A José Guillermo Rodríguez Escudero, incansable divulgador de nuestro valioso patrimonio artístico
Probablemente, el escritor palmero Anelio Rodríguez Concepción sea el único artista vivo cuya obra se exhibe de forma permanente en el Museo Nacional del Prado. El motivo de tan curiosa circunstancia hay que buscarlo, como casi todo en esta vida, en la genética, en el traspaso de filias, amores y lealtades que se produce de padres a hijos y de hijos a nietos. En el caso del autor de Poemas de la guagua, su entrega desinteresada a la pintura, afición que practica, desde hace más de quince años, como una expresión más de una personalidad creativa novelera y desbordante, viene heredada por la doble vía, paterna y materna, ya que fue su padre quien le transmitió la pasión por el arte, a través de los libros, que nunca faltaron en la biblioteca familiar, y, sobre todo, mediante la experiencia impagable de acompañar, durante más de veinte años, al cuñado Francisco Concepción en sus sesiones semanales de pintura al aire libre, por los caminos y recodos de La Palma, a la búsqueda de la belleza en estado puro. A la muerte de su progenitor fue Anelio (hijo) quien reemplazó al padre en las felices incursiones sabatinas del tío Quico y en ellas redescubrió una extraña suerte de magisterio en el que se mezclaban, con absoluta naturalidad, la amistad, el arte y el placer de sentirse vivos.
Hace más de una década, en una de aquellas gratas reuniones, que los discípulos todavía continúan celebrando en homenaje al maestro que ya no está entre nosotros, éste le hizo saber al sobrino que iba a llegar a la isla José de la Fuente, un restaurador del Museo del Prado, experto en el tratamiento de soportes de madera, que debía permanecer varias semanas en Santa Cruz de La Palma, a fin de completar la rehabilitación de una tabla del belga Pierre Pourbus el Viejo, que se encuentra en la iglesia de Santo Domingo. Como quiera que su hija Isabel (restauradora del área de Patrimonio Histórico del Cabildo) estaría ocupada atendiendo sus múltiples obligaciones profesionales y familiares, Francisco Concepción instó a Anelio a que hiciera de anfitrión del técnico madrileño. Fruto de aquel encuentro surgió un entrañable vínculo de afinidad entre los dos hombres que ambos mantienen hasta hoy. En prueba de ese mutuo afecto, el poeta palmero regaló a su amigo De la Fuente un retrato suyo que el restaurador colocó en su lugar de trabajo, en el taller del Prado.
El pasado mes de marzo, con ocasión de una amena conferencia que Anelio Rodríguez impartió, en el Espacio Canarias de Madrid, sobre el origen y posterior evolución de las Fiestas de la Bajada de la Virgen de Las Nieves, tuvimos la feliz oportunidad de volver a visitar la que quizás sea la mejor pinacoteca del mundo acompañados, en una parte del recorrido, por el propio José de la Fuente, que hizo un paréntesis en su jornada laboral para explicarnos detalles de algunas piezas maestras en las que ha posado sus diestras manos de cirujano de la inmortalidad. En concreto, resultaron especialmente reveladoras sus indicaciones sobre El Descendimiento, de Roger van der Weyden, todo un impresionante prodigio de composición, minuciosidad y conmovedor realismo.
Luego, esa misma mañana inolvidable, después de pasear por nuestra cuenta por diversas salas y de reconfortar el espíritu con la contemplación de algunos de los cuadros más extraordinarios que nunca hayan sido pintados por el ser humano, concluimos nuestra estancia en el Prado en un lugar al que jamás había tenido acceso: los talleres de restauración. Situados en la parte alta del nuevo edificio, diseñado por el arquitecto Rafael Moneo a partir del antiguo claustro de Los Jerónimos, estos talleres desconciertan un poco al profano, que entra en este espacio, acogedor, silencioso y recogido como un templo, con una especie de temor reverencial a dar un mal paso y a no tocar nada, porque aquí las obras quedan totalmente expuestas, desnudas, indefensas, al albur de la pericia ajena, igual que los pacientes en un quirófano.
Con un regocijo y un fervor perfectamente comprensibles, José de la Fuente hizo una exhaustiva exposición de la labor que ha venido desarrollando en los dos últimos años con Adán y Eva, las tablas de Alberto Durero (1471-1528) que el pasado 24 de noviembre volvieron a ocupar el emplazamiento que se merecen en el Prado, para goce y disfrute de los más de dos millones seiscientos mil visitantes que anualmente se acercan hasta este verdadero paraíso terrenal.
