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El callejón
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El traidor y su patria

Esta es la historia de Winnie, un niña que fue rescatada de los escombros, días después del terremoto de Haití. Huérfana, ha sido adoptada por su tío, gracias a Save The Children, una ONG que, como otras, aporta un soplo de esperanza en el infierno.

Cuando volví a mi hotel encontré una carta sobre la almohada, era la carta de un muerto. Nuca supe quién me la trajo: el camarero no supo decirme nada. La carta no tenía firma, pero la letra era evidentemente del doctor Magiot. Leí:

"Querido amigo: le escribo porque quería a su madre y en estos últimos momentos quiero comunicarme con su hijo. Mis horas están contadas, espero que de un momento a otro llamen a mi puerta. No podrán tocar el timbre porque, como es habitual, han cortado la electricidad. El embajador norteamericano está a punto de regresar y el Barón Samedi pagará algún tributo como compensación. En todas partes del mundo ocurre lo mismo: siempre pueden encontrarse unos pocos comunistas, como judíos y católicos. Chiang-kai-shek, el heroico defensor de Formosa, nos utilizó para abastecer las calderas de las máquinas de ferrocarril. Sabe Dios para qué investigación médica me habrá encontrado útil Papá Doc. Sólo le pido que recuerde ce si gros neg. ¿Recuerda usted aquella noche en que la señora Smith me acusó de marxista? Acusó es una palabra demasiado fuerte; es una buena mujer que odia la injusticia. Pero he llegado a abominar de la palabra "marxista". Se la usa con demasiada frecuencia para describir sólo un determinado plan económico. Creo en ese plan económico, desde luego, en ciertos casos y para determinadas épocas: aquí, en Haití, en Cuba, en Vietnam, en la India. Pero el comunismo, mi querido amigo, es más que un plan económico; como el catolicismo (recuerde que soy de formación católica) es más que la Curia romana: hay una mystique además de una politique. Usted y yo somos humanistas. Quizás no lo admita, pero es usted hijo de su madre y ha hecho ya ese viaje peligroso que todos debemos hacer antes del fin. Los católicos y los comunistas han cometido grandes crímenes, pero al menos no han permanecido aparte, como sociedad establecida, ni se han mostrado indiferentes. Prefiero tener sangre en las manos y no agua, como Pilatos. Le conozco y le tengo en gran estima; y escribo esta carta con cierta preocupación porque quizá sea la última oportunidad que tenga para comunicarme con usted. Tal vez no le llegue nunca, pero se la envío por una mano que creo segura, aunque ya no hay garantías en este mundo convulsionado en que vivimos, y no me refiero sólo a mi pobre e insignificante Haití. Le imploro… Una llamada a mi puerta puede impedirme que acabe esta frase, de modo que tómela como la última petición de un moribundo. Si ha abandonado una fe, no abandone la fe. Cuando hemos perdido una fe, siempre hay posibilidad de elegir otra. ¿O es la misma fe con diferente máscara?"

Los comediantes, Graham Greene, 1966

En plena canícula de 1999, el anterior pontífice, Juan Pablo II, zanjó por la vía rápida más de veinte siglos de discusiones teológicas, al proclamar que el infierno, al igual que el paraíso, no es ningún lugar sino un estado de ánimo. En línea con su predecesor, Benedicto XVI ha manifestado recientemente que el purgatorio tampoco consiste en un enclave concreto: "Es un fuego interior que purifica el alma del pecado, en el camino de la plena unión con Dios", aseguró el Papa durante su habitual audiencia semanal, celebrada ante más de nueve mil personas, el miércoles 12 de enero.

 Sin ánimo de abrir una controversia de dificilísima (por no decir de imposible) resolución, la presunta inexistencia del averno (entendido como una eterna maldición, como presidio dantesco en el que cumplen cruel condena los desalmados que han de expiar sus culpas sin la menor esperanza de salvación) entra en clara y directa contradicción con el hecho cierto y perfectamente demostrable de que, en realidad, el infierno, en su condición de dolor extremo, de sufrimiento atroz e insoportable, resulta tan auténtico como verdaderos fueron los campos de exterminio nazis, las torturas y ejecuciones decretadas por Stalin o las bombas atómicas arrojadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki con el noble pretexto de poner fin a la última gran guerra mundial, ya que, de acontecer una tercera, la siguiente, como apuntó de forma muy sarcástica Albert Einstein, habrá de ser a pedradas.

Uno, que por suerte jamás ha tenido que sufrir experiencias ni tan siquiera remotamente comparables a las citadas, se atreve a afirmar que, sin llegar al extremo de la contundente misantropía que muestra Sartre cuando dice, en boca de uno de sus personajes de A puerta cerrada, que el infierno son los demás, sí que alberga la absoluta convicción de que dicho escenario no sólo existe sino de que vivimos en él aunque no queramos admitirlo.

