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El callejón
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Juguetes rotos

Operarios del Museo de Cera de Madrid proceden al poco solemne traslado de la figura de Jaime de Marichalar al almacén del citado recinto, en febrero de 2010, semanas después de que se hiciera oficial el divorcio de los duques de Lugo [foto de EFE].

A Ernest Hoffmann y John Lasseter

            El almacén es un lugar oscuro y sin ventilación. Es un estrecho reino de sombras donde abundan los ratones. A los operarios no les gusta bajar hasta aquí porque resulta un escenario de pesadilla que les causa verdadera aprensión. A todos ellos, moverse con incomodidad por el medio de pasillos atestados de cajas embaladas y de aspecto siniestro les recuerda a un recorrido entre nichos, en un cementerio. Incluso más de uno ha sentido cómo se le eriza el bello, ya que -según cuentan- tienes la desagradable impresión de que alguien invisible te está observando. Pero, claro, todo el mundo sabe que eso es imposible y que la mente juega malas pasadas a quien se deja poseer por la superstición.

            Sin embargo, con la llegada de la noche, justo a las doce, en el momento reservado para las brujas y los sortilegios, en esta parte del museo, que constituye sus auténticas catacumbas, sus habitantes, libres de la vigilancia de las cámaras de seguridad, que son como las cuencas vacías de una calavera, se entregan a la feliz ventura de vivir unas pocas horas sin las ataduras de su forzoso letargo.

            Hoy, además, los pobladores de este sótano de fantasmas experimentan el hormigueo de una ardiente curiosidad. Durante el día se ha corrido la voz de que han traído un huésped nuevo y todos aguardan, con la habitual excitación, teñida de suspense, el tenso instante del encuentro.

            Como siempre, un reducido grupo de figuras se acerca hasta el recién llegado para darle la bienvenida. Tras empujar con ímpetu la tapa de la caja, el individuo sale al exterior y queda en el centro del amarillo círculo de luz que proyectan los sucios tubos fluorescentes que cuelgan del techo. Alto, vestido con un traje azul impecable, su rostro describe una mueca de contrariedad, que confirman sus cejas enarcadas en una inconfundible expresión de extrañeza.

            -Hola, me llamo Susana, ¿y tú? -le pregunta una atractiva mujer de cabellos rubios y ojos verdes que luce un fino vestido de seda, a través del cual deja entrever su exquisita anatomía.

            -Hola… -Apenas atina a balbucir el hombre, que contempla sin disimulo las generosas y estilizadas curvas de su interlocutora.

            -Eres bienvenido a ésta que, a partir de hora, será tu casa.

            El tipo, que de pronto parece salir de su fugaz ensoñación, mira alrededor y descubre que lo rodean varias personas, de tan variopinta presencia e indumentaria que, por un momento, le hacen creer, erróneamente, que se encuentra en una fiesta de disfraces.

            -Pero… este sitio… ¿Dónde estoy? ¿Me han secuestrado? -la mujer no puede evitar una carcajada ante semejante pregunta. Su bella sonrisa muestra una dentadura perfecta y la sensual curvatura de sus labios rojos despiertan en el hombre una mezcla de indignación y deseo.

            -No te preocupes, cariño, eso nos ha ocurrido a todos. Al principio nos desorientamos un poco. Para eso estamos nosotros aquí, para facilitarte las cosas.

            -Oiga usted, señora, yo no la conozco de nada para que me tutee. ¿Dónde coño estoy? -a ella se le borra la sonrisa de la cara en cuanto escucha el tono airado y descortés del caballero.

            -¡Jesús! ¡Vaya humos que se gasta el señorito! Está demostrado que los que gastáis tanta percha no tenéis de gentleman ni los botones… Que te den, ricura. Chao… -La mujer se da media vuelta y se pierde entre el grupo de curiosos que empieza a agolparse en torno al hombre del traje azul.

            -¡Eh, usted! ¿Qué se cree? ¡Eh! ¡A mí no me deja con la palabra en la boca! -reclama inútilmente el individuo.