Concebidos por su genial autor como modelos del ideal de belleza renacentista, estos óleos sobre madera, de 209 centímetros de alto y 81 centímetros (él) y 80 centímetros (ella) de ancho, colgaron hasta finales del siglo XVI en las paredes del Ayuntamiento de Nüremberg y, después de numerosas vicisitudes, incluido el saqueo por parte de las tropas suecas, acabaron en poder de la reina Cristina, quien los regaló a Felipe IV, gran aficionado a la pintura, en 1654. A su llegada a España, ambas piezas pasaron a formar parte del mobiliario del Alcázar de Toledo, por aquel entonces residencia de verano de los reyes. Allí permanecieron, junto a otras joyas de Rubens, Tintoretto o Ribera, hasta que alguien sensato recomendó a Carlos III que no las destruyese, ya que el monarca Borbón (mejor alcalde de Madrid que estadista) las consideraba indecentes. Supervivientes de las llamas (en 1734 se produjo un incendio en el Alcázar) y de los regios escrúpulos morales, las tablas de Durero sirvieron de inspiración a varias generaciones de jóvenes artistas, en la Academia de San Fernando, hasta que en 1827 pasaron al Museo del Prado, si bien hubieron de esperar once años a ser expuestas a la luz pública, porque estuvieron confinadas en una sala cerrada, a la que sólo se podía entrar con una autorización especial.
Los desperfectos causados por dicho trasiego y las sucesivas restauraciones que se llevaron a cabo sobre las dos pinturas terminaron por agravar el estado de conservación de las mismas, seriamente deterioradas por gruesas capas de suciedad, de barnices oxidados y de repintes "monstruosos", según Maite Dávila, restauradora del Prado, con treinta y cinco años de experiencia a sus espaldas.
Como se encargó de precisarnos José de la Fuente aquella fría mañana de marzo, los antiguos arreglos afectaron también a la madera y degeneraron en infinidad de grietas longitudinales, especialmente en la de Adán, cuyo grosor tuvo que ser rebajado para adherirla a una estructura rígida que imposibilitaba el libre movimiento de la madera original. En la madera de Eva se atornillaron, desde la capa pictórica, tres travesaños nuevos para eliminar su curvatura natural. El inevitable movimiento de ambos soportes había causado deformaciones y alabeos que producían sombras e irregularidades en las pinturas y distorsionaban las estilizadas formas representadas por Durero.
Los exitosos trabajos de recuperación de estas dos maravillosas obras de arte, todo un logro de la ciencia y de la tecnología, a la altura del incalculable valor de las piezas ahora remozadas, han sido el mayor reto profesional al que se han enfrentado los técnicos del Prado, que gracias al respaldo de la denominada Panel Painting Initiative, auspiciada por la Getty Foundation de Los Ángeles (creada para la difusión de la preservación del patrimonio artístico y la formación de jóvenes restauradores), han podido contar con la colaboración de George Bisacca, del Metropolitan Museum de Nueva York, el mayor especialista del mundo en soportes de madera. El equipo dirigido por De la Fuente y Bisacca, que con exactitud milimétrica han insertado hasta 388 piezas de pino en el soporte original de Adán, extraídas de un bastidor del siglo XVIII, para reparar el impacto de las fisuras que presentaba la superficie de la obra, después de tantas desafortunadas intervenciones, han conseguido, además, diseñar, con ayuda de un ingeniero aeronáutico, un innovador y complejo mecanismo de muelles que permite que las imperceptibles oscilaciones de ambos cuadros, insertos en sus nuevos bastidores, no afecten a la pintura.
El resultado final salta a la vista. Después de esta fascinante operación de cirugía estética el dibujo suave y admirable de Durero luce en toda su luminosa plenitud: con todo su sutil refinamiento y toda su hermosa y etérea carnalidad.
Resultó un verdadero privilegio poder observar de cerca el fabuloso producto de veinte meses de tan ardua labor. Incluso tuvimos la posibilidad de tocar con la yema de los dedos la superficie límpida de ambas criaturas celestiales pero el pudor nos lo impidió, al sentir que estábamos a punto de cometer una especie de profanación. Por su parte, José de la Fuente, hijo de una modesta familia de clase trabajadora, que se pagó sus estudios universitarios (en Magisterio, Historia del Arte y Restauración) con el sudor de su frente, trabajando en el horno de una pastelería, contemplaba las obras del maestro de Nüremberg con la satisfacción del médico que observa la renovada vida que se le abre ante sí a su paciente.
"Ver ahora los tonos ámbar de Eva o los plateados de Adán proporciona auténtica felicidad", reconocía la restauradora Maite Dávila mientras paseaba sus ojos por la recreación del cuerpo humano cuya sagrada geografía acababa de ayudar a resucitar y disfrutaba de uno de esos inusuales instantes de suprema dicha que de vez en cuando nos depara la vida, como premio al esfuerzo, al sacrificio y a la devoción por el trabajo bien hecho. Una explosión de alegría controlada que el bueno de José de la Fuente también experimentó hace seis meses, cuando llamó a su amigo palmero ("¡Anelio, esto es increíble! ¡Aquí han venido familias enteras! ¡Es maravilloso!") desde las proximidades de su taller, en la madrileña fuente de Neptuno, rodeado de miles de aficionados que, como él, celebraban, eufóricos, que su equipo del alma había vuelto al paraíso, al mismo al que ahora han regresado Adán y Eva.