Llegué a las películas de Berlanga a través de uno de sus actores fetiche (término que le va como anillo al dedo a él, que siempre se confesó un erotómano empedernido), por fortuna, omnipresente en el primer (y mejor) tramo de su desigual trayectoria. Me estoy refiriendo, naturalmente, a José Isbert (1886-1966), un cómico de la legua, un artista de los de antes, vagabundo (su nombre aparecía estampado en un rinconcito del envés del antiguo telón del Circo de Marte), con la maleta a cuestas y los bolsillos llenos de remiendos y de sueños rotos, y a quien los vaivenes del destino obsequiaron con la mayor popularidad y el máximo reconocimiento en el dulce otoño de su vida.
"A don José, el éxito y la fama le llegaron cuando ya tenía las pantuflas puestas", le escuché una vez a Manuel Zarzo, otro secundario de nuestro cine, que aún espera esa última oportunidad que nunca llega. Y es que, en efecto, los grandes elogios, los parabienes, el cariño de la gente y los mejores contratos no le llovieron en aluvión al patriarca de la gran familia Isbert hasta que hizo aquella aparición deslumbrante, tierna y cautivadora como alcalde de Villar del Río, en Bienvenido, Mr. Marshall, y entró en nuestras vidas para quedarse para siempre con su presencia entrañable y eterna.
Fue don José quien me llevó de su mano de abuelo sabio, socarrón, simpático, pícaro y algo disparatado, hasta Luis García Berlanga, cuando uno apenas tenía nueve o diez años. El espacio Cine Club, de Televisión Española, dedicaba entonces un ciclo completo al veterano intérprete, inconfundible por su áspera voz de bocina desinflada y por su asombrosa naturalidad. Aunque echaban aquellas cintas casi de madrugada (debido al desfase horario de Canarias respecto a la Península, donde ya existía la segunda cadena), la admiración y devoción casi filial que mi padre sentía por Isbert me impulsó a aficionarme a dichas sesiones nocturnas, que me reportaron algunos momentos de sana diversión, absolutamente imborrables. Sobre todo, recuerdo aún la conmovedora impresión que me causaron Los jueves, milagro (que sigue teniendo unos primeros cuarenta y cinco minutos extraordinarios, sensacionales, que figuran entre lo mejor que jamás filmó su director) y Calabuch, que se convirtió en una de mis películas favoritas durante la infancia.
Tiempo después vi por vez primera El verdugo y eso no sólo fortaleció mi amor incondicional por don José sino que me reafirmó en la convicción de que su autor era uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos.
A Luis García Berlanga un amigo abogado le refirió la historia de la última ejecución en España que tuvo como ajusticiado a una mujer. Al parecer, en aquella ocasión, el ejecutor, presa de un ataque de nervios, tuvo que ser literalmente arrastrado hasta el cadalso para que cumpliera su trabajo, ya que se negaba a ello. Contaba el cineasta valenciano que, al conocer esa anécdota, surgió en su mente una gran sala blanca, vacía, en la que se distinguen dos grupos de personas: el primero, a duras penas consigue cargar con un hombre, el verdugo, mientras, más adelante, el segundo grupo escolta al reo, que camina con paso firme hacia la muerte.
Berlanga enseguida vislumbró que tras esta imagen había una película. "Cuando se lo expliqué a Rafael Azcona, le dije que ya sólo quedaba escribir la hora y media restante", recordaba el director recientemente fallecido.
Los ciento once minutos de metraje que ambos concibieron en su habitual intercambio de ideas por cafeterías del centro de Madrid (luego, Azcona se encerraba en su casa para dar forma literaria a aquel material simplemente esbozado y que Berlanga se encargaba de pulir) constituyen uno de los guiones más redondos y perfectos que se hayan creado para el celuloide. Al relatar, en clave de comedia negra, la desdichada peripecia del empleado de pompas fúnebres (José Luis Rodríguez/Nino Manfredi) que se ve abocado por la fatalidad a relevar, de manera irreversible y en contra de su voluntad, a su suegro (Amadeo/José Isbert) como matarife, el tándem Berlanga-Azcona alcanzó una cima que ninguno de los dos (juntos o por separado) nunca volvió a escalar.
A pesar de contar en su haber con tres joyas del arte cinematográfico (Bienvenido, Mr. Marshall, Plácido y El verdugo), algo de lo que pueden presumir muy pocos cineastas, no sólo en España sino también en el resto del planeta, y de haberlo logrado, además, con una exigua filmografía que no llega a la veintena de largometrajes, el último de los films mencionados data de 1963, lo que significa que Berlanga tocó el cenit de su carrera hace más de cuatro décadas.
