantes dentro de la penúltima hornada de narradores latinoamericanos.
Profundamente apegado a su tiempo, Jorge Benavides es un escritor de ciudad, un poeta urbano que, en lugar de canciones, escribe largas epopeyas épicas sin héroes ni princesas, a través de las cuales personajes muy físicos, dolorosamente humanos, tratan de encontrarse a sí mismos. Mejor novelista que cuentista, sus ficciones constituyen un exigente ejercicio de lectura, no apta para amantes de best sellers y demás devoradores de literatura basura.
La primera de sus obras de largo recorrido, Los años inútiles (2002), que en Perú obtuvo una acogida extraordinaria y cosechó toda una serie de reseñas elogiosas que allí no se recordaban desde los tiempos de Vargas Llosa y La guerra del fin del mundo, pasó un tanto desapercibida en España, porque ya se sabe que el nuestro nunca fue un país de lectores aunque sí de grandes (y menores) escritores, mal pagados y peor avenidos.
Advertido por un amigo común, profesor de instituto y ex alumno del primer taller (Entrelíneas) que impartió nada más llegar a Tenerife, me hice con la citada novela de Jorge Benavides y la leí de un tirón ese mismo verano. Había conocido a Jorge antes, en una época en que la vida no le estaba yendo tan bien y ya sopesaba la idea de dar el brinco a Madrid. Cuando terminé Los años inútiles, entendí perfectamente dos cosas: por un lado, la extraña devoción que le profesan todos sus discípulos de tantos cursos y talleres, y, por otro, que para alguien como él, con su talento y su ambición, permanecer en un archipiélago paradisíaco como éste (con todas sus bondades pero también con todas sus mezquindades) debe de ser lo más parecido a enjaular a un tigre.
Ambientada en los últimos años del primer (y desastroso) gobierno de Alan García (1985-1990), con un país sumergido en las abisales profundidades de la hiperinflación, de la violencia terrorista y contraterrorista, generada por Sendero Luminoso, y de los escándalos de corrupción que sacudían al partido en el poder (la Alianza Popular Revolucionaria Americana, APRA), Los años inútiles sobrepasa los límites de la novela política o de la ficción histórica y alcanza el siempre dificilísimo estatus de proeza literaria, ya que, en ella, el estilo, en todo momento al servicio de la historia, se esconde detrás de una estructura intrincada, compleja, endiablada, para ofrecer una completa cosmovisión de una realidad caótica y siniestra, infestada de seres desgraciados, que se mueven entre la sordidez y la honestidad.
Estos días ha vuelto a mi memoria el feliz recuerdo de esta magnífica y muy recomendable novela, a raíz de las recientes declaraciones realizadas por el ex presidente del Gobierno, Felipe González, al escritor (y hagiógrafo) Juan José Millás y publicadas el pasado domingo, 7 de noviembre, en El País.
Retirado del primer plano de la política desde 1996, cuando fue derrotado en su intento de ganar por quinta vez consecutiva unas elecciones a Cortes, González, que comparte con Alan García una misma profesión (la abogacía), un similar credo ideológico (la izquierda moderada) y una más que apreciable oratoria, da la sensación de que aún no ha asumido del todo su nuevo papel en el escenario nacional. Como esos viejos actores que se resisten a aceptar su declive y que apenas son la sombra de lo que un día significaron, el ex secretario general del PSOE, que fue el primer diputado socialista en ocupar la presidencia del gobierno en la historia de España, persiste en un ególatra y algo enfermizo afán de protagonismo, tratando de reclamar sobre él la atención de los focos, cuando la función hace mucho que terminó.
En este sentido, sus revelaciones, que tienen un cierto halo de autoindulgencia y justificación, que hoy, después de transcurrido tanto tiempo, resultan verdaderamente inaceptables, despiertan escasa simpatía y siembran de más dudas, aún si cabe, el rastro sospechoso y poco edificante de unos años que comenzaron llenos de promesas de progreso, justicia, democracia, honradez y prosperidad, y hoy arrojan el triste (e inútil) balance de las oportunidades perdidas.