En memoria de mi abuela Manola, un ángel todo bondad, de sabia discreción y sentimientos dulces como el pan de manteca
En estos días pasados, duros y difíciles, de espera e incertidumbre, de aguardar la muerte mientras el tiempo se ralentiza y se acelera con su monótono balanceo y te sientes mezquino e insignificante en las salas lúgubres y en los corredores sin retorno del hospital, cuyo servicio de urgencias es una pesadilla de cubículos infames que te sumergen en la certeza de que el purgatorio existe y de que lo hacen posible una concatenación de causas indefinidas y que todas ellas tienen que ver con la absoluta (aunque comprensible) indiferencia ante el dolor ajeno, extramuros, fuera de estas paredes siempre en penumbra, bajo la luz insomne de los tubos fluorescentes, dentro de este territorio fronterizo, siniestro y sin esperanzas, la realidad se ha inflamado con malos augurios (como la reforma de las jubilaciones) y con el vértigo del nuevo mundo que avanza imparable, firme, inexorable, al son que marcan las revueltas cívicas en ex exóticos países árabes (como Túnez, Egipto o Yemen).
En una de estas tardes interminables de invierno, en las que la noche irrumpe, inesperada, por los amplios ventanales de la sala de visitas de la novena planta y los minutos se consumen en el deseo de que, cien metros más allá, sólo provengan buenas noticias de la habitación donde ella se apaga lentamente, como la llama de una vela, otro familiar y yo compartimos esta soledad llena de impaciencia y de silencios, manteniendo el tipo para no caer al precipicio de la desesperación y del abatimiento. Entonces, estos dos náufragos, resignados a una suerte decidida de antemano, somos interpelados por un interno en albornoz azul que se sienta junto a nosotros.
"Es que esta cosa que me ha dado me ha activado la lengua y no paro de darle al pico", se justifica el hombre, que tiene cincuenta y tantos años, que pensaba retirarse con sesenta, después de haber estado trabajando desde los catorce, pero al que acaban de extirpar, días atrás, un tumor de la cabeza. "Aparentemente estoy bien, aunque todavía me tropiezo con las mesas y a veces me orino encima sin darme cuenta", confiesa en voz baja y su rostro se contrae en una amplia sonrisa que muestra toda su dentadura, blanca, resplandeciente.
"Parece mentira, pero tiene que pasarle a uno esta desgracia para empezar a valorar de verdad lo que es la vida. Yo no soy una persona de gustos complicados. Con una tortilla y un buen vaso de vino me conformo. Ahora sería feliz si pudiese ir al monte, echarme al raso y oír el canto de los pájaros. Nada más", afirma el hombre con total convicción.
Poco después se levanta y se va. Tiene el cráneo perforado por múltiples grapas que son como avispas furiosas que no le dejan dormir y el paciente, que luce un aparatoso vendaje que recuerda a un turbante sij, busca el consuelo de unas horas de inconsciencia que le hagan olvidarse de sí mismo.
Al escucharle, me he acordado del funcionario que protagoniza la película Vivir (Ikiru, 1952), del maestro Akira Kurosawa. Su argumento es una fábula moral arrancada de las entrañas de la realidad cotidiana: a Kanji Watanabe (en una interpretación asombrosa del gran Takashi Shimura), jefe de la sección de atención ciudadana del Ayuntamiento de Tokio, le ha sido diagnosticado un cáncer de estómago, en una fase muy avanzada, y, enfrentado a tan terrible tesitura, después de recapacitar sobre el profundo vacío de su periplo vital y de descubrir que jamás ha hecho nada por sus semejantes, decide invertir sus últimas fuerzas en algo que verdaderamente merezca la pena.
A través de esta hermosísima y conmovedora redención, de la que un espectador con un mínimo de humanidad en las venas no puede salir indemne, uno entiende el sinsentido de una de las mayores paradojas que encierra la vida: aquella que dicta que la inminencia de la muerte revaloriza la propia existencia, hasta en sus más nimios detalles, y que acaso tal vez sea preciso sentir la proximidad de nuestro final para entregarnos en completa libertad y sin ataduras al placer (y al regalo) de estar vivos y de compartirlo con los demás.