Porque, aunque duela un poco reconocerlo, las películas que el director valenciano filmó desde mediados de los sesenta hasta sus últimos trabajos (la serie de televisión Blasco Ibáñez, la novela de su vida y París-Tombuctú) no gozaron, ni de lejos, del mismo acabado, de la misma sensación de caos perfectamente orquestado, que se aprecia en sus tres obras maestras. Aunque su sentido del humor no perdió ni un gramo de corrosión con el paso del tiempo (al contrario, el sarcasmo fue dando paso en cada nuevo título a una sátira cada vez más feroz y despiadada), sus posteriores farsas carecieron de la misma fuerza, de esa contenida contundencia que patea el ánimo mientras nos arranca la carcajada.
Da la impresión de que, con la llegada de la democracia, Berlanga, probablemente el realizador que sostuvo las más encarnizadas e inútiles batallas con la censura franquista, dejó de preocuparse por la complejidad formal de sus películas y que, justo cuando empezaron a caerle los reconocimientos desde todos los ámbitos (Medalla de Oro de las Bellas Artes, Premio Nacional de Cinematografía, Príncipe de Asturias de las Artes), hubiese decidido rodar lo que le apetecía sin atender otro reclamo que el puro disfrute y el cachondeo.
De hecho, la transición política y el nuevo régimen constitucional lo cogen a una edad en la que se empieza a estar un poco de vuelta de todo, en la que el desengaño recomienda que no se abrace nada con excesiva pasión y en la que los cambios se aceptan con escepticismo. No es extraño, pues, que, precisamente, en 1978, Berlanga presentase la primera entrega de la trilogía sobre la saga de los Leguineche (La escopeta nacional). En esta película se encuentran ya los rasgos que habrán de caracterizar sus últimas comedias: un coro de personajes al cual más caricaturesco, que se imprecan, se chillan, se pisan unos a otros, capaces de hacer el ridículo más grotesco por conseguir cualquier cosa, en medio de una atmósfera que tiene mucho de esperpento y cuyo desenlace suele ser la nada, como la res muerta, comida por las moscas, en el sobrecogedor plano final de La vaquilla, su personal y desenfadada visión de la guerra civil española, que Berlanga, por cierto, también sufrió en carne propia, ya que tuvo que alistarse como "voluntario" en la División Azul para evitar que su padre fuera represaliado, al haber sido gobernador civil de Valencia durante la República.
En las tres películas que cerraron su obra (Moros y cristianos, Todos a la cárcel y París-Tombuctú), Berlanga repitió y explotó hasta la saciedad el modelo estético antes explicado y en todas ellas una fauna estrafalaria se da continuas dentelladas para regocijo de los espectadores. Abundan en estas tres piezas menores los chistes fáciles, la gracia chabacana y escatológica y el trazo grueso, a la búsqueda de lo que el propio cineasta definió como la "desinhibición absoluta".
El autor de fábulas malévolas pero elegantes como Esa pareja feliz o Novio a la vista se despidió del cine con su enésima "crónica de un fracaso", en la que el deseo de huir de sí mismo, en bicicleta hacia África, por parte de un cirujano plástico parisino, aquejado de impotencia, se ve truncado cuando este personaje debe hacer escala forzosa en un pueblo de la costa levantina. Hospedado en la casa de unos presuntos hijos del torero Manolete, el visitante asiste con cierta perplejidad a los conflictos entre unos y otros, en medio de los preparativos para recibir el año 2000.
El maestro valenciano recalcó que en su despedida cinematográfica, estrenada en 1999, se había acercado más que nunca a aquello que quería contar y, desde el principio del film, deja claro que no regresará de nuevo a un set de rodaje. Al margen de otras referencias a modo de autoparodia, la acción de esta película un tanto infame y sonrojante se desarrolla en Calabuch, enclave mítico dentro de la geografía berlanguiana, donde transcurre la más amable de sus ficciones, y el protagonista del relato es un médico en crisis, interpretado por Michel Piccoli, quien retornaba sin mucha convicción al dentista de Tamaño natural, que había encarnado casi treinta años antes.
Con una pobre y aburrida astracanada sobre la frustrante persecución de la soledad como estado ideal del individuo, el cineasta más audaz y brillante que ha dado el cine español echó el cierre a su carrera (corramos un tupido velo sobre el penoso cortometraje El sueño de la maestra, de 2002, supuesta reconstrucción de una escena eliminada del montaje final de Bienvenido, Mr. Marshall por imperativos de la censura) y, en tal caso, con semejante adiós, que tuvo mucho de gamberrada, de broma zafia, de mascletá verbal y visual, Berlanga no hizo otra cosa que mantenerse fiel a sí mismo, dándole con la puerta en las mismísimas narices a críticos, estudiosos, aduladores y admiradores. Tal vez porque, como decía su alter ego en París-Tombuctú, en el fondo, "todos tenemos la misma ambición: desaparecer". Algo que, por fin, Berlanga consiguió el pasado sábado, 13 de noviembre, a los ochenta y nueve años.