En este sentido, la catástrofe sufrida el pasado año por Haití, uno de los países más míseros del planeta, pone de relieve que el infierno no es la metáfora del horror que se ensaña, en este caso, con los más débiles. Todo lo contrario: la destrucción, bíblica, colosal, desproporcionada, a la que fue sometida esta minúscula región, es la encarnación misma del inframundo que, entre unos y otros, hemos ayudado a crear.

Relata el Génesis que Yavé necesitó varias horas para reducir a cenizas a Sodoma y Gomorra, tras hacer caer sobre ellas una lluvia de fuego y azufre. El 12 de enero de 2010, a las 16.53 horas, tan sólo bastaron treinta y ocho segundos para que un seísmo de 6,9 grados en la escala de Richter redujera Puerto Príncipe a escombros (dejando en ruinas el noventa por ciento de los edificios) y convirtiese a la pequeña república antillana en una fosa común con 316.000 cadáveres, medio millón de muertos vivientes sin techo y tres millones de damnificados.

Antes del siniestro, Haití presentaba ya algunas de las peores estadísticas que puede ofrecer una nación presumiblemente civilizada cuando se va a cumplir la primera década del siglo XXI: era un país donde un tercio de los menores de cinco años sufría malnutrición crónica, donde uno de cada dos niños no iba al colegio, donde más de la mitad de la ciudadanía vivía con menos de 1,25 dólares al día, donde la tasa de analfabetismo alcanzaba el 38 por ciento de la población, donde cuatro de cada diez habitantes no tenía acceso al agua potable, donde la esperanza de vida apenas llegaba a los 61 años y donde, hasta 2005, las agresiones sexuales cometidas en el ámbito familiar no estuvieron tipificadas como delito.

Un año después del terremoto, la situación no es mucho mejor. La ONU ha reconocido que las labores de reconstrucción habrán de prolongarse durante meses e incluso años. Todavía hay 810.000 personas que residen en los 1.150 campos de refugiados distribuidos por toda la geografía nacional, quienes, además de la amenaza de los asaltos, robos y actos de pillaje y de las dificultades que los cooperantes y los empleados públicos encuentran para la gestión y el reparto de la ayuda internacional (de los 1.500 millones de dólares asignados, se han recibido en Haití el 72 por ciento del total), desde octubre pasado se enfrentan al riesgo de contraer el cólera, epidemia que ha provocado la muerte de más de 3.500 pacientes y que es especialmente agresiva en las zonas rurales, donde las infecciones se han contabilizado por centenares en un solo día.

Y, en medio de este panorama aterrador, espantoso y postapocalíptico, emerge, como salida de la pesadilla grotesca de un hechicero vudú, la obscena figura de Jean-Claude Duvalier, el ex dictador que, en 1971, con tan sólo diecinueve años de edad, recibió en herencia el gobierno del país, de manos de su padre, François Duvalier, y que hubo de abandonar precipitadamente, en 1986, rumbo a Francia (único estado que le concedió asilo), al haber sido derrocado por una revuelta popular, que lo acusaba, entre otras cosas, de apropiarse de ciento veinte millones de dólares del erario público.

"Baby Doc", sobrenombre con el que fue rebautizado en contraposición al "Papá Doc" con el que era conocido su progenitor (un médico de origen humilde que alcanzó notoriedad entre la gente del campo, al prestar sus servicios de forma altruista como experto en enfermedades contagiosas, y que, una vez en el poder, desde 1957, estableció un férreo régimen totalitario, apoyado en la superstición, el asesinato y el terror sembrado por su siniestra milicia de Tonton Macoutes), emprendió durante su mandato de tres lustros unas tibias reformas (como la reducción de las desapariciones de disidentes y de los fusilamientos de opositores políticos) aunque el país continuó hundido en la podredumbre y el abandono. El 7 de febrero de 1986 el gobierno de EEUU, que había encubierto los crímenes del clan Duvalier en pago a su lealtad anticomunista, facilitó la huida de Jean-Claude, cuya estampa de negro grandullón, torpe, cachetudo y vestido con estrafalarios uniformes, ofrecía la enésima versión del estereotipo del tirano tercermundista.

El hombre que fue incapaz de impedir el paulatino empobrecimiento de su patria (un vergel tropical que ha visto minimizada su superficie arbórea a un exiguo dos por ciento, debido a una insaciable e incontrolada deforestación) y que fue demandado por la sustracción de ochocientos millones de dólares, depositados en distintas cuentas bancarias de Norteamérica, Suiza y Francia, ha regresado a la tierra que un día le vio nacer (la misma en la que, en 1804, fue declarada la independencia así como la abolición de la esclavitud) y a la que traicionó y maltrató del modo más vil que pueda concebirse.

Sin embargo, sus deseos de consumar este eterno retorno al poder se han encontrado con el frontal rechazo de los actuales gobernantes haitianos, que han ordenado su detención a la espera de que sea procesado y juzgado por innumerables delitos. Y es que lo malo que tiene crear un infierno es que, tarde o temprano, terminas siendo condenado a arder en él, por los siglos de los siglos. 

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