            -No se preocupe, señor. Es una actriz y las actrices ya se sabe… Están hechas de vanidad: pura vanidad y nada más que vanidad -afirma un tipo que lleva una bata blanca y un fonendoscopio. De pelo rizado, algo canoso, pobladas patillas y bigote recortado, se adelanta hasta el desconocido y le tiende la mano, una mano cuya piel, al igual que el resto del cuerpo, luce un moreno descafeinado, con más café que leche-. Mi nombre es Manuel Rosado, para servirle. Soy médico. Aquí todos me conocen como el doctor Rosado.

            -¿Qué? -atina a decir el individuo del terno azul.

            -Soy Manuel Rosado, amigo, sea usted bienvenido -repite el galeno y como para recalcar su gesto de buena voluntad exhibe una sonrisa aparatosamente blanca que al señor de azul, sin saber por qué, le recuerdan las fauces abiertas, amenazadoras, feroces, de un perro negro que surge en su memoria como un fogonazo.

            -Perdone, doctor, encantado de conocerle, pero ¿se puede saber qué sitio es éste? ¿Por qué están todos vestidos de toreros, de payasos, de militares o de flamencas? ¿Acaso estamos en Carnaval?

            El médico estalla en una carcajada aguda, ridícula, tímida, como una burbujita, y posa su mano sobre el hombro del apuesto caballero que tiene delante.

            -¡Ay, mi querido amigo! ¡Qué cosas dice usted! Aquí, donde nos ve, no estamos disfrazados, vestimos nuestras ropas de faena. Llevamos la indumentaria por las que fuimos conocidos en el mundo real.

            -¿En el mundo real? -pregunta el tipo visiblemente alarmado, con los ojos muy abiertos, como si sus pupilas quisiesen abarcar todo el espacio que las circunda en ese instante.

            -¡Claro, señor, claro! Todos nosotros no somos sino réplicas de seres que existen ahí fuera. Somos sus alter egos, señor. Reproducidos hasta en sus más íntimos detalles.

            El hombre, que ha tratado de mantener la calma, estalla en una especie de alarido ahogado, estertóreo.

            -¡No! ¡Eso es imposible! ¡Yo he sido diputado! ¡He sido ministro! ¡He sido incluso vicepresidente del gobierno! ¡Eso es mentira! ¡Mentira! ¡Tú me estás engañando! ¡Nooooooo! -en un supremo gesto de desesperación, el hombre se lleva la mano derecha a la cara y ésta se le queda clavada en el rostro como si fuera una garra, la zarpa afilada e insoportable de la certidumbre.

            -¡Tranquilo, don Francisco! ¡No se altere! -de repente, al escuchar su nombre, el individuo, que está a punto de caer al suelo cuan largo es, aparta los garfios de sus dedos de la vista y posa la mirada en un tipo más bien canijo, pequeño, de amplias entradas en el cráneo y gafas pasadas de moda. La voz de este hombre, aguda y nasal, trata de transmitir serenidad y aplomo, aunque suena un tanto infantil.

            -¿Usted me conoce? -pregunta el tipo del traje, al borde de una crisis de nervios, muy próximo al llanto.

            -¡Por supuesto, don Francisco! Permítame que le de la bienvenida al depósito del Museo de Cera, don Francisco. Soy Antonio Hernández Mancha, señor, para servirle a usted y al partido, en lo que haga falta.

            Entonces, Francisco Álvarez-Cascos no lo puede evitar por más tiempo. Se abraza a su ex camarada y rompe a llorar de forma brutal, inconsolable.

            -Ea, don Franciso, ea, ea, ea… No se preocupe, que no pasa nada, no pasa nada… -Le consuela el otro con cariñoso afecto, mientras le da palmaditas en la espalda.

            -¡Uf! No le queda nada… Yo todavía no lo he superado y ya voy para once meses aquí…

            Todos vuelven la cabeza hacia el lugar de procedencia de esta última frase y descubren, apoyado sobre un bastón de madera noble y mango de marfil con forma de cabeza de dogo, a Jaime de Marichalar, que luce un llamativo pañuelo de colores en el cuello, sobre el rigor mortis de su terno azul oscuro, siempre azul, azul para toda la eternidad